Obras VI. Psicología y teoría del conocimiento
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Obras VI. Psicología y teoría del conocimiento

Wilhelm Dilthey, Eugenio Ímaz

  1. 440 páginas
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Obras VI. Psicología y teoría del conocimiento

Wilhelm Dilthey, Eugenio Ímaz

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Para Wilhelm Dilthey, la filosofía es inseparable de la vivencia y la reflexión históricas. Las ciencias del espíritu son por ello una instancia crítica de la convivencia humana, es decir: instrumentos del conocimiento y medios donde se valoran y discuten las crisis. Enfrentado el positivismo (más el de Mill que el de Augusto Comte), Dilthey emprende la tarea de revisar toda una tradición del pensamiento filosófico que parte de Kant.

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Información

Año
2014
ISBN
9786071619501
SECCIÓN CUARTA

OJEADA SOBRE LA TEORÍA DE LA TÉCNICA POÉTICA QUE PUEDE LEVANTARSE SOBRE ESTE FUNDAMENTO PSICOLÓGICO

Validez universal y limitación histórica de la técnica poética

HEMOS analizado el proceso poético y hemos derivado los principios de validez universal que resultan de la naturaleza de este proceso. Su número es indeterminado. La expresión “principio”, que hemos escogido siguiendo a Fechner, puede ser reemplazada también por designaciones tales como “norma”, “regla” o “ley”, porque a la relación “legal” expresada por el principio se vincula la aparición de la impresión estética. Como el carácter de la psicología actual, en la medida que es demostrable, es el de recopilación empírica, descripción, comparación, enlace causal parcial, no se puede hablar todavía de una deducción de fórmulas exactamente definidas en un número limitado. Ocurre lo mismo en los dominios vecinos de las normas lógicas, éticas, jurídicas y pedagógicas, si bien las primeramente nombradas son más accesibles al conocimiento. Todavía es más difícil obtener estos principios o normas completos según el método de Fechner, mediante abstracción realizada sobre las obras de arte y sus impresiones. Pero si prescindimos del carácter incompleto en el establecimiento de estos principios, circunstancia condicionada por la situación actual de la psicología, tenemos la otra cuestión de si sobre estos principios se podría construir una técnica completa de la poesía que estableciera los elementos poéticos y las reglas de su composición y decidiera las cuestiones que interesan al poeta y al público. Caso de podernos decidir por la afirmativa, las tareas que planteamos al comienzo podrían contar ya con los principios para su solución o podrían esperarlos de una psicología futura.
La cuestión de que se trata es la más honda que podemos dirigir a la vida histórica en general. La pedagogía lo mismo que la ética, y la estética lo mismo que la lógica, buscan principios o normas que sean capaces de regular la vida en forma suficiente; pretenden derivarlos de los hechos que se extienden por la historia de la humanidad. Pero la diversidad y singularidad insondables de los fenómenos históricos se burla de todo intento de derivar tales reglas, con exclusión del dominio especial de la lógica, pues en éste el pensamiento se contempla a sí mismo y es para sí mismo transparente. Por otra parte, contamos con el resultado de que existen principios o normas universalmente válidos que se hallan en la base de toda creación y de toda impresión estética. Con esto está superado para nosotros el tipo de consideración de la escuela histórica, que sólo pretendía describir y excluía la vía intelectual mediante principios científicos. ¡Por fortuna!, pues la vida reclama imperiosamente ser guiada por el pensamiento y si semejante guía no puede obtenerse por vía metafísica trata de buscar otro punto de apoyo. Si no podemos encontrarlo en la anticuada poética sacada de los ejemplares de una época clásica, no nos queda otro remedio que iniciar la investigación en las profundidades de la naturaleza humana misma y en la conexión de la vida histórica. Y en este terreno es donde realmente se pueden encontrar semejantes normas universalmente válidas. De una manera transparente, con esa transparencia que inhiere a la naturaleza del proceso poético, deberemos describir en este caso con mayor claridad de lo que se ha podido hacer hasta ahora en cualquier otro dominio (con la natural excepción de la lógica) el proceso de la creación y derivar sus normas.
Así se confirma la significación extraordinaria de la poética y, en general, de la estética para el estudio de los fenómenos históricos. Se debe esto a que en ella las condiciones para una explicación causal son más favorables y por eso se pueden decidir las grandes cuestiones de principio. Pero el análisis realizado por nosotros nos permite dar un paso más. Se puede resolver hasta un determinado punto la cuestión de la relación entre la diversidad histórica de las obras poéticas y los principios universales, el problema de la historicidad y, al mismo tiempo, de la validez universal de la técnica poética.

