Historia de mi hígado y otros ensayos
eBook - ePub

Historia de mi hígado y otros ensayos

  1. 95 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

Historia de mi hígado y otros ensayos

Detalles del libro
Vista previa del libro
Índice
Citas

Información del libro

Historia de mi hígado y otros ensayos reúne doce ensayos que discurren con versatilidad e ingenio entre el esplendor y la caída de la balada romántica, el rigor inflexible de Stanley Kubrick, el escapismo y el spleen que entrañan la demora en un baño o el arte poéticamente incorrecto de enfermar y curarse. Estas páginas apuestan al ensayo literario que, en palabras del autor, "se sostiene en el ocio, relajamiento o distensión de la idea" y que divaga, a la manera de Montaigne, en torno a un concepto del que el lector descubrirá una multiplicidad de posibilidades y afectos.

Preguntas frecuentes

Simplemente, dirígete a la sección ajustes de la cuenta y haz clic en «Cancelar suscripción». Así de sencillo. Después de cancelar tu suscripción, esta permanecerá activa el tiempo restante que hayas pagado. Obtén más información aquí.
Por el momento, todos nuestros libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Ambos planes te permiten acceder por completo a la biblioteca y a todas las funciones de Perlego. Las únicas diferencias son el precio y el período de suscripción: con el plan anual ahorrarás en torno a un 30 % en comparación con 12 meses de un plan mensual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
Sí, puedes acceder a Historia de mi hígado y otros ensayos de Hernán Bravo Varela en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Literatura y Ensayos literarios. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Año
2017
ISBN
9786071650931
Categoría
Literatura

