Areopagítica
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Areopagítica

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Areopagítica

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Animado por la constante molestia que le causaba el estricto control del Parlamento sobre la prensa y por la censura sobre su propia obra, Milton escribió este libro como un ejercicio de vigor prosístico que es hoy uno de los más antiguos y vigentes discursos en torno a la libertad de imprenta. Milton dedicó su alegato a la institución que, en el Reino Unido, sería la correspondiente del Areópago, el tribunal ateniense, para cuestionar las medidas de regulación y control oficiales de los medios. El poeta sufrió cárcel y estuvo cerca de ser ejecutado por sus actividades propagandísticas, pero expuso, en el siglo XVII, una polémica que sigue vigente.

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Información

Discurso acerca de la libertad de impresión, sin licencias, al Parlamento de Inglaterra

Los que a autoridades o legislaturas de la república dirigieren la voz, desde el alto tribunal del Parlamento, o bien, faltos de semejante acceso, en su privada condición escribieren lo por ellos augurado como ventajoso al bien público, andarán, supongo, como en tal asomo de no menguada empresa, algo más que alterados y en lo secreto de la mente inquietos: quienes dudando de cual hubiere de ser la consecuencia, quienes medrosos del giro que tomare la censura, algunos alentados por la esperanza, y otros en lo que les incumbiere decir buen restribados. Y yo acaso por cada una de estas propensiones, según el tema por que fuera avanzando, hubiera sido antaño diversamente movido; y acaso pudiera en estas primicias de mi discurso traslucirse ahora la que más me ladeara, de no acaecer que el mismo propósito de misiva de tal linaje y el pensamiento de a quienes se encamina, llevaran la fortaleza en mí guardada a su mayor arrojo, harto mejor hallado que sólo a un prefacio concomitante.
En tal encendimiento, que no he de declarar por lo menudo antes que me fuere requerido, permaneceré sin mancilla como rebasare la alegría y parabién que animan a cuantos desean e instan la libertad de su país, de la que todo este considerado discurso habrá de ser a modo de testimonio, si no de trofeo. Porque no nos es dado esperar una libertad en cuyo trecho no se produzca motivo de queja en la república, ni convendrá que haya humano que la repute acaecedera; mas en oír francamente las quejas, en considerarlas hondamente y remediarlas con diligencia se halla el extremo límite de la alcanzable libertad civil que buscan los avisados. De la cual cabe decir que si el propio sonido de lo que habré de pronunciar constituye prueba de que a ella arribamos (aun procedentes de tan descomedida desventaja como la tiranía y superstición hincada en nuestros principios antes de la virilidad de nuestra cobranza de Roma), ello ha de ser en primer lugar atribuido, como lo urge nuestra obligación, a la poderosa asistencia de Dios nuestro liberador, y luego a vuestra guía leal y nunca sojuzgada prudencia, Lores y Comunes de Inglaterra. Y no es en la estimación de Dios decrecimiento de Su gloria que las lenguas honren a varones justos y dignos magistrados: empeño que si ahora encentara yo, después de tan claro camino de vuestras encomiables hazañas, y tan larga obligación del reino entero a vuestras infatigables virtudes, con justicia fuera contado entre los más tardíos, y el más remiso, entre quienes os alaban.
Hay con todo tres exigencias principales, sin las que toda alabanza vale tan sólo por galanteo y adulación: primero que no se alabe más que lo sólidamente merecedor de encomio; segundo que se aduzcan sumas probabilidades de que tales dones asistan real y manifiestamente a las personas a quienes se atribuyen; y finalmente que quien alaba, declarando su efectiva persuasión en lo que del tal escribe, pueda demostrar que no dice lisonja. Obedecí hasta ahora a la penúltima, rescatando este empleo de quien saliera a menoscabar vuestros méritos con elogio trivial cuanto maligno; la última, relativa principalmente a mi propia absolución, esto es, privarme de adular a quienes ensalzara, había sido oportunamente reservada para que le hiciera el acatamiento de ahora.