I
LA CREACIÓN POÉTICA Y LA IMPRESIÓN ESTÉTICA

LA ESTÉTICA y, dentro de ella, la poética, puede ser construida desde un punto de vista doble. Lo bello se nos da como complacencia estética y como producción artística. La facultad de aquella complacencia la denominamos gusto y la de esta producción imaginación. Cuando la estética se construye partiendo del estudio de las impresiones estéticas, como lo intentan Fechner y la escuela de Herbart, parece que tiene que ser distinta que cuando parte del análisis de la creación, como en nuestro caso. Hasta ahora ha dominado la primera manera, más favorable a la consideración técnica. Al plantearnos nosotros el problema de una teoría técnica hay que resolver de antemano la relación entre estos dos puntos de partida de la misma.
Esta dualidad se da en todos los sistemas culturales porque se origina de la relación entre creación y apropiación en que transcurre toda vida histórica. Así se completan, recíprocamente, la invención lógica y la evidencia, el motivo moral y el juicio del espectador, los afanes íntimos de la persona en desarrollo y las exigencias de la sociedad por su formación, la producción y el consumo. Unos estéticos marchan de lo exterior a lo interior y deducen de la impresión estética la intención del artista al provocarla y, de aquí, el nacimiento de una técnica que le determina. Se parecen en esto a los moralistas que explican el nacimiento de la ley moral partiendo del juicio del espectador imparcial. Otros estéticos marchan de dentro a fuera; encuentran en la facultad creadora del hombre el origen de la regla y tienen que ver consecuentemente en la impresión estética el reflejo pálido de aquel proceso creador. ¿Cómo resolvemos este dilema?
La relación entre sentimiento e imagen, entre significado y manifestación no se presenta originariamente en el gusto del oyente ni tampoco en la fantasía del artista, sino en la vitalidad del ánimo, que exterioriza su contenido en ademanes y sonidos, que coloca el ímpetu de sus afanes en una figura amada o en la naturaleza, y que goza la potenciación de su existencia en las imágenes de las condiciones que la producen. En tales momentos la belleza se halla presente en la vida misma, la existencia se convierte en fiesta, la realidad en poesía; el gusto y la imaginación reciben los contenidos y relaciones elementales de esta realidad de lo bello en la vida humana. Las relaciones entre sentimiento e imagen, significado y manifestación, intimidad y exterioridad así establecidas producen, cuando son utilizadas en relaciones libres, la música en el dominio de las representaciones acústicas, en el dominio de las ópticas los arabescos, el adorno, la decoración y la arquitectura. Y cuando domina, por el contrario, la ley de la reproducción, surge en uno de los campos la poesía, en el otro las artes plásticas. La misma naturaleza humana da origen, según las mismas leyes, al arte creador y al gusto receptivo y hace que se correspondan. Es cierto que el proceso en el sujeto creador es mucho más poderoso que en el degustador y, además, guiado por la voluntad, pero, en atención a sus partes constitutivas, es predominantemente el mismo.
Nos basta en esta exposición con desarrollar y fundar más al detalle esta proposición dentro del dominio de la poesía.
El proceso en el cual acojo yo una tragedia o una obra épica representa un agregado duradero y extraordinariamente compuesto de todos los elementos estéticos que hemos señalado. Los sentimientos que aquí se entrelazan pertenecen a todos los círculos afectivos. Y este agregado de estados afectivos contiene siempre, junto a los sentimientos agradables, otros desagradables. Esto es necesario en todos los compuestos estéticos de gran amplitud. Porque una serie de puras impresiones placenteras aburre prontamente. Y como la poesía reproduce la vida, se produce un empobrecimiento acuoso de la misma si se excluye ese gran agente del movimiento vital y volitivo que es el dolor. Sin embargo, lo agradable tiene que predominar en este agregado, y el oyente o el lector tiene que pasar de la impresión dolorosa a una situación de equilibrio o a un estado placentero. Tiene que darse satisfacción a todas las energías de la rica naturaleza humana. Nuestros sentidos tienen que ser colmados con el contenido afectivo de las sensaciones así como con los estados de ánimo que surgen de su relación. Nuestros sentimientos superiores tienen que ensancharse poderosamente y