I. LAS TRES REVOLUCIONES
1. ENCUADRAMOS el siglo entre los años de 1815 y 1918, términos de dos grandes guerras. Este periodo corresponde a la actualidad de la historia. La fisonomía que hoy muestra la humanidad data de las postrimerías del setecientos. Aunque se llame época moderna a la que arranca más o menos de la caída de Constantinopla (1453), la verdadera modernidad de los pueblos —salvo para unos cuantos privilegiados de la inteligencia o de la fortuna— procede de las tres grandes revoluciones acontecidas a fines del XVIII: la revolución intelectual, la revolución industrial y la revolución social o Revolución francesa.
El Antiguo Régimen vivía ayuno de educación liberal y de enseñanza científica, al punto que las grandes transformaciones espirituales, propias tempestades de superficie, no habían conmovido hasta el fondo los océanos humanos. Se dirá que hoy pasa lo mismo, y es verdad en sustancia. Las evoluciones de la cultura se trazan por las cumbres, no por los valles, que sería un espectáculo muy distinto y poco edificante. Absurdo pretender que entre los contemporáneos del genio todos hayan sido Descartes o Newton. Pero falso figurarse que, en igualdad de condiciones, o mejor en condiciones equivalentes, la gente de entonces tuviera sobre ellos aun la vaga y mitológica imagen que la gente de hoy tiene sobre Bergson o Einstein. Es una cuestión de matices, pero también —y esto es importante— de posibilidad, de licitud y de acceso a la cultura. En el orden de la cultura, en efecto, los pueblos no habían podido absorber las nociones seculares conquistadas a lo largo de los descubrimientos geográficos, del paso del feudalismo a la monarquía, del Renacimiento, de la Reforma, de la Enciclopedia, etcétera.
El Antiguo Régimen vivía, en lo material, reducido a los medios de transporte más primitivos, no siempre mejores que los romanos; a la industria doméstica de muy corto alcance; a la fabricación manual, de modestos resultados —aunque valgan hoy por la rareza—; a la arquitectura atrasada e inconfortable; a la ignorancia más espantosa de la higiene. Un humilde funcionario goza hoy de comodidad y aseo no soñados por el Rey Sol.
Las guerras religiosas y las persecuciones de los siglos XVI al XVIII parecen corresponder a épocas muy anteriores. Son una culminación de la Edad Media en sus fases más penumbrosas. Estos siglos sólo son modernos por la corteza. Hablar de siglos es hablar de masas, de pueblos, no de individuos selectos. El espíritu prospera hasta en la escasez; pero la difusión de ciertas nociones y prácticas que constituyen la actual civilización necesita de ciertas ventajas físicas sólo aseguradas hace un par de centurias. Podrá nuestra civilización valer poco o valer menos que otras. El caso es que sólo se ha diseminado por nuestras sociedades de modo suficiente en los últimos 200 años. Lo suficiente para imprimir su sello al mundo.
2. Antes del XIX, cuanto a política y gobierno, se vive bajo monarquías absolutas. El antiguo magnate ha pasado a ser cortesano. La luterana Prusia o la católica Francia aceptaban por igual al rey de derecho divino. Sólo se descubren dos excepciones: a la vanguardia, Inglaterra había ligado ya al dios humano entre responsabilidades parlamentarias; a la retaguardia, Alemania continuaba aún la pesadilla feudal.
Cuanto a creencias, las distintas religiones de Estado —que, desde luego, ejercían mando único en materia de educación— vivían en constante alerta y celosa guardia de su independencia particular, pero cerradas a la libertad de pensamiento o a la tolerancia de las demás. Y en vez de la máxima católica: “Un mundo, una Iglesia”, parecían proclamarse: “Tantas Iglesias como Estados”. Al mismo tiempo, los no-conformistas o libre-pensadores, que así se llamaban, no tenían patria e iban a la cárcel o a la hoguera. Si el sistema de gobierno había evolucionado de la multiplicidad feudal a la unidad monárquica, en cambio el imperio universal de la Iglesia se había desmoronado en un verdadero feudalismo religioso.
