Metrópoli, espacio público y consumo
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Metrópoli, espacio público y consumo

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Metrópoli, espacio público y consumo

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En la actualidad, el espacio público se construye en torno a prácticas de consumo que los individuos articulan a partir de lo simbólico. Las metrópolis se han modificado alrededor de estos patrones, reconfigurando el espacio. En esta obra, los autores rescatan las tendencias y debates en torno a la transformación del espacio público y su relación con lo que consumimos; se trata de un estudio sobre la ciudad de México y su área Metropolitana en el que prevalece la mirada antropológica, el cual amplía la reflexión en torno a las formas de consumo individuales y grupales, haciendo de la ciudad su correlato. La metodología expuesta por Emilio Duhau y Angela Giglia en este trabajo, ofrece una guía para realizar trabajos rigurosos en temas urbanos.

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Información

Año
2012
ISBN
9786071641694
Categoría
Social Sciences
Categoría
Urban Sociology

Segunda Parte
El espacio público: conflicto
y orden urbano

III. Orden urbano
y conflictos por el espacio1

FORMAS DE PRODUCCIÓN DEL HÁBITAT Y ORDEN URBANO

En este texto, retomando la elaboración del capítulo I acerca de una posible tipificación de espacios urbanos en la metrópoli contemporánea, procederemos a su aplicación tentativa en la interpretación de los conflictos por el espacio característicos de distintos contextos urbanos. Las categorías y la tipificación de referencia están destinadas a servir de soporte a una metodología de investigación que recurre simultáneamente a técnicas de investigación cualitativa y cuantitativa y a estudios de caso organizados con la ambición de construir una visión a escala metropolitana de la problemática abordada. El conjunto de la argumentación y la ilustración de los conflictos por el espacio, característicos de distintos contextos urbanos, se apoyan en el concepto de orden urbano. Como ya lo mencionamos en el capítulo anterior, consideramos al orden urbano como el conjunto de normas y reglas, tanto formales (pertenecientes a algún nivel del orden jurídico) como convencionales, a las que los habitantes de la ciudad recurren, explícita o tácitamente, en el desarrollo de las prácticas relacionadas con los usos y las formas de apropiación de los espacios y bienes públicos o de uso colectivo que, más allá de la vivienda, son los elementos constitutivos de la ciudad.
El espacio urbano o, mejor dicho, los espacios urbanos en los que se estructuró el crecimiento de la Ciudad de México y se dieron los procesos de conurbación corresponden a diversos modelos urbanísticos, es decir, a diferentes formas de diseñar y organizar el espacio urbanizado, entre las cuales destacan las que se mencionan a continuación.
El urbanismo ibérico, formalizado en las Leyes de Indias, definió un tejido urbano organizado por medio de la traza en damero y una centralidad que giraba en torno del poder político y religioso. A él corresponden el Centro Histórico de la Ciudad de México y las trazas originales de villas coloniales como Coyoacán, Tlalpan y Azcapotzalco, entre otras.
El urbanismo moderno, entre cuyos ejemplos paradigmáticos destacan la reconstrucción hausmaniana de París y el ensanche de Barcelona,2 es un urbanismo que produce la ciudad a partir del espacio público y que organiza el tejido urbano mediante la jerarquización de las vías públicas, la relación entre el ancho de éstas y las características y la altura de las edificaciones, y cuyas centralidades se estructuran a través de corredores comerciales, parques y plazas. En el caso de la Ciudad de México, corresponde grosso modo a una parte significativa de las colonias localizadas en las cuatro delegaciones centrales del Distrito Federal.
