Obras reunidas
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Obras reunidas

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Información del libro

Leer a Rossi es disponerse a contemplar la realidad desde el ojo del lince: en sus narraciones y ensayos memoriosos, implacables, cosmopolitas a más no poder todo es sugerente, todo está despierto y cada hilo conduce a luz meridiana de una idea sorprendente. Al reunir su obra literaria en un solo volumen, se ponen sobre la mesa los trabajos de un autor de culto que, desde el acecho incansable de la página perfecta, ha sido la escuela de rigor y economía para las últimas letras mexicanas.

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Información

Año
2013
ISBN
9786071613127

MANUAL DEL DISTRAÍDO

ADVERTENCIA

Este libro reúne una serie de trabajos publicados entre 1973 y 1977. La mayoría fueron escritos para la sección “Manual del Distraído” que mensualmente aparecía en el antiguo Plural —el auténtico, el que dirigió Octavio Paz— y en Vuelta, la revista que continuó aquellos esfuerzos. Sólo tres vienen de otros sitios: de Diálogos, la Revista de la Universidad y La Vida Literaria. Los incluyo porque el “Manual del Distraído” nunca se castigó con limitaciones de género: el lector encontrará aquí ensayos más o menos canónicos y ensayos que se parecen más a una narración; y también descubrirá narraciones que incluyen elementos ensayísticos y narraciones cuyo único afán es contar una pequeña historia. Tampoco están ausentes las reflexiones brevísimas, las confesiones rápidas o los recuerdos. Un libro, en todo caso, cuya unidad es más estilística que temática, un libro que huye de los rigores didácticos pero no de la crítica, y que fervorosamente cree en los sustantivos, en los verbos y en los ritmos de las frases. Un libro —lector improbable— que expresa mi gusto por el juego, por la moral, por la amistad y, sobre todo, por la literatura. Léelo, si es posible, como yo lo escribí: sin planes, sin pretensiones cósmicas, con amor al detalle.
ALEJANDRO ROSSI