Historia de mi hígado
No debí salir aquella noche. Pese a haber dormido el sábado por más de quince horas, sentí una violenta e inexplicable fatiga cuando me levanté de la cama y entré a la regadera. Una fatiga semejante al vértigo de la montaña rusa, cuando el pavor a las alturas nos hace olvidar el primer y terrorífico descenso. Sin embargo, al salir de la casa, el viento de la noche pareció reponer mis energías.
Horas después, sentado frente a la pista de un antro en Ciudad Neza, veía bailar a mis amigos, quienes, entre una y otra canción, me hacían señas para que los acompañara. Sostenía en mi mano derecha un güisqui tibio e intacto. Cada vez que mis amigos volteaban hacia mí, daba un pequeño sorbo y les sonreía sin intención alguna. Bastaba con oler el güisqui o prender un cigarrillo para sentir náuseas.
Sobre todo, no debí verme en el espejo. Antes que la danza folclórica de dos travestis ebrios, lo que saltó a la vista fueron mis ojos amarillos en un segundo plano. No sin consuelo, pensé que todo era producto de las luces. Pero éstas, proyectadas por una caja minúscula y abollada en el techo, apenas cubrían el perímetro de la pista. Yo estaba detrás, a oscuras, y mis ojos brillaban con luz propia. Como un oráculo chillón, Rocío Banquells cantaba:
Fue por locura,
fue pura insolación.
Una aventura, deseo sin amor,
un accidente, una cita en un hotel.
Fue puro sexo. Dile, luna,
que le quiero sólo a él.
Hubiera seguido observándome de no ser por la mirada fija pero inexpresiva que me dirigió un tipo de pie en la barra. Tras cubrirse la boca con el dorso de la mano, le dijo unas palabras al cantinero, que volteó a verme y asintió mientras llenaba dos caballitos de tequila y yo me levantaba para ir al baño. Antes de entrar, pude ver cómo ladeaban la cabeza al mismo tiempo, en señal de una misteriosa desaprobación.
Tú, luna mágica,
convéncele de que debe volver.
Si vuelve el sol y vuelve el día
y vuelves tú también,
¿por qué no iba a regresar hoy él?
Quise prender la luz, pero el foco estaba fundido. Mis ojos parecieron iluminar el camino al privado. Presa de un súbito mareo, permanecí inmóvil, en cuclillas, abrazando la taza sin poder vomitar. Inmóvil, como el último vagón de la montaña rusa antes de iniciar su descenso.
Sin dar los buenos días, mi madre dijo la mañana del lunes que yo no estaba bien. Tras abrir mis ojos con ayuda de su pulgar e índice, me espetó: “Están muy amarillos. A mí se me hace que tienes hepatitis”.
—¿Cómo? —le repuse—. ¿No la tuve de niño?
—Sí —contestó—, pero estoy segura de que es el hígado. Se lo comenté a tu papá y él le preguntó al médico de la oficina. Acaba de llamarme por teléfono y anoté las pruebas que te deben hacer —y a continuación extrajo de sus pantalones un papel doblado junto con dinero—. Vete ahora mismo al hospital a sacarte sangre.
Obedecí. Al llegar, me dirigí al laboratorio. Mientras anotaba mis datos en una hoja, abrí el papel doblado y, antes de extendérselo a la cajera y pagar los exámenes, pude leer:
  • Perfil de hepatitis A, B y C.
  • Perfil de funciones hepáticas (transaminasas y bilirrubinas).
“¿Pedro Hernán Bravo Varela?”, escuché a una enfermera preguntar desde un cubículo de toma. “Sí, soy yo”, respondí. “Acompáñeme”, repuso ella.
Una vez ahí, la enfermera repitió la orden del papel: “Perfil de hepatitis y de funciones hepáticas, ¿correcto?” “Sí”, confirmé. “No me tardo ni un siglo”, dijo entre risas, amarrándome
una liga de plástico en el bíceps, para después mostrarme la aguja sellada que insertaría en mi antebrazo.
Inició el descenso. Las transaminasas y bilirrubinas, según los análisis, estaban por las nubes. Llamadas a mi prima Martha, oftalmóloga; a mi primo Alfredo, médico general; a Jorge Iturralde, cirujano y gastroenterólogo; a Armando Cabrera, hepatólogo e investigador, hijo de un amigo de mi padre que pudo interpretar, una vez leídos los resultados, mi padecimiento: no la hepatitis A de infancia, sino hepatitis B en fase aguda.
Mis padres me mandaron inmediatamente a la cama. Dieta magra sin sal ni cigarrillos. Baños de cinco minutos cada tercer día, sentado en una silla de plástico. Cubrebocas obligatorio para entrar en mi habitación. Guantes para recoger la basura y los platos sucios, para cambiar las sábanas teñidas de amarillo.
Aunque mi primo no era especialista, aconsejó inyecciones de interferón, una proteína secretada por el sistema inmunológico que impide la replicación de diversos virus; entre ellos, el de la hepatitis B. Iturralde desestimó en una primera y única consulta el diagnóstico de mi primo, arguyendo que dichas inyecciones debían aplicarse en pacientes crónicos y que sólo tenían éxito en un 30 o 40% de los casos. Iturralde también recetó medicamentos y reposo absoluto por cuatro meses. Cabrera se opuso terminantemente a ese diagnóstico y recomendó al “mejor hepatólogo de México”: David Kershenobich.
Por si faltaran sobresaltos, a la mañana siguiente Martha envió a mi padre unas veinte páginas de literatura médica sobre hepatitis B. Entre ellas se encontraba el siguiente pasaje:
El virus de la hepatitis B se propaga a través de la sangre, el semen, los flujos vaginales y otros fluidos corporales. Los síntomas iniciales pueden abarcar:
Fatiga.
Náuseas y vómitos.
Piel amarilla y orina turbia debido a la ictericia.
Tocaron a la puerta. Era mi padre.
Sin ponerse el cubrebocas, tomó una silla y se sentó frente a mí, al pie de la cama, doblando la pierna y aclarándose la voz.
—Hijo —me preguntó—, ¿sabes cómo pudiste haberte contagiado?
—No tengo la menor idea —respondí entre lágrimas, sin poder verlo de frente—. No lo sé.
—Ay, hijo, ¿qué hiciste? Mírate nomás.
—Papá, no sé qué decir.
Pero sí sabía. Me hubiera gustado palomear las partes más decentes del artículo y dejar en blanco las menos decorosas para él. Darle una lista con los nombres de gente sospechosa. Llorar juntos y en silencio al terminar mi confesión. Abrazarlo como una forma indirecta de mostrar mi cariño culpable. Jurarle que ya nunca más, pero que me dejara cantar la canción de la Banquells para despedirme de los escenarios.
Antes consideraba al cuerpo mi más discreto cómplice. Aun en los instantes de mayor plenitud, debía conformarse con ser testigo presencial de sus mismas obras. Cuánta nobleza: permitir tres orgasmos en una sola noche, la digestión de una comida interminable, una proeza atlética o el saldo blanco de un fin de semana en los más bajos fondos sin pedir nada a cambio, sin protagonismos, y, sobre todo, sin antagonismos.
Pero en la hepatitis nada más íntimo e intransferible, nadie más intruso e indiscreto, que mi cuerpo. Una vez convertido en la única historia que sabía contar a los demás, ya no hubo manera de aleja...

Índice

  1. Portada
  2. Preludio y fuga en yo menor
  3. Elogio de lo nulo
  4. Del séptimo arte como sexto sentido
  5. Orquesta vacía
  6. Digesto
  7. Permanencia involuntaria
  8. Contrafábula
  9. Como en feria
  10. A un tiempo
  11. Punto de rompimiento
  12. El alma elefante
  13. Historia de mi hígado