El tercer modelo es el correspondiente al del poblado rural y a los núcleos que en la Ciudad de México han conservado la denominación de barrios o pueblos y que se originaron como asentamientos prehispánicos o como elementos exteriores a la traza colonial de las antiguas villas (por ejemplo, el barrio de La Conchita y el cuadrante de San Francisco y Los Reyes, en Coyoacán). Se trata de asentamientos en los cuales los espacios públicos relevantes normalmente se reducen a la iglesia y su atrio y a la calle donde se pone el mercado. Diseñados como agrupamientos de vivienda no destinados al desempeño de funciones urbanas ni a la representación de una idea de lo urbano, sino como una comunidad organizada en torno al culto, presentan una traza irregular y sus espacios de circulación se reducen por lo general a estrechos callejones.
Como se señaló en el capítulo I, con excepción de la incorporación de núcleos antiguos que resultaron conurbados, y que presentan la estructura del poblado rural tradicional3 o de la villa o unidad urbana autónoma, desde aproximadamente los años cincuenta hasta los ochenta del siglo pasado, el crecimiento del espacio habitado de la Ciudad de México procedió4 a través de tres grandes modalidades:
• los desarrollos suburbanos (fraccionamientos) que responden al modelo que podríamos llamar «clásico» del suburbio residencial, en tanto dependientes funcionalmente de la ciudad central;
• los conjuntos o unidades habitacionales de interés social, y
• las colonias populares.
Los desarrollos suburbanos, destinados fundamentalmente a las clases medias, y en unos pocos casos a la clase alta, pueden ser definidos como «clásicos» en el sentido de que se trata de desarrollos que surgen como una alternativa de acceso a la vivienda propia en un contexto calificado de modo positivo precisamente por ser suburbano y residencial, cuyo modelo inspirador es el suburbio estadunidense.5 El caso paradigmático, por ser el primero en el tiempo, es seguramente Ciudad Satélite en el municipio de Naucalpan.6 El urbanismo suburbano rompe con el moderno al producir la ciudad como un tejido residencial donde el espacio público constituye fundamentalmente un escenario de la vivienda, en la medida en que sus funciones se constriñen a la circulación y a la de entorno no perturbado por otras funciones y actividades urbanas no residenciales, las cuales, cuando están permitidas, son concentradas en áreas específicas.
La segunda modalidad, el conjunto o unidad habitacional, cuya difusión, aunque no sus primeros ejemplos, responde a la constitución de los fondos solidarios de vivienda en los años setenta, tiene una lógica de localización periférica comandada por el abatimiento de los costos con la adquisición de suelo barato y el empleo de economías de escala. En general, los conjuntos habitacionales de este tipo fueron diseñados como espacios autocontenidos claramente separados y diferenciados del tejido urbano adyacente.
La tercera modalidad, la de las colonias populares, corresponde a un modelo de ciudad enfocado en la vivienda familiar y los servicios básicos. Se trata de la llamada «urbanización popular», basada en la adquisición de lotes baratos destinados a vivienda unifamiliar autoconstruida y, en gran parte de los casos, en condiciones de irregularidad jurídica.7 Se trata de espacios urbanos cuya estructura responde a la búsqueda de un aprovechamiento máximo del suelo para la producción de lotes habitacionales. Obviamente, con el paso del tiempo se van incorporando otras actividades, lo que tiende a transformar a estos espacios en áreas donde coexisten el uso habitacional con el comercio y los servicios.