CONFIAR

PARA BOSWELL la doctrina de Berkeley era falsa, aunque imposible de refutar. El doctor Johnson, más inspirado, más impaciente que su biógrafo, le dio una fuerte patada a una piedra a la vez que exclamaba “¡Yo la refuto así!” La existencia de la materia o, en términos más generales, la del mundo externo —según ellos negada por Berkeley— no exigía demostraciones. Era suficiente un manotazo, un puntapié, la más trivial de nuestras acciones. En 1939, durante una conferencia famosa, G. E. Moore anunció que podría probar —en ese momento— la existencia de dos objetos materiales. Sostuvo que bastaba levantar sus manos, hacer un gesto con la derecha mientras decía “Aquí está una mano” y luego mover la izquierda agregando “Aquí está la otra”. El doctor Johnson y Boswell continuaron conversando acerca de otros asuntos. Moore, el filósofo, comenzó a explicar por qué la exhibición de sus manos garantizaba la realidad del Universo. Una conclusión esta cuya familiaridad no es un motivo para rechazar el análisis que la fundamenta: innumerables personas creen en la existencia de Dios y, sin embargo, no ha sobrevivido una sola prueba de ella. El cardenal Newman —hombre longevo, converso, y a quien Joyce consideró el mejor prosista de lengua inglesa— se asombra, en su Gramática del asentimiento, del número de creencias que en la vida diaria aceptamos como absolutamente ciertas no obstante que se basan sólo en premisas probables. Muchos de los ejemplos que nos propone el cardenal revelan una epistemología empirista clásica, y al igual que los escépticos antiguos —digamos Carnéades— admite la necesidad práctica de un conjunto de creencias cuya certeza no es demostrable. Pensamos y actuamos como si fuesen verdaderas: para vivir tenemos que asentir, de manera incondicional, a proposiciones meramente probables. Una de las tareas filosóficas es, entonces, analizar esta desproporción entre las exigencias cotidianas —absolutistas— y las conclusiones severas de una teoría del conocimiento en el fondo escéptica. La posibilidad contraria es intentar la justificación gnoseológica de algunas creencias a la vez comunes y básicas. El doctor Johnson rechazaría el primer proyecto por extravagante y el segundo por pleonástico.
Nuestros movimientos habituales implican, en efecto, determinadas convicciones. Contamos con la existencia del mundo externo cuando nos sentamos en una silla, cuando reposamos sobre un colchón, cuando bebemos un vaso de agua. Cualquier acto —salvo quizá una permanente autocaricia— supone la presencia de objetos, cuerpos y rostros. Afirmar la irrealidad del prójimo no pasa de ser una arrogancia o un hartazgo provocado por su insoportable cercanía. Soñarlo como un reflejo nuestro es una ilusión peligrosa y siempre efímera. Tal vez en algún momento nos pasmó la idea según la cual es imposible probar la existencia de los objetos no percibidos; pero es difícil, por ejemplo, que esa confusión modificara la costumbre de pensar que el árbol que nadie ve sigue estando allí. O que creyéramos, después de esa batalla filosófica, que el libro o el cuadro desaparecen cuando no los miramos. O que volteáramos constantemente la cabeza para apresar el instante en que el sillón regresa a su sitio. O que me preguntara —ya en pleno fanatismo— si estas tijeras sólo envejecen en mi compañía.
Confiamos, además, en que las cosas conservan sus propiedades. No nos sorprendemos de que el cuarto, a la mañana siguiente, mantenga las mismas dimensiones, que las paredes no se hayan caído, que el reloj retrase y el café sea amargo. Comprobar que la calle es idéntica produce una alegría mediocre. La contemplación del mundo como un milagro permanente es un estado pasajero o una vocación religiosa. Todos somos algo nerviosos, pero el terror de que se desplome el techo o se hunda el piso no es continuo; agradecemos la vida, aunque no todos los días y a todas las horas. La biología nos habla acerca de las mutaciones genéticas y, sin embargo, son pocas las personas que consideran un triunfo no haberse convertido, durante la noche, en un escarabajo o en una oruga. Gregor Samsa —nos repetimos una y otra vez— debe ser una excepción. Las especies no se mezclan. La rutina diaria cuenta también con la regularidad de los ciclos. Nos alarmaría un otoño al cabo de un invierno o un viejo que de pronto comenzara a recuperar la juventud, el pelo negro, la cara aún arrugada, un brazo musculoso y el otro apenas recubierto por una piel escamosa. Envejecer tal vez sea melancólico, pero tiene la ventaja de la familiaridad. Un amigo que después de veinte años mantuviera las mismas características físicas, como si el proceso se hubiese detenido, no causaría admiración sino espanto.