Pues quien libremente magnifica lo noblemente puesto en obra, y no teme declarar con igual franquía lo que pudiera ser mejor logrado, a cabo lleva la mejor proeza de su fidelidad, por la cual su muy apegado afecto y su esperanza ponen cuidado en vuestros procederes. Su más descollada alabanza no es lisonja, y su más nudo consejo es una especie de alabanza. Porque aun si yo viniere a afirmar y a defender por alegato: que mejor lo pasaran la verdad, el saber y la república, si una de vuestras Órdenes promulgadas, que luego nombraré, quedara sin efecto, ello no dejará, por la misma ocasión, de redundar sobremanera en lucimiento de vuestro gobierno comedido y parejo, por cuanto este lance a las gentes particulares animará a pensar que más os complace el consejo de la ciudadanía, de lo que antaño a otros estadistas regalara verse adulados. Y advertirán los hombres qué diferencia separa la magnanimidad de un Parlamento terrenal, de aquella encelada altanería de prelados y consejeros de gabinete, no ha mucho usurpadores, cuando os vieren más blandamente sufrir, entre vuestros éxitos y victorias, recusaciones escritas contra una orden votada, que lo que otras cortes, sin ningún fruto digno de memoria, salvo la flaca ostentación de riqueza, soportaran el menor ademán de disgusto ante cualquier edicto precipitado.
Mas si en tal medida me precio de conseguir vuestro civil, benigno porte, al tratar de los términos precisos de vuestra orden promulgada, y eso para contradecirlos, bastará, si alguien me acusara de novedoso o insolente, que éste sepa, que en mi opinión, habéis de estimar que por tal modo harto mejor se imita la antigua y elegante humanidad de Grecia que el orgullo bárbaro de la pompa de hunos o noruegos. Y tomándolo de aquellas centurias, de tan acabadas letras y discernimiento, a quienes debemos no ser todavía góticos o jusolandeses, podría citar a quien desde su privada estancia aquel discurso escribiera a la asamblea ateniense para persuadirla de que mudara la forma de democracia a la sazón establecida. Y tal honor se pagaba en aquellas edades a quienes profesaban el estudio de la sabiduría y la elocuencia, y ello no sólo en su país, sino en tierra extraña, que urbes y señorías gozosamente les escuchaban, y con notable respeto, al manifestarse ellos públicamente en vena de admonición al Estado. Así Dión Pruseo, orador particular y no de aquella naturaleza, aconsejó a los rodios contra un decreto existente; y en otros ejemplos abundara, aquí de superfluo aderezo.
Pero si de la industria de una vida enteramente dedicada a empeños estudiosos, y de las dotes naturales que por dicha no hubieren menguado cincuenta y dos grados de latitud septentrional, tanto debiera derogarse que no se me contara por igual a ningunos de los que tuvieron aquel privilegio, bien consiguiera no ser tan rebajado cuanto vosotros sois superiores a la mayor copia de quienes tales consejos recibieron; y estad seguros, Lores y Comunes, que de la medida en que les excedáis no puede aparecer mayor testimonio que el de vuestro ánimo prudente, reconocido y sumiso a la voz de la razón, fuere el que fuere el sitio en que sonare, por ella dispuestos a revocar una ley cualquiera de vuestra iniciativa, como de otra cualquiera debida a vuestros predecesores.
Y supuesto que de tal suerte os halláreis en este ánimo, que os supiere a injuria no gozar de su crédito, no sé qué habría de impedirme ofrendaros una ocasión de oportuno ejemplo, en que a la vez mostrárais el amor de la verdad que soberanamente profesais, y la rectitud de vuestro juicio, no usado a la parcialidad consigo mismo; y ello mediante nuevo juicio de la Orden por vosotros dispuesta para la regulación de impresos: esto es, que ningún libro, folleto o periódico será estampado en lo sucesivo a menos que fuere de antemano aprobado y permitido por aquéllos, o uno de los tales, a tal fin designados. En cuanto a la parte que justamente preserva a cada cual su ejemplar, o provee para los menesterosos, nada me toca decir; sólo deseara que no sirviera eso de excusa para injuriar y perseguir a hombres honrados y laboriosos, en ninguno de ambos casos ofensores. Pero otra cláusula, la relativa a la necesaria licencia para los libros, que se nos antojaba con sus hermanas cuaresmal y matrimonial fenecida al extinguirse los prelados, será objeto de una homilía que acierte a exponeros, primero, quiénes fueron los inventores de ella, que ha de halagaros poco reconocer; luego, qué deberá pensarse en general de la lectura, sean cuales fueren los libros; y que la Orden mencionada en modo alguno procura la supresión de libros difamatorios, subversivos y escandalosos, con ser éste el objeto primordialmente considerado. Y, finalmente, que dicha Orden causará notable desaliento en la ciencia y paralización de la verdad, no sólo emperezando y mellando nuestras facultades en lo ya conocido, sino además desmochando y embarazando ulteriores descubrimientos que pudieran llevarse a cabo en sabiduría religiosa y civil.
