La consumación de la Independencia
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La consumación de la Independencia

  1. 87 páginas
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La consumación de la Independencia

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Lorenzo de Zavala fue uno de los participantes más enigmáticos en la configuración del México independiente y una de las figuras más polémicas del siglo XIX mexicano. Defendió la independencia de México pero acabó como vicepresidente de la efímera República de Texas, renunciando a su nacionalidad.

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Información

Año
2018
ISBN
9786071655509
Categoría
History
Categoría
Mexican History

Entrada de Iturbide en México

El día 27 de septiembre de 1821, once años once días desde el grito dado en el pueblo de Dolores, entró en México el ejército trigarante en medio de las aclamaciones del pueblo y de una alegría general. Iturbide era el ídolo a quien se tributaban todos los homenajes, y los generales Guerrero y Bravo, nombres venerables por sus antiguos servicios, casi estaban olvidados en aquellos momentos de embriaguez universal. Se percibían algunas veces los gritos de viva el emperador Iturbide; pero este jefe tenía la destreza de hacer callar aquellas voces, que podían alarmar a los dos partidos que ya comenzaban a pronunciarse, y eran el de los republicanos y el de los borbonistas. Ya se habían despertado estos recelos cuando la entrada en la Puebla de los Ángeles, con motivo de los gritos del pueblo, que pedía por emperador al generalísimo del ejército nacional, y más que todo porque se sabía que el obispo D. Joaquín Pérez, a quien hemos visto tomar tantos colores, había aconsejado a Iturbide que se coronase. Es evidente que en aquellos momentos hubiera sido fácil la empresa, porque no se habían organizado los partidos que después hicieron la guerra a este caudillo desgraciado. Si desde el principio concibió el proyecto de hacerse emperador, cometió una falta muy grave en no haber preparado los medios, y en crear obstáculos a la realización de su empresa. Dentro de poco veremos a este hombre rodeado de embarazos que él mismo se formó, de manera que no pudo hacer ninguna cosa útil a su patria, ni menos satisfacer su ambición, que no podía ocultar a pesar de las fingidas demostraciones de desprendimiento, que servían más para descubrir que para ocultar sus intenciones. Iturbide se parecía a aquellos herederos de grandes caudales, que no conociendo el valor de sus riquezas las desperdician. Muy poco había costado a este jefe el triunfo sobre los enemigos de su patria y la conquista de la opinión pública que anteriormente le era enteramente contraria, y creyó que podía disponer de ella como se usa de un capital para compras y ventas. Su superioridad facticia le causó una ilusión funesta; porque pensaba que ninguno se atrevería a disputarle ni la primacía, ni sus derechos al reconocimiento público. Olvidaba tantos héroes desgraciados que le habían precedido, y su mayor desgracia y desacierto fue proponerse por modelo al hombre extraordinario que acababa de desaparecer en Santa Elena. ¡Cuántos hombres se han perdido por estas ridículas pretensiones!
Ocupada la capital, se trató inmediatamente de organizar un gobierno provisional mientras se reunía el congreso, conforme a la convocatoria que debía formar una junta nombrada por Iturbide, encargada interinamente del poder legislativo. Se nombró una regencia, compuesta del mismo Iturbide, como presidente, del señor D. Manuel de la Bárcena, del obispo de Puebla D. Joaquín Pérez, D. Manuel Velázquez de León, y D. Isidro Yáñez. Este cuerpo debía ejercer el poder ejecutivo, y se procedió al nombramiento de una asamblea, compuesta de cuarenta miembros, que como he dicho, debía ejercer el poder legislativo, mientras el congreso se reunía. En esta asamblea entraron personas que no podían sufrir que Iturbide se atribuyese la gloria y quisiese recoger los frutos de la empresa conseguida. Fuesen celos, fuese un deseo desinteresado de oponerse a la usurpación de un poder arbitrario, o ya un convencimiento de que convenía una dinastía extranjera; fuese, en fin (como sucedía sin duda en algunos), un entusiasmo ciego, pero sincero por la libertad, Iturbide encontró enemigos poderosos en varios miembros de la junta llamada soberana. D. José María Fagoaga, personaje conocido por sus padecimientos, por su adhesión a la constitución española, por sus riquezas y buena moral; D. Francisco Sánchez de Tagle, igualmente estimado por sus luces y otras cualidades; D. Hipólito Odoardo, D. Juan Orbegozo; estos individuos se pusieron desde luego en el partido de la oposición y formaron una masa en que se estrellaban todos los proyectos de Iturbide.
Oigamos al mismo jefe explicarse sobre este particular.
Yo entré en México [dice en sus memorias] el 27 de septiembre. En el mismo día fue instalada la junta de gobierno de que se habla en el plan de Iguala, y tratado de Córdoba. Yo mismo la nombré; pero no de una manera arbitraria, porque procuré reunir en esta asamblea los hombres de cada partido que gozasen de la más alta reputación. En circunstancias tan extraordinarias, éste era el solo medio a que podía recurrir para satisfacer la opinión pública.
