Filosofía de las formas simbólicas, III
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Filosofía de las formas simbólicas, III

Fenomenología del pensamiento

  1. 558 páginas
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Filosofía de las formas simbólicas, III

Fenomenología del pensamiento

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El presente volumen, tercero de la magna obra de Cassirer sobre las formas simbólicas, está dedicado a la fenomenología del conocimiento, volviendo al sentido hegeliano de "fenomenología", y sin prescindir de la "patología del conocimiento".

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Información

Año
2017
ISBN
9786071637420

TERCERA PARTE
LA FUNCIÓN DE LA SIGNIFICACIÓN Y LA CONSTRUCCIÓN DEL CONOCIMIENTO CIENTÍFICO

I. HACIA UNA TEORÍA DEL CONCEPTO

I

Si tratamos de dar un nombre global al campo en el cual se ha movido hasta ahora nuestra investigación podríamos llamarlo el campo del “concepto natural del mundo”. Por doquiera presenta este campo una estructura teórica perfectamente determinada, una formación y articulación intelectuales. Sin embargo, las reglas generales de esa formación parecían estar demasiado ligadas a particularidades en el contenido y tan infiltradas por éstas que solamente en su compañía podían llegar a representarse. Lo que la forma teórica misma “es” y lo que constituye su significación y validez específicas sólo resultaba visible en esa etapa de la investigación a través de su producto. Sus principios seguían en cierto modo fundidos con ese producto, sin ser determinados in abstracto por separado y “en sí”, sino solamente dentro de un cierto orden de “objetos” de configuraciones objetivas de la intuición. Por consiguiente, la reflexión y el análisis reconstructivo no se dirigían todavía a la función de la forma en cuanto tal, sino a un producto especial de la misma. En tanto que el pensamiento construye una cierta imagen de la objetividad, formándola en cierto modo a partir de sí mismo, permanece, empero, ligado a esa misma imagen, la cual procede de su misma base. Así pues, el pensamiento sólo puede adquirir un conocimiento de sí mismo por intermedio de un conocimiento de objetos. Su mirada está dirigida hacia adelante, hacia la “realidad” de las cosas y no retrospectivamente sobre sí mismo y su propio funcionamiento. Por este camino conquista el mundo del “tú” y el mundo del “ello”, pareciéndole ambos inicialmente como certidumbre incuestionable y exenta de problemas. El yo aprehende la existencia de sujetos ajenos y de “objetos fuera de nosotros” en la forma de la mera vivencia expresiva o en la forma de la vivencia perceptual, permaneciendo en esa existencia y su intuición concreta. Ahí no se pregunta ni necesita preguntarse cómo es “posible” esa misma intuición; esta última está presente y da testimonio de sí misma sin requerir apoyo ni confirmación de nadie más.
Sin embargo, esa confianza incondicional en la realidad de las cosas sufre una transformación y una conmoción en cuanto se plantea el problema de la verdad. En el momento en que el hombre deja meramente de estar en el mundo y de vivir con él para pedirse a sí mismo un problema de esa realidad, entabla con el mundo una nueva relación enteramente distinta. Es cierto que el problema de la verdad concierne al principio sólo a algunas partes de la realidad y no a toda ella. Dentro de ese todo empiezan a distinguirse diversos “niveles” de validez; la “realidad” empieza a separarse clara y tajantemente de la “apariencia”. Sin embargo, corresponde a la esencia del problema de la verdad el hecho de que una vez planteado no vuelve a encontrar reposo. El concepto de la verdad entraña una dialéctica inmanente que lo impulsa ineluctablemente hacia adelante, traspasando siempre cada frontera alcanzada, sin contentarse con poner en cuestión algunos contenidos del “concepto natural del mundo”, sino atacando su sustancia misma, su forma global. Todos los testigos anteriores de la “realidad”, por seguros y fidedignos que sean, la “sensación”, la “representación”, la “intuición”, son citados ante un nuevo tribunal y son interrogados. Este tribunal del “concepto” y del “pensamiento puro” no es constituido en el momento mismo en que se inicia la reflexión propiamente filosófica sino que corresponde ya a los comienzos de toda consideración científica del mundo, pues ya aquí el pensamiento no se contenta sólo con traducir a su lenguaje lo dado en la percepción o intuición sino que efectúa una característica transformación de lo dado, una reacuñación espiritual. La primera tarea que el concepto científico ha de cumplir parece consistir en establecer una regla de determinación que tiene que confirmarse en lo intuitivo y cumplirse en el ámbito de lo intuitivo. Sin embargo, justamente en razón de que esta regla ha de valer para el mundo de la intuición, no le pertenece ya a éste como un simple componente suyo sino que significa algo propio e independiente de él, aun cuando su sentido independiente sólo pueda manifestarse y atestiguarse inicialmente en la materia de lo intuitivo. A medida que evoluciona la conciencia científica va marcándose esa diferencia con mayor tajancia y claridad. La regla de determinación ya no se establece simplemente sino que al ser establecida es al mismo tiempo captada y entrevista como un producto universal del pensamiento. Esta visión es la que crea a partir de aquí una nueva forma de entrever, una nueva “perspectiva”. Es ella la que nos recibe en los umbrales de la contemplación “teórica” del mundo. El surgimiento de la matemática griega nos brinda un ejemplo clásico de ese proceso. Aquí lo decisivo no es el reconocimiento de la significación del