desembocar en una armonía mediante la significación del objeto. Y nuestra capacidad mental debe estar ocupada y retenida gracias a la validez universal y a la necesidad del objeto y a las relaciones del mismo con toda la conexión adquirida de la vida psíquica y a la infinitud del horizonte, así surgido, que rodea al objeto significante. Entonces es cuando no se siente en la obra ninguna deficiencia. Frente a ella se ha hecho acallar toda indigencia. Los grandes artistas, los artistas clásicos, son los que producen esta sostenida satisfacción total de los hombres de épocas y pueblos diferentes. De otro modo, pronto echamos de menos el estímulo sensible, o el poder del sentimiento o la profundidad del pensamiento.
Sin embargo, la impresión de una obra poética, por muy complicada que sea, posee una estructura determinada que está condicionada por la naturaleza y los medios de la poesía. El poema surge porque una vivencia puja por expresarse en palabras, por lo tanto, en un curso temporal. Este proceso va acompañado de una fuerte impresión y provoca otra semejante en el oyente. En virtud de las palabras la fantasía del oyente reproduce la vivencia y es conmovido también, aunque más débilmente. Se produce, pues, en una materia de palabras, en un elemento, por decirlo así, etéreo y transparente, una totalidad intuitiva cuyas partes cooperan en una impresión; pero en ésta predomina lo placentero, y también lo doloroso es conducido, en el tiempo, hacia el equilibrio o hacia el aplacamiento, cosa que deseamos también en la vida misma. La composición de partes placenteras y desagradables se halla condicionada por la estructura del proceso en el creador; esto es lo originario. Por lo tanto, la impresión poética no es un agregado artificial de elementos placenteros sino que posee su forma necesaria.
Ni el proceso en el poeta ni en el oyente podríamos derivarlos de la incumbencia de reunir el mayor número posible de elementos placenteros. Cierto que en nuestra experiencia directa encontramos sólo procesos y la efectividad de un proceso sobre otro, pero no podemos negar la existencia de hechos de la vida psíquica que, por ahora, no se pueden explicar con esto. Existe en nosotros una necesidad de fuertes impresiones que potencien nuestras energías. Los hombres parecen insaciables por conocer estados internos de otros hombres o pueblos, por captar, reviviendo, otros caracteres, por compartir penas y alegrías, por escuchar relatos, actuales o pasados, o también aquellos que podrían haber sucedido. Este impulso interior es tan propio de los pueblos primitivos como del europeo actual. En él encuentran su base elemental tanto el trabajo del poeta, del historiador y del biógrafo, como el gozo de sus oyentes y lectores. Y como lo deficiente pende también de lo grande de nuestra naturaleza, hasta la boga funesta de la novelería descansa en eso. Así como en la parodia de Hauff el admirador de Clauren lee la descripción de un desayuno con champaña sentado frente a su pobre condumio, hay muchos también que enchilan la pobre sopa de su vida con las grandes emociones que, con poco gasto, se pueden comprar en las bibliotecas circulantes. Para naturalezas rudas lo espantoso se convierte en una fuente de placer, gracias a un rasgo odioso de la naturaleza humana que permite sentir doblemente la propia seguridad junto a la estufa ante los peligros y dolores de los demás. En todo esto tenemos algo irracional que no podemos eliminar de nuestro ser mediante razonamientos. No somos en modo alguno un aparato que trata de buscar con regularidad el placer y eliminar el dolor, que sopesa valores hedonísticos y conduce así sus impulsos volitivos hacia la suma de placer más elevado. Para un ser semejante la vida sería racional, un mero cálculo. Pero las cosas no son así. La irracionalidad del carácter humano la podemos ver en todo hombre heroico, en toda verdadera tragedia, en criminales sin cuento. La experiencia diaria nos enseña lo mismo; no tratamos de evitar el dolor sino que nos sumimos en él, cavilosos y misántropos; ponemos la dicha, la salud y la vida en aplacar sentimientos de antipatía, sin consideración al resultado placentero, movidos por impulsos oscuros. Y esta necesidad que siente la naturaleza humana por impresiones fuertes, aunque vayan mezcladas con fuertes dolores, y que no se puede reducir a un aparato para la obtención del máximo de placer, opera también en la composición de una fuerte impresión poética. En ésta la impresión dolorosa tiene que ser excedida por el ensanchamiento del alma que produce la grandeza del hombre que sufre y debe ser conducida a un estado final aplacador. Por eso en la tragedia el dolor y la muerte sirven únicamente para revelar la grandeza de alma.