Mis medidas hasta entonces habían obtenido la aprobación general, y no se habían frustrado mis esperanzas en ningún caso. Pero luego que la junta entró en el ejercicio de sus funciones, alteró los poderes que le habían sido acordados, y pocos días después de su instalación, ya yo preví cuál sería probablemente el resultado de todos mis sacrificios. Desde este momento temblé por la suerte de mis conciudadanos. Tenía en mi mano tomar de nuevo el poder, y me preguntaba a mí mismo por qué no lo hacía, si semejante medida era necesaria a la salvación de mi patria. Consideré, sin embargo, que por mi parte sería temerario tentar esta empresa por mi solo juicio. Por otra parte, si consultase a otras personas, podía traspirarse el proyecto, y en este caso, intenciones que no habían tenido otro origen que mi amor por la patria, y el deseo de asegurar su felicidad, se hubieran quizá atribuido a miras ambiciosas, e interpretado como violación de mis promesas. Lo cierto es, que aun cuando yo hubiese conseguido hacer todo lo que me proponía, me hubiera extraviado del plan de Iguala, cuya religiosa observancia me había propuesto, porque lo miraba como el escudo del bien público. Ved aquí los verdaderos y principales motivos, que juntos a otros de menor importancia, me impidieron tomar ninguna medida decisiva. Si lo hubiese hecho, habría chocado con los sentimientos favoritos de las naciones civilizadas, y hubiera venido a ser, al menos por algún tiempo, un objeto de execración para los hombres infatuados de ideas quiméricas, y que nunca habían sabido, o habían olvidado muy pronto que la república más celosa de su libertad había tenido sus dictadores. Puedo añadir, que siempre he procurado manifestarme consecuente a mis principios, y que habiendo ofrecido establecer una junta, había cumplido mi promesa; y que me repugnaba destruir mi misma obra.
Aunque oscuro y embarazado en el estilo, se ve en este rasgo la situación en que se hallaba este jefe a los pocos días de su entrada triunfante en México, y al mismo tiempo se descubre una parte de su carácter y de sus intenciones.
El generalísimo creó un ministerio compuesto de las personas menos a propósito para conducirlo, ni menos para sostenerlo. D. José Pérez Maldonado, anciano octogenario, sin otro género de conocimientos que los de oficina subalterna en un ramo de alcabalas, era ministro de la hacienda; D. Antonio Medina, marino honrado y con algunos conocimientos en este ramo, fue nombrado secretario de la guerra; en justicia estaba D. José Domínguez, uno de aquellos hombres cuyo único mérito es plegarse a todas las circunstancias. En el ministerio de relaciones interiores y exteriores se colocó a un eclesiástico de quien es necesario hablar con mas extensión, por la influencia que ha tenido en la caída de Iturbide, y posteriormente del general Guerrero. D. José Manuel de Herrera fue hecho prisionero por los insurgentes en la primera revolución, y tomó el partido de éstos. Algunos estudios de colegio, un talento claro y una lentitud o frialdad muy notable en sus maneras, trato y resoluciones, han contribuido a darle reputación de hombre ilustrado. En 1813 fue diputado del congreso de Chilpancingo, y posteriormente enviado por el gobierno de los insurgentes a los Estados Unidos del Norte, con el objeto de entablar relaciones, y proporcionar recursos para hacer la guerra. El señor Herrera se quedó en Nueva Orleans, en donde es claro que nada podía hacer de importancia por la causa que representaba. Regresó a su patria sin haber dado ningún paso, y tuvo la suerte que los demás en aquella época, que fue la de indultarse. Iturbide le llamó a su lado poco después del grito de Iguala, y desde entonces tuvo una influencia muy notable sobre este jefe desgraciado. Herrera es un hombre, de quien no se puede hacer una descripción positiva: es necesario para darle a conocer, sin que se ofenda la verdad, definirle negativamente, por decirlo así: no tiene conocimientos en ningún género, no tiene actividad para ninguna empresa, ni capacidad para decisiones atrevidas, ni mucho menos para resoluciones que pueden tener grandes resultados. Si tuviese una fibra fuerte, yo diría que su sistema era el fatalismo; pero si prácticamente sigue esta doctrina, es más por abandono y pereza, que por haber fundado su conducta sobre algún principio. De consiguiente, no se sabe si tiene buenas o malas intenciones; si el mal que ha hecho a su patria y a las personas que han tenido la desgracia de dejarse dirigir por él, ha sido efecto de miras tortuosas, o más bien de una absoluta carencia de acción y de toda energía, que en tiempos de convulsiones es el mayor mal que puede acontecer a un gobierno. Éste era el ministro de relaciones interiores y exteriores de la regencia. D. Agustín de Iturbide la gobernaba casi enteramente, mucho más después de la muerte de O’Donojú, que aconteció pocos días después.
Los individuos de la oposición de que he hablado, formaron un partido que adquirió mayor fuerza con el establecimiento de logias masónicas, que bajo el título de rito escocés se establecieron por ellos o sus adictos. Se filiaron en estas asambleas secretas una porción de gentes que esperaban por ellas llegar a ser diputados o empleados de cualquier género: los empleados existentes se filiaron también para conservar sus destinos. Por medio de estas sociedades se circulaban las opiniones de los grandes directores. Los republicanos, que temían por parte de Iturbide el peligro más próximo de ver establecida la monarquía, se alistaron en las filas de los borbonistas, cuyos planes tenían el grande obstáculo de la oposición de las cortes de España, y el no consentimiento de la familia llamada. Los republicanos eran los que con más exactitud discurrían: conocían la rapidez con que se propagaban los principios de igualdad, y de consiguiente sus esfuerzos debían dirigirse a evitar que entrase la monarquía de Iturbide, que estaba a la puerta. Se agregaron a e...

Índice

  1. Portada
  2. Entrada de Iturbide en México
  3. Intrigas de los españoles
  4. Principia Iturbide a descubrir sus proyectos ulteriores