El Estado
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El Estado

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El Estado

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Thomas Hobbes fue uno de los más célebres pensadores políticos de todos los tiempos. En estas páginas, seleccionadas de su magna obra, "Leviatán", el lector puede confirmar la vigencia de un texto clásico de filosofía política que describe los orígenes del Estado, los derechos de los soberanos y las instituciones, los diversos tipos de gobierno, los dominios paternalistas y el poder despótico, la libertad de los individuos y las funciones de los ministros dentro del gobierno.

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De la libertad de los súbditos

Libertad significa, propiamente hablando, la ausencia de oposición (por oposición significo impedimentos externos al movimiento); puede aplicarse tanto a las criaturas irracionales e inanimadas como a las racionales. Cualquiera cosa que esté ligada o envuelta de tal modo que no pueda moverse sino dentro de un cierto espacio, determinado por la oposición de algún cuerpo externo, decimos que no tiene libertad para ir más lejos. Tal puede afirmarse de todas las criaturas vivas mientras están aprisionadas o constreñidas con muros o cadenas; y del agua, mientras está contenida por medio de diques o canales, pues de otro modo se extendería por un espacio mayor, solemos decir que no está en libertad para moverse del modo como lo haría si no tuviera tales impedimentos. Ahora bien, cuando el impedimento de la moción radica en la constitución de la cosa misma, no solemos decir que carece de libertad, sino de fuerza para moverse, como cuando una piedra está en reposo, o un hombre se halla sujeto al lecho por una enfermedad.
De acuerdo con esta genuina y común significación de la palabra, es un HOMBRE LIBRE quien en aquellas cosas de que es capaz por su fuerza y por su ingenio no está obstaculizado para hacer lo que desea. Ahora bien, cuando las palabras libre y libertad se aplican a otras cosas, distintas de los cuerpos, lo son de modo abusivo, pues lo que no se halla sujeto a movimiento no está sujeto a impedimento. Por tanto cuando se dice, por ejemplo: el camino está libre, no se significa libertad del camino, sino de quienes lo recorren sin impedimento. Y cuando decimos que una donación es libre, no se significa libertad de la cosa donada, sino del donante, que al donar no estaba ligado por ninguna ley o pacto. Así, cuando hablamos libremente, no aludimos a la libertad de la voz o de la pronunciación, sino a la del hombre, a quien ninguna ley ha obligado a hablar de otro modo que como lo hizo. Por último, del uso del término libre albedrío no puede inferirse libertad de la voluntad, deseo o inclinación, sino libertad del hombre, la cual consiste en que no encuentra obstáculo para hacer lo que tiene voluntad, deseo o inclinación de llevar a cabo.
Temor y libertad son cosas coherentes; por ejemplo, cuando un hombre arroja sus mercancías al mar por temor de que el barco se hunda, lo hace, sin embargo, voluntariamente, y puede abstenerse de hacerlo si quiere. Es, por consiguiente, la acción de alguien que era libre: así también, un hombre paga a veces su deuda sólo por temor a la cárcel, y sin embargo, como nadie le impedía abstenerse de hacerlo, semejante acción es la de un hombre en libertad. Generalmente todos los actos que los hombres realizan en los Estados, por temor a la ley, son actos cuyos agentes tenían libertad para dejar de hacerlos.
Libertad y necesidad son coherentes, como, por ejemplo, ocurre con el agua, que no sólo tiene libertad, sino necesidad de ir bajando por el canal. Lo mismo sucede en las acciones que voluntariamente realizan los hombres, las cuales, como proceden de su voluntad, proceden de la libertad, e incluso como cada acto de la voluntad humana y cada deseo e inclinación proceden de alguna causa, y ésta de otra, en una continua cadena (cuyo primer eslabón se halla en la mano de Dios, la primera de todas causas), proceden de la necesidad. Así que a quien pueda advertir la conexión de aquellas causas le resultará manifiesta la necesidad de todas las acciones voluntarias del hombre. Por consiguiente, Dios, que ve y dispone todas las cosas, ve también que la libertad del hombre, al hacer lo que quiere, va acompañada por la necesidad de hacer lo que Dios quiere, ni más ni menos. Porque aunque los hombres hacen muchas cosas que Dios no ordena ni es, por consiguiente, el autor de ellas, sin embargo, no pueden tener pasión ni apetito por ninguna cosa cuya causa no sea la voluntad de Dios. Y si esto no asegurara la necesidad de la voluntad humana y, por consiguiente, de todo lo que de la voluntad humana depende, la libertad del hombre sería una contradicción y un impedimento a la omnipotencia y libertad de Dios. Consideramos esto suficiente, a nuestro actual propósito, respecto de esa libertad natural que es la única que propiamente puede llamarse libertad.
Pero del mismo modo que los hombres, para alcanzar la paz y, con ella, la conservación de sí mismos, han creado un hombre artificial que podemos llamar Estado, así tenemos también que han hecho cadenas artificiales, llamadas leyes civiles, que ellos mismos, por pactos mutuos, han fijado fuertemente, en un extremo, a los labios de aquel hombre o asamblea a quien ellos han dado el poder soberano; y por el otro extremo, a sus propios oídos. Estos vínculos, débiles por su propia naturaleza, pueden, sin embargo, ser mantenidos, por el peligro aunque no por la dificultad de romperlos.