ORDEN URBANO Y CONFLICTOS POR EL ESPACIO

La ciudad producida por los diversos urbanismos a los que hemos hecho referencia implica diferentes formas de producción y organización del espacio urbano y, junto con ello, distintas modalidades de definición de la relación entre los espacios público y privado. Estas formas y modalidades constituyen desde nuestro punto de vista, un elemento condicionante del modo en que las prácticas sociales relacionadas con el uso de los espacios y artefactos urbanos cristalizan en cierto orden urbano. Vale la pena aclarar que hablar de «orden» urbano no significa adoptar una perspectiva formalista o legalista, sino simplemente partir del hecho de que todos, en cuanto citadinos, cuando utilizamos, transitamos o permanecemos en y por el conjunto de espacios y artefactos que conforman la ciudad (vialidades, banquetas, áreas abiertas de uso recreativo, locales de uso público, mobiliario urbano, semáforos, etc.), lo hacemos apoyados en conocimientos prácticos y aplicando normas y reglas sobre su utilidad, cómo se usan, cómo deben usarse y cuáles son los comportamientos que, en diferentes contextos y en relación con distintos espacios y artefactos, los demás esperan de nosotros y nosotros esperamos de los demás. Y también adoptamos creencias y puntos de vista con respecto a las actividades y los usos tanto del espacio público como del privado, que en diversos contextos son válidos (ya que están autorizados o cumplen con un reglamento) o no lo son, o simplemente son adecuados o no (aun cuando sean formalmente válidos) en términos prácticos o incluso morales o de estatus social.
Gran parte de las cuestiones implicadas en lo anterior han sido objeto en las ciudades contemporáneas de regulaciones formales. Por lo general, solemos tener un conocimiento explícito de algunas de tales regulaciones, por ejemplo, las que conciernen al tránsito vehicular, y en ese caso, cumplamos o no con las prescripciones, sabemos lo que en las circunstancias respectivas nos corresponde hacer.8 Pero el reglamento de tránsito y, sobre todo en ciertos contextos urbanos, las zonificaciones y reglamentos de usos del suelo que forman parte en México del «régimen jurídico de la planeación urbana» constituyen casos límite de formalización de las prácticas relacionadas con los usos de los espacios y artefactos urbanos. En relación con muchas otras cosas, aunque estén reglamentadas, simplemente adoptamos conductas que implican cierto habitus urbano, entendido como «sentido del juego» o «sentido práctico».9 Se trata de un conjunto de conocimientos y formas de hacer aprendidas de lo que los demás hacen (por ejemplo, estacionarse en doble fila) o de aplicar lo que en la infancia los adultos nos mostraron con su ejemplo o nos señalaron explícitamente como lo correcto o adecuado («no tires el bote de refresco en la calle», «tienes que mirar si viene algún carro antes de cruzar la calle», «no empujes a la gente», «cédele el paso a las personas mayores»). Y desde luego, muchas de nuestras prácticas habituales, aceptadas por los demás e incluso por los funcionarios encargados de aplicar el reglamento del caso, pueden estar en franca oposición respecto de las reglas formalmente vigentes.
La dimensión formal del orden urbano remite a un conjunto de normas jurídicas de variada jerarquía, que pueden ser subdivididas en dos grandes grupos. El primero lo integran las que están orientadas a la regulación de la apropiación del suelo y sus usos y a la producción de la ciudad en cuanto conjunto de edificaciones, infraestructuras y espacios públicos (normas de planeación, de construcción, de infraestructura y de equipamiento, y derechos de propiedad). El segundo lo conforman las normas orientadas a la regulación de las prácticas urbanas u «orden reglamentario urbano». Este último es mucho más complejo de lo que uno tiende espontáneamente a imaginarse. Abarca, en una lista sin duda incompleta, aspectos tan variados como los reglamentos de tránsito y la regulación del transporte público; los usos, el equipamiento, el cuidado y la vigilancia de los parques, plazas y paseos; el mobiliario urbano; las obligaciones de los particulares con respecto a la limpieza y el cuidado de las aceras situadas frente a los inmuebles que habitan o que utilizan para diferentes fines; las actividades comerciales y de servicio que se desarrollan en la vía pública y el dónde, cómo y cuándo tales actividades podrán ser llevadas a cabo; las características de los anuncios publicitarios y comerciales visibles desde el exterior o situados en vías públicas; los horarios de funcionamiento, las características, los requisitos, la localización y las normas de funcionamiento de los locales públicos destinados al consumo de alimentos y bebidas, a la música, al baile y a los espectáculos, y hasta los comportamientos permitidos en la vía pública. Las normas y reglas convencionales que operan en la construcción de un orden urbano pueden traducirse en prácticas que se apegan al orden formal vigente o que pueden distanciarse considerablemente del mismo. En el caso de las ciudades suizas, por ejemplo, la minuciosidad de la reglamentación formal va de la mano con un apego estricto de los ciudadanos a dicho orden. Ciudadanos que en general, ante la constatación de la más mínima infracción, no vacilarán en denunciar a su vecino ante la autoridad, sin intentar previamente exhortar al implicado a que enmiende su falta.
En el caso de la Ciudad de México, la gestión del orden urbano parece estar marcada simultáneamente por:
• la aplicación de normas y reglas convencionales (casi siempre no escritas) que invalidan de modo rutinario las vigentes en el orden formal;
• el acomodo pragmático, y muchas veces resignado, entre los habitantes-usuarios con respecto a las pretensiones y expectativas en cuanto al uso de los espacios públicos, y
• la persistencia de conflictos que adquieren el carácter de conflictos endémicos.
Todo ello no sin consecuencias, puesto que constituye un componente sustantivo, aunque desde luego no el único, del deterioro de la calidad de vida y de la imagen ur...

Índice

  1. Portada
  2. Sumario
  3. Nota y agradecimientos
  4. Introducción
  5. Primera Parte. La metrópoli: de la modernidad a la realidad contemporánea
  6. Segunda Parte. El espacio público: conflicto y orden urbano
  7. Tercera Parte. El consumo: hacia una teoría socioespacial de las prácticas
  8. Conclusiones. Del orden de las prácticas a las prácticas de los microórdenes
  9. Bibliografía
  10. Índice general