Creemos en nuestra singularidad, es decir, en que siempre será posible encontrar un rasgo, así sea insignificante, capaz de distinguir a dos hombres entre sí. La singularidad, por otra parte, la soportamos hasta ciertos límites. En términos generales, podríamos decir que es una vanidad y un orgullo mientras prolonga propiedades compartidas por la mayoría. Todos somos inteligentes, aunque yo quizá lo sea un poco más; la valentía no es excepcional, pero es agradable imaginar que me visita con mayor frecuencia. Recalcamos las diferencias que permiten las comparaciones. La singularidad total, por el contrario, asusta y aísla. Concebimos lo monstruoso o lo aberrante como aquello que escapa a la regla común. Una memoria prodigiosa es, sin duda, admirable: la capacidad de recordar —como aquel Ireneo Funes— la forma exacta de las aborrascadas crines de un potro entrevisto hace quince años es —para decir lo mínimo— inquietante. Nos excita encontrarnos con una persona que prevé alguna de nuestras acciones futuras; lo es menos escuchar el informe de lo que haremos cada día de la semana próxima y comprobar que, en efecto, el miércoles a las cuatro de la tarde cambiamos de lugar el cenicero, que el viernes, alrededor de las doce y quince, decidimos sacar el pañuelo del bolsillo y que el sábado, como se nos había dicho, nos asomamos a la ventana unos minutos después de haber hablado por teléfono. Pero el exceso de semejanza o similitud también es peligroso. Coincidir respecto de una determinada opinión es una experiencia normal; dar con alguien que tenga las mismas preferencias, cualquiera que sea el tema tratado, es mucho más raro. Para algunos la relación comienza ya a ser asfixiante. Si la semejanza se acentúa y se llega a una situación en la cual no sólo a los dos nos gusta el olor de la hierba mojada, el mismo soneto y, en particular, el noveno verso, no sólo el amarillo de ese cuadro o la textura de esta pared, o esos cuatro compases perdidos en una hora de música, sino que, por añadidura, cuando reímos el otro también ríe, cuando sudamos, él suda, cuando me duele la cabeza, él también se queja, cuando me lastimo siente la herida, la participación y el júbilo de la coincidencia ceden el paso al terror y al pánico. Quizá la pura réplica física, aunque desconcertante, sea preferible a ese retrato interior que arrasa con nuestra individualidad.
Nos han engañado y nos seguirán engañando. Sin embargo es imposible vivir creyendo que en cada ocasión se requiere un examen cuidadoso o una contraprueba. Cuando preguntamos cuál es la hora, no pensamos que nos están mintiendo. La eficacia, para no hablar de la cordura, aconseja creer que en verdad son las seis y cuarto. Sospechar del transeúnte que responde sin detenerse y sin siquiera mirarnos es una actitud que se apoya en una racionalidad lejana y abstracta. No darse por satisfecho y seguir averiguando difícilmente es una muestra de rigor o de espíritu científico. Una suspicacia continua frente a los horarios de trenes o aviones nos condena a la inmovilidad. Salvo circunstancias específicas conviene creer cuando nos aseguran que debemos voltear hacia la izquierda o que la farmacia se encuentra a tres cuadras. Compramos un libro y aunque desconocemos la editorial no juzgamos necesario revisar las doscientas setenta páginas para establecer si nos han dado gato por liebre, una novela o un reglamento en lugar del tratado.
Creer en el mundo externo, en la existencia del prójimo, en ciertas regularidades, creer que de algún modo somos únicos, confiar en determinadas informaciones, corresponde no tanto a una sabiduría adquirida o a un conjunto de conocimientos, sino más bien a lo que Santayana llamaba la fe animal, aquella que nos orienta sin demostraciones o razonamientos, aquella que, sin garantizarnos nada, nos separa de la demencia y nos restituye a la vida.