Pero todo esto se alcanza porque con toda esta materia aérea y transparente de los sonidos y de las representaciones que se les enlazan se construye en la imaginación del espectador un nexo imaginativo. Por eso la gran regla del poeta consiste en poner en movimiento la imaginación en la dirección por él deseada. La conexión imaginativa que así se produzca debe ganar nuestra fe por su plasticidad. Pues sólo cuando creemos en su realidad la vive nuestra alma.
Esta impresión poética compuesta debe ser comparada ahora con la creación del poeta, tal como la hemos analizado. Así resulta la siguiente relación. El proceso primario es el crear. La poesía nació por el ansia de expresar una vivencia y no por la necesidad de hacer posible la impresión poética. Lo que se ha configurado partiendo del sentimiento excita de nuevo el sentimiento, y de la misma manera, aunque aminorada. Así tenemos que el proceso que tiene lugar en el poeta es afín al que tiene lugar en su oyente o lector. La unión de procesos psíquicos diversos en que se produjo una poesía es parecida, por sus elementos y su estructura, a la que provoca esa poesía en el oyente o lector. Quien pretenda juzgar un poema tiene que poseer, según Voltaire, un sentimiento fuerte y haber nacido con algunas chispas del fuego que ha animado al poeta cuyo crítico pretende ser. La misma composición de elementos imaginativos corresponde en uno y otro a la misma composición del sentimiento. En uno y otro la relación entre lo imaginativo plástico, lo general de carácter intelectual y su contenido impresionante determina la estructura en que se traban las diversas partes. Por eso las diferencias entre la creación y la recepción son imperceptibles. La creación poética es más complicada, sus elementos más poderosos, la participación de la voluntad más fuerte y ocupa mucho más tiempo si se le compara con el lector o el oyente de la obra acabada.
De aquí resulta el doble aspecto de la técnica poética. Actúa en ella un proceso formador incesante, indeliberado y, al mismo tiempo, el cálculo de la impresión, y de los medios para provocarla. Ambas cosas son conciliables en el poeta; porque la técnica intelectual que trata de provocar la impresión poética debe perseguir la misma metamorfosis de las imágenes que se produce por sí misma en la formación indeliberada y no consciente del todo; en ese trabajo puede calcular los efectos con mayor claridad y aguzarlos. Por eso encontramos en los poetas familiarizados con la escena, en los trágicos griegos, en Shakespeare o en Molière, que el entendimiento calculador se alía de modo inseparable con la creación indeliberada. De aquí resulta la ley técnica: la intención que calcula los medios para producir la impresión tiene que desaparecer tras la apariencia de una formación indeliberada y de una realidad libre. En los grandes dramaturgos como Shakespeare y Molière, la inteligencia artística se halla presente por doquier, pero oculta en lo posible, y en este maridaje perfecto de lo teatral y de lo poético reside la fuerza de sus efectos admirables sobre la escena. Por el contrario, Goethe buscaba para cada nuevo problema la forma correspondiente. En Italia, él mismo se reprochaba esto como un rasgo de diletantismo. Y tampoco ha podido elaborar de un modo puro y completo, a tono con su prodigiosa intención poética, las nuevas formas creadas por él, ni en el Fausto ni en el Meister. Con tanta mayor fuerza y pureza se presenta en él la fantasía poéticamente formadora. Schiller ha descrito con justeza esta manera de Goethe: “Su manera peculiar de alternar entre la reflexión y la producción es digna de admirarse y envidiarse. Ambos trabajos se separan en él por completo y esto hace posible que puedan ejecutarse ambos de modo tan puro. Ud. se halla realmente en la oscuridad mientras trabaja y la luz se encuentra sólo en Ud. y cuando empieza a reflexionar la luz interior sale de Ud. e ilumina los objetos, a ...

Índice

  1. PORTADA
  2. PRÓLOGO DEL TRADUCTOR
  3. LA IMAGINACIÓN DEL POETA (1887)
  4. SECCIÓN PRIMERA
  5. SECCIÓN SEGUNDA
  6. SECCIÓN TERCERA
  7. SECCIÓN CUARTA
  8. APÉNDICES
  9. SUPLEMENTO
  10. ÍNDICES
  11. ÍNDICE GENERAL