Sólo en relación con estos vínculos he de hablar ahora de la libertad de los súbditos. En efecto, si advertimos que no existe en el mundo Estado alguno en el cual se hayan establecido normas bastantes para la regulación de todas las acciones y palabras de los hombres, por ser cosa imposible, se sigue necesariamente que en todo género de acciones, pretermitidas por las leyes, los hombres tienen la libertad de hacer lo que su propia razón les sugiera para mayor provecho de sí mismos. Si tomamos la libertad en su verdadero sentido, como libertad corporal, es decir: como libertad de cadenas y prisión, sería muy absurdo que los hombres clamaran, como lo hacen, por la libertad de que tan evidentemente disfrutan. Si consideramos, además, la libertad como exención de las leyes, no es menos absurdo que los hombres demanden como lo hacen, esta libertad, en virtud de la cual todos los demás hombres pueden ser señores de sus vidas. Y por absurdo que sea, esto es lo que demandan, ignorando que las leyes no tienen poder para protegerlos si no existe una espada en las manos de un hombre o de varios para hacer que esas leyes se cumplan. La libertad de un súbdito radica, por tanto, solamente, en aquellas cosas que en la regulación de sus acciones ha pretermitido el soberano: por ejemplo, la libertad de comprar y vender y de hacer, entre sí, contratos de otro género, de escoger su propia residencia, su propio alimento, su propio género de vida, e instruir a sus niños como crea conveniente, etcétera.
No obstante, ello no significa que con esta libertad haya quedado abolido y limitado el soberano poder de vida y muerte. En efecto, hemos manifestado ya que nada puede hacer un representante soberano a un súbdito, con cualquier pretexto, que pueda propiamente ser llamado injusticia o injuria. La causa de ello radica en que cada súbdito es autor de cada uno de los actos del soberano, así que nunca necesita derecho a una cosa, de otro modo que como él mismo es súbdito de Dios y está, por ello, obligado a observar las leyes de naturaleza. Por consiguiente, es posible, y con frecuencia ocurre en los Estados, que un súbdito pueda ser condenado a muerte por mandato del poder soberano, y sin embargo, éste no haga nada malo. Tal ocurrió cuando Jefté fue la causa de que su hija fuera sacrificada. En este caso y en otros análogos quien vive así tiene libertad para realizar la acción en virtud de la cual es, sin embargo, conducido, sin injuria, a la muerte. Y lo mismo ocurre también con un príncipe soberano que lleva a la muerte a un súbdito inocente. Porque aunque la acción sea contra la ley de naturaleza, por ser contraria a la equidad, como ocurrió con el asesinato de Uriah por David, ello no constituyó una injuria para Uriah, sino para Dios. No para Uriah, porque el derecho de hacer aquello que le agradaba había sido conferido a David por Uriah mismo. Sino a Dios, porque David era súbdito de Dios, y toda iniquidad está prohibida por la ley de naturaleza. David mismo confirmó de modo evidente esta distinción cuando se arrepintió del hecho diciendo: Solamente contra ti he pecado. Del mismo modo, cuando el pueblo de Atenas desterró al más potente de su Estado por diez años, pensaba que no cometía injusticia, y todavía más: nunca se preguntó qué crimen había cometido, sino qué daño podría hacer; sin embargo, ordenaron el destierro de aquellos a quienes no conocían; y cada ciudadano al llevar su concha al mercado, después de haber inscrito en ella el nombre de aquel a quien deseaba desterrar, sin acusarlo, unas veces desterró a un Arístides, por su reputación de justicia, y otras a un ridículo bufón, como Hipérbolo, para burlarse de él. Y nadie puede decir que el pueblo soberano de Atenas carecía del derecho a desterrarlos, o que a un ateniense le faltaba la libertad para burlarse o para ser justo.
La libertad, de la cual se hace mención tan frecuente y honrosa en las historias y en la filosofía de los antiguos griegos y romanos, y en los escritos y discursos de quienes de ellos han recibido toda su educación en materia de política, no es la libertad de los hombres particulares, sino la libertad del Estado, que coincide con la que cada hombre tendría si no existieran leyes civiles ni Estado, en absoluto. Los efectos de ella son, también, los mismos. Porque así como entre hombres que no reconozcan un señor existe perpetua guerra de cada uno contra su vecino; y no hay herencia que transmitir al hijo, o que esperar del padre; ni propiedad de bienes o tierras; ni seguridad, sino una libertad plena y absoluta en cada hombre en particular, así en los Estados y repúblicas que no dependen una de otra, cada una de estas instituciones (y no cada hombre) tiene una absoluta libertad de hacer lo que estime (es decir, lo que el hombre o asamblea que lo representa estime) más conducente a su beneficio. Con ello viven en condición de guerra perpetua, y en los preliminares de la batalla, con las fronteras en armas, y los cañones enfilados contra los vecinos circundantes. Atenienses y romanos eran libres, es decir, Estados libres: no en el sentido de que cada hombre en particular tuviese libertad para oponerse a sus propios representantes, sino en el de que sus representantes tuvieran la libertad de resistir o invadir a otro pueblo. En las torres de la ciudad de Luca está inscrita, actualmente, en grandes caracteres, la palabra libertas; sin embargo, nadie puede inferir de ello que un hombre particular tenga más li...

Índice

  1. Portada
  2. De las causas, generación y definición de un Estado
  3. De los derechos de los soberanos por Institución
  4. De las diversas especies de gobierno por institución, y de la sucesión en el poder soberano
  5. Del dominio paternal y del despótico
  6. De la libertad de los súbditos