PUROS HUESOS

NO ENTRÉ a la Iglesia del Jesús, en Roma, con el propósito de suscitar recuerdos, o con la intención de conocer los orígenes de una historia que, en el fondo, siempre me fue ajena. Entré sin motivos claros y sin muchas esperanzas. Una curiosidad lejana, ni erudita, ni religiosa. Un deseo, tal vez, de comprobar que también allí las cosas eran iguales. Por eso no me sorprendieron los mármoles que recubren el piso y las paredes; me pareció natural encontrar limpieza y pulcritud, un ambiente lustroso como una sotana de lujo. Tuve, de inmediato, la seguridad de que sería fácil visitarla: los cuadros estarán en su sitio, funcionará la iluminación de las capillas laterales, no faltarán los cartelitos que anuncien los nombres de los pintores, el tema elegido y el año de la ejecución. Orden, distancia y silencio. Quizá alguna señora de rostro perfilado rezando un rosario rápido y ansioso. Me detuve en la mitad de la nave, sin saber qué hacer. Luego caminé hasta la capilla dedicada a san Ignacio y vi las cuatro columnas de lapislázuli. Pensé en los elementos que componen esta iglesia: tardo renacimiento, barroco y añadidos neoclásicos. Palabras elegantes que no reproducen esa atmósfera inconfundible que yo ya estaba respirando plenamente. El intento, aquí tan logrado, de domesticar lo que en otros fue una visión creadora, el robo deliberado de una temática arriesgada y feroz. Formas rebeldes que ahora expresan obediencia y miedo. Invenciones al servicio del poder, que quiere sumisión, no aventuras personales. El arte es una mera técnica suasoria. La contrarreforma. Un manoseo, un proceso de corrupción, una lobotomía, una violencia que sólo cesa cuando tenemos la seguridad de que tocamos cera, no carne, no piel, no pelos. Una iglesia cruel, sin moscas, sin frailes, sin sandalias, una iglesia controlada y estática, donde no reconocemos nada de lo que traemos. En uno de los altares, dentro de una jaula de oro empotrada en mármoles de colores, la mano reseca de san Francisco Xavier. Las falanges, casi negras, como si iniciaran el movimiento de bendecir. Me acerco y leo que la trajeron de Goa.
Salí a la calle, fumé un cigarro y decidí conocer las habitaciones donde vivió san Ignacio sus últimos años. Atravesé unos corredores encalados, subí unas escaleras y me encontré frente a uno de esos libros en que los visitantes dejan su firma, proclaman la nacionalidad y escriben algunas frases. Hojeé las páginas y me di cuenta de que la mayoría eran de lengua española. Antiguos alumnos de los colegios de Buenos Aires, Caracas, México. Un señor de Guadalajara aprovechó la oportunidad para recitar todos sus títulos, ex esto y ex el otro. Un español ocupó la página entera en una tediosa arenga acerca de la escasez de vocaciones, deseando, ordenando casi que aumentaran. Un grupo de Luxemburgo había trazado un dibujito alegre del principado. También encontré las firmas de tres miembros de una familia venezolana riquísima, una letra bobalicona que deletreaba el nombre para que no hubiera equívocos. Sentí el deseo de profanar el libro, garabatear una majadería o dejar allí una frase larga e incomprensible, el saludo de un idiota lleno de rabia. No me atreví, me dije que era una tontería inútil, pero en realidad operó ese elemento paranoico tan cuidadosamente alimentado durante aquellos años. El apartamento se compone de un corredor decorado con frescos en las paredes y en el techo. Tres habitaciones forman el núcleo central. Están bien conservadas y el color que predomina es un marrón rojizo. En el primer cuarto está la figura —tamaño natural— del santo. Hacía mucho tiempo que no veía una imagen de él y me sorprendió que fuera de baja estatura y tuviera una expresión tan anónima. Un curita terco y callado. En cambio la mascarilla que le hicieron al morir es, curiosamente, más viva. Una cara pequeña y redonda, con una nariz puntiaguda y los cachetes mal pintados de un rosado fuerte. Aquí el rostro es el de un campesino que hubiera muerto muy viejo. Un anciano simplón y algo borracho. Una carita de arte popular. La boca, sin embargo, produce horror: las comisuras de los labios están estiradas hacia atrás y no queda claro si vemos la sonrisa enorme de unos labios deformados por la edad o la mueca dolorosa de un hombre a quien, bajo tortura, lo obligan a sonreír. Como si estuvieran divirtiéndose con un viejo medio loco. Hay unas manchas que parecen de la viruela.