No he de negar que sea del mayor momento en la Iglesia y la república fijar vigilante mirada en la conducta de los libros al igual que en la de los hombres; y por tanto confinarlos, encarcelarlos y administrarles la más severa justicia como malhechores. Porque los libros no son cosas absolutamente muertas, antes contienen una potencia de vida que los hace tan activos cuanto el espíritu a cuya progenie pertenecen, y lo que es más, conservan, como en redoma, la más pura extracción y eficacia de la inteligencia viviente que los engendrara. Sé yo que son tan vivaces y vigorosamente medradores como aquellos dientes fabulosos del dragón; y desparramados acá y acullá pueden hacer brotar gentes armadas. Y con todo, por otra parte, y como no se usare de cautela, matar un buen libro es casi matar a un hombre. Quien a un hombre mata quita la vida a una criatura racional, imagen de Dios; pero quien destruye un buen libro, mata la razón misma, mata la imagen de Dios, como si dijéramos por el ojo. Hartos hombres no pasan de carga para el suelo; pero un buen libro es la preciada vitalísima sangre de un espíritu magistral, adrede embalsamada y atesorada para un vivir más duradero que la vida. A decir verdad no hay cúmulo de años que una vida puedan retornar, en lo que tal vez no se pase de pérdida leve; y giros de centurias no recuperan a menudo una perdida verdad, de antiguo rechazada, por cuya falta naciones enteras vienen a parar en el sino más desastrado.
Deberíamos pues ir con tiento en la persecución que desatáremos contra las no perecidas labores de los hombres públicos, y en el esparcimiento de esa vida sazonada del hombre, que en libros se resguarda y almacena, pues vemos que en ello puede cometerse una especie de homicidio, a las veces un martirio, y generalizado el mal contra todo lo impreso, una verdadera matanza, en que la ejecución no se limita a la muerte de una vida elemental, antes vulnera la etérea quintaesencia, el aliento mismo de la razón: vulnera, esto es, más una inmortalidad que una vida. Pero atento a que no se me inculpe de introducir lo licencioso por oponerme a que se establezcan licencias, no niego ser el mal tan histórico, que esta su condición merezca servir para mostrarnos lo emprendido por antiguas repúblicas famosas contra este desorden, hasta el propio tiempo en que este proyecto licenciador salió a rastras de la Inquisición, fue asido por nuestros prelados y aferró a algunos de nuestros presbíteros.
En Atenas, donde libros e ingenios anduvieron más atareados que en otra parte alguna de Grecia, no hallo sino dos especies de escritos que el magistrado curara de someter a su consideración: los blasfemos o ateos y los difamatorios. Así los libros de Protágoras fueron por los jueces del Areópago condenados a quemazón, y él lanzado del territorio por una perorata en que empezaba confesando no saber “si existían dioses o no”. Y, en cuanto a la difamación, se convino que nadie sería por su nombre vejado, como acaeciera en la comedia antigua; por lo que cabe adivinar cómo censuraban la calumnia. Y este sistema fue bastante expedito, como Cicerón escribe, para sofocar los desesperados ingenios de otros ateos, y el trillado recurso infamatorio, como lo declararon los eventos. De otras sectas y opiniones, aunque a la lascivia propendieren y a la denegación de la providencia divina, jamás curaron.
Así pues no leemos que Epicuro, ni la escuela libertina de Cirene, ni lo que pregonara la inverecundia de los cínicos, anduviera jamás en comparecencia ante la ley. Ni quedó consignado que de los escritos de aquellos viejos autores de comedias se hiciera trizas, con resultar vedada su representación; y es comúnmente conocido que Platón recomendara la lectura de Aristófanes, entre todos el más relajado; y acaso pueda excusársele si el santo Crisós...

Índice

  1. Portada
  2. Prólogo
  3. Análisis de la Orden del Parlamento (14 de junio de 1643) contra la cual va enderezada la Areopagítica
  4. Discurso acerca de la libertad de impresión, sin licencias, al Parlamento de Inglaterra
  5. Notas