motivo básico del número y la subordinación del cosmos bajo la ley del número. Ese paso ya había sido efectuado antes de los primeros comienzos del pensamiento propiamente teórico, estrictamente científico. Ya el mito asignaba al número un significado universal que se extendía a la totalidad del mundo; ya el mito sabe y habla del dominio que el número ejerce sobre la totalidad del ser, de su demoniaca omnipotencia.1 Los primeros descubridores científicos del número, los pitagóricos, se encuentran todavía enteramente bajo el influjo de esa concepción básica mítico-mágica del número. Más aún, al lado de ese vínculo mítico del concepto de número encontramos en ellos otro vínculo puramente intuitivo. El número no es concebido en sí como una entidad propia, sino siempre como cantidad de un conjunto concreto y aparece en especial ligado a determinaciones y configuraciones espaciales. El número tiene originalmente una naturaleza tanto geométrica como aritmética. Sin embargo, sólo en la medida en que ese vínculo se afloje, en la medida en que se conozca la naturaleza puramente lógica del número, se llega a fundamentar una ciencia pura del número. Cierto es que el número no se separa tampoco ahora de la realidad intuitiva puesto que no quiere otra cosa que exhibir la ley fundamental que rige esa realidad, el cosmos físico. Sin embargo, él mismo deja de ser una cosa física o bien algo determinable en analogía con cualquier otro objeto empírico. Si su único contenido sustancial reside sólo en las cosas concretas que se ordenan con arreglo a él, entonces le corresponde una forma de conocimiento que se distingue con claridad de la percepción o intuición sensibles. Esta separación basta para que el número se convierta dentro de la teoría pitagórica en la propia expresión de la verdad de lo sensible.2 Justamente esta relación, la cual aparece en los comienzos de la teoría pura, sigue siendo también determinante para su evolución posterior. Una y otra vez vemos que la teoría sólo puede alcanzar la realidad que persigue creando una cierta distancia entre ella misma y esa realidad, esto es, aprendiendo a “abstraer” cada vez más de ella. Las configuraciones en las cuales se mantiene la imagen natural del mundo y en virtud de las cuales adquiere su forma, se transforman en conceptos estrictamente científicos gracias a ese peculiar distanciamiento. Lo que en las configuraciones intuitivas se hallaba enterrado, a manera de oculto tesoro, es desenterrado ahora de modo paulatino a través de una labor intelectual consciente. El primer rendimiento del concepto consiste justamente en aprehender como tales los factores en que se basa la articulación y ordenación de la realidad intuitiva y en reconocer su valor específico. El concepto desenvuelve las relaciones que en la existencia intuitiva se encuentran implícitas en forma de pura concomitancia; tales relaciones son extraídas y exhibidas en el puro en-sí de su validez, como un αὐτὸ ϰαθ’ αὑτό según la expresión de Platón.
Sin embargo, con ese paso al campo de la significación y validez puras se acumula una gran cantidad de nuevos problemas y dificultades para el pensamiento. Pues apenas ahora se ha efectuado el rompimiento definitivo con la mera existencia y su “inmediatez”. La esfera de la expresión, y más aún la esfera que denominamos de la representación han ido más allá de esa inmediatez en la medida en que no permanecían en el ámbito de la mera “presencia” sino que surgían de la función básica de la “representación”. No obstante, es apenas en la esfera pura del significado donde esa función se extiende y donde resalta con plena claridad y precisión su sentido específico. Ahora se efectúa una especie de sustitución, de “abstracción” que aún no conocían la percepción ni la intuición. El conocimiento libra a las relaciones puras de los vínculos con la “realidad” concreta e individualmente determinada de las cosas para representárselas como simples relaciones en la universalidad de su “forma”, esto es, en su carácter relacional. Al conocimiento no le basta ya con medir el ser mismo en las diversas direcciones del pensamiento relacional sino que exige y crea también un sistema de medidas, universal, para ese proceso. A medida que va avanzando el pensamiento teórico ese sistema va siendo fundamentado más sólidamente y estructurado con más amplitud. Una relación más “crítica” pasa a ocupar el sitio de la relación “ingenua” entre concepto e intuición, tal como ésta existe en el ámbito del “concepto natural del mundo”. Pues el concepto teórico en el sentido estricto de la palabra no se contenta con abarcar el mundo de los objetos y reflejar simplemente su orden. El compendio, la “sinopsis” de lo múltiple, no le es simplemente prescrito al pensamiento por los objetos; dicha sinopsis tiene que ser creada por medio de la actividad propia y autónoma del pensamiento de acuerdo con las normas y criterios que le son inherentes. Más aún, mientras que dentro de los límites del concepto natural del mundo la actividad del pensamiento presenta todavía un carácter más o menos esporádico, partiendo ya de un punto, ya de otro, para desarrollarse luego en diversas direcciones, tal actitud se ve sometida ahora a una sinopsis más rígida, a una concentración consciente cada vez más rigurosa. Toda conceptuación, independientemente del problema específico que funja como punto de partida, se orienta por una fina...

Índice

  1. Prefacio
  2. Introducción
  3. PRIMERA PARTE. La función expresiva y el mundo de la expresión
  4. SEGUNDA PARTE. El problema de la representación y la construcción del mundo intuitivo
  5. TERCERA PARTE. La función de la significación y la construcción del conocimiento científico