La capilla donde celebraba está al lado; la entrada a ella es la original, pero la puerta de madera está apoyada sobre la pared y recubierta por una especie de red metálica. En algún sitio hay un cartel que nos informa, sin énfasis, que ésa es la puerta que el santo abría todas las mañanas. Vi a un padre que limpiaba unos objetos. Le pregunté si podía pasar y descubrí que era español. Comenzó a darme algunos datos sin ningún interés, que yo oía a medias, cuidando únicamente de no ofenderlo con mi distracción. Cuando pude lo interrumpí: “¿De qué parte de España es usted, padre?” Yo creía que era madrileño. Mientras hablaba me vino a la memoria la voz de Ortega y Gasset, escuchada en un disco, hace años, en aquel departamento que tuvo José Gaos frente a la calle Melchor Ocampo. Esa voz gruesa y como dejada caer, arrastrada en los finales de las frases, y que en esa época me sorprendió por el tono tan de tertulia, tan de café. Un empleado canoso pontificando a las seis de la tarde ante sus víctimas de siempre. Me contestó que era de Pamplona, también él dejando rodar un poco las palabras. Era un cura descuidado, con esa sonrisa excesiva y apenada que tienen las personas de edad cuando llevan una dentadura postiza, que en este caso era de las baratas y, si no me equivoco, con las piezas un poco más grandes de lo debido. Los ojos pequeños, azules, muy móviles, uno de esos hombres a quienes les gusta estar entre niños. “¿Y tiene usted mucho tiempo en Italia?” “Desde hace cincuenta años.” “¡Qué barbaridad, padre! Pero ¿habrá vuelto alguna vez a España?” “No, no he vuelto nunca.” Lo dijo así, tranquilamente, sin darle la menor importancia. “Caramba, pero no se ha olvidado el castellano, padre.” “No, qué va, aquí vienen muchos visitantes de España, de Latinoamérica, lo hablo seguido.” Pasamos al último cuarto. Donde está la mascarilla. Me explicó que ésa era la original, que se habían hecho muchas copias, pero que la original era ésa. No sé por qué insistía tanto; quizá hubo una polémica que lo indignó. “Sí, ésta es la verdadera y en la iglesia está la tumba. ¿Ya la vio?” “Claro, padre.” Abrió las hojas de un mueble complicado, una especie de estante con muchos cajoncitos, y en cada uno se amontonaban unos huesos unidos entre sí por hilos blancos y rojos. Huesos mínimos, cremosos, igual que marfiles viejos. Empecé a sentirme mal. Porque veía sólo huesos, una realidad primitiva y demente que no podía borrar pensando en los misioneros, en libros, en colegios, en charlas más o menos sensatas. “Son reliquias que han traído de diversos sitios” —oí que me decía. Me indicó unas que eran de Pedro Claver. “Estuvo en Cartagena, en Colombia.” “Sí, así es, padre.” Enseguida me preguntó si en México había muchas vocaciones. No supe qué contestarle y me fui por la tangente. Le hablé de las reformas de los antiguos colegios. Sobre eso había leído algo. “Sí —contestó—, ahora lo están cambiando todo, y dentro de cinco años volverán a hacerlo; se habrán dado cuenta de que no sirvió de nada.” Se rió. “Donde parece que ha habido vocaciones es en Argentina.” “Sí, es posible, padre. Pero creo que en general no abundan, ¿no es cierto?” “¡Qué van a abundar! En Loyola hay apenas quince muchachos y aquí en Italia han tenido que cerrar varios seminarios.” “Yo, padre, estudié con los jesuitas.” Movió la cabeza. “Ésos eran otros tiempos. Entonces los jesuitas estaban bien. Lo que es ahora…”, e hizo un gesto en el aire. Pero siempre con bonhomía. Volví a la primera habitación y me hizo observar un pequeño balcón que daba sobre un patio. “Allí salía san Ignacio a contemplar el cielo; claro, en esa época el edificio de enfrente no existía.” No agregó nada más; me acerqué y en la pared había una placa que anunciaba: “Balcón donde san Ignacio contemplaba el cielo”. Luego descubrí una mesa en la que había unas estampas del fundador y de san Luis Gonzaga. Se me adelantó el padre, cogió unas cuantas y me las ofreció. Me preguntó si tenía hijos. “Qué bueno, qué bueno. Llévese éstas.” Le di las gracias e introduje de todas maneras unas monedas en la alcancía. Le estreché la mano y volví a mirar la réplica al natural de san Ignacio. “No sabía que era pequeño” —dije. “De estatura”, replicó él, muy rápido. Me fui con las tres estampitas. Ni las rompí, ni las tiré. No las veo nunca, pero allí están. No me sirven y, sin embargo, las recuerdo. Acepto la confusión.

LA PÁGINA PERFECTA

ESCRIBIR sobre la obra de Jorge Luis Borges es resignarse a ser el eco de algún comentarista escandinavo o el de un profesor norteamericano, tesonero, erudito, entusiasta; es resignarse, quizá, a redactar nuevamente la página ciento veinticuatro de una tesis doctoral cuyo autor a lo mejor la está defendiendo en este preciso momento. En la bibliografía preparada por Horacio Jorge Becco —que cubre los años 1923-1973—, la sección “Crítica y biografía” registra mil diez trabajos. Hay de todo: libros, monografías, reseñas críticas, ensayos oceánicos y exégesis minúsculas, recuerdos, retratos, desagravios, discursos, títulos que aspiran a la elegancia —Jorge Luis Borges ou la mort au bout du Labyrinthe, Masques, miroirs, mensonges et labyrinthe—, otros que sueñan con una carrera académica —Eine Betrachtung seiner Lyrik im Rahmen des Gesamtwerkes—, el que intenta la paradoja mínima —The Subject Doesn’t Object— y también el que logra la chabacanería completa: A Blind Writer with Insight. (Quien busque el horror, lo encontrará: Borges, pobre ciego balbuciente.) Sin que falte, claro está, el ineludible Genio y figura de J. L. B. Escribir sobre Borges es competir con un autor que nunca ha dejado de pensar sobre sí mismo, a lo largo de su obra y frente a las innumerables grabadoras que lo han rodeado. La bibliografía citada recoge, en efecto, entrevistas que sólo caben en un libro, conversaciones que exigen ciento cuarenta y cuatro páginas, charlas menos laboriosas, tal vez casuales —cinco, siete, diez cuartillas— y hasta un encuentro brevísimo cuyo título merece la transcripción: Mi nota triste (cinco minutos, cuarenta segundos con Jorge Luis Borges). Por mi parte carezco de ficheros, sólo poseo una memoria mediocre, sus libros, el hábito de leerlos y la inclinación a imitarlos. Renuncio a la erudición y me arriesgo al plagio. Paso, con la sensación de quien satisface un deseo, a ser una ficha más en la próxima edición de la bibliografía de Horacio J. Becco.
Supongo que a Borges no le interesa demasiado la inmortalidad literaria; no creo que se desvele imaginando cuántas páginas le dedicarán en las futuras historias de la literatura o la forma de la posible estatua. Acerca de la otra inmortalidad, la personal, hace ya tiempo sostuvo (“Funes el memorioso”) que “tal vez todos sabemos profundamente que somos inmortales”; casi ahora, el 21 de julio (La Nación, Buenos Aires), confesaba que veía esa prolongación como una amenaza. También recuerdo haber leído que la supervivencia le parecía inverosímil. No pretendo ordenar esas creencias —susceptibles de cambiar, en un instante, por una experiencia imprevista, un temor, una esperanza o un abandono. No quiero divagar sobre una intimidad que le pertenece. Mi propósito es hablar de otra supervivencia, no menos misteriosa, y que ha sido una preocupación constante de Borges. Pienso en lo que podríamos llamar el destino de la obra literaria.
En un ensayo de 1930 —”La supersticiosa ética del lector”— Borges señala que la página perfecta, “la página de la que ninguna palabra puede ser alterada sin daño, es la más precaria de todas. Los cambios del lenguaje borran los sentidos laterales y los matices; la página ‘perfecta’ es la que consta de esos delicados valores y la que con facilidad mayor se desgasta. Inversamente, la página que tiene vocación de inmortalidad puede atravesar el fuego de las erratas, de las versiones aproximativas, de las distraídas lecturas, de las incomprensiones, sin dejar el alma en la prueba”. En este párrafo conviven una observación técnica y una convicción. La primera nos dice que la historia y la evolución del lenguaje eliminan ciertas connotaciones, ciertas resonancias, las alusiones y los significados dependientes. El texto se transforma, así, en una trivialidad, una simpleza o bien en un objeto incomprensible. Aquí Borges caracteriza a la página perfecta como aquella que sólo se sustenta en valores verbales. Ignoro si también piensa que esos valores siempre excluyen a otros. Se sugiere, en todo caso, que la página perfecta es, en algún sentido, la página vacía, mero artificio lingüístico. No resiste al tiempo porque es sólo lenguaje: la destruye la desatención de un linotipista, los diferentes usos, el cambio, la vida misma por consiguiente. La convicción que anima esas líneas de Borges es que, en el fondo, se trata de un proyecto banal o, si se prefiere, de un cálculo equivocado. En un trabajo posterior sobre Quevedo leemos que éste
… no es inferior a nadie, pero no ha dado con un símbolo que se apodere de la imaginación de la gente. Homero tiene a Pr...

Índice

  1. Portada
  2. Índice
  3. Manual del distraído
  4. Un café con Gorrondona
  5. La fábula de las regione
  6. Cartas credenciales
  7. Notas