Cuanto al sistema económico, rey, obispo y señor pesaban con peso acumulado sobre el labriego, siervo del terruño y bestia de arar él también; y en las ciudades, los gremios de artesanos vivían sometidos a una fatalidad de oficio. Todo ello, feudalismo, Edad Media. Bien se ha dicho que Carlomagno, Julio César, Pisístrato o Hammurabi no hubieran sentido extrañeza en la sociedad económica de un Luis XIV, un Federico el Grande, un Jorge III.
Sólo el comercio, a partir de los ensanches geográficos, venía disfrutando de una respiración cada vez más internacional, y robusteciendo los músculos de la clase media, ese futuro campeón. Pero su último desenvolvimiento esperaba la hora de las revoluciones modernas.
3. La revolución intelectual fue obra de los filósofos. Más que pensadores sistemáticos, escolásticos, abstractores de ideas, son por lo general, y sobre todo en el caso de Francia, que llevaba la voz, filósofos sociales, meditadores independientes. Voltaire ataca a la Iglesia, muralla de las tradiciones. Montesquieu y Rousseau minan los fundamentos del Estado de derecho divino. Quesnay, Turgot, Adam Smith, convierten la economía política en ciencia humana, arrebatándola al arbitrio de los gobiernos. Kant investiga las bases de la ética independiente. Lessing y Goethe abren a las nuevas auras las ventanas de la poesía y las artes. Lavoisier pone los cimientos de la verdadera química. Lamarck —mientras aparece la figura dominante de Darwin— ilumina la senda futura de la biología. El pletórico Diderot hace de universal pregonero.
Las letras se desentienden ya de salones y mecenas. Buscan auditorios más vastos, reclutados entre la nueva burguesía, que empieza ya a saborear los ocios cultos. Las facilidades de la imprenta, las reformas de la enseñanza, las libertades del estudio, inician, en efecto, la era de “la gran lectura”.
Aparece, por cambio de influencias entre la oferta del autor y la demanda del público, una pléyade en transición, los prerrománticos. El movimiento, cunado en Escocia y en Suiza, gana ciudadanía general. Los prerrománticos son tan diferentes que acaso no se reconocen entre sí. Tienen de común cierto temblor sentimental, ese desequilibrio interior que anuncia el afán de continuar la jornada, esa melancolía o exasperación de inadaptados. Junto a la literatura oficial y recibida (ya en trance de muerte), junto a la rigidez de armadura —o de manequí— del mal llamado “clasicismo”, ellos ejercen la temerosa fascinación del cuerpo desnudo: medítese en Rousseau.
Y en ese suelo propicio, prende y cunde el Romanticismo, con sus ensoñaciones y su falsa pero fecunda representación del pasado, que aun a la historia ha de ser útil. Poesía, historia literaria, libre ensayo, sátira, periodismo, o nacen o asumen otro timbre, otro acento. Y al fin se cumple aquella ley según la cual toda literatura tiene que acabar en la novela.
4. La revolución industrial, hija del maquinismo, comienza con los progresos de hilados y tejidos en Inglaterra, madura con el vapor, culmina con la electricidad; transforma, al volcarse por toda Europa, los cuadros sociales. Sus nuevos perfiles son la división del trabajo, el aumento de la producción, el nacimiento de ciudades fabriles, la creación de las dos clases —patronos capitalistas y trabajadores asalariados—, las uniones de obreros, la aceptación creciente de la labor femenina e infantil, la acelerada expansión del comercio, el prodigioso desarrollo de las comunicaciones. Antes, “Las hilanderas” de Velázquez; ahora, una planta del Liverpool moderno. Tales son los términos de esta rauda evolución.
La política resiente el efecto de estas mudanzas. Y la relación entre las ganancias del capital y las ganancias del trabajo es el fondo de todas las futuras luchas sociales. Pronto aparecerá el socialismo. Predica la propiedad común, política o de la Polis, para todos los medios de producción. Su tendencia internacional representará una fuerza pacifista hasta el año de 1914.
“Las cuatro hadas del siglo XIX” han sido el vapor, la electricidad, el maquinismo y la química. La marmita, el motor de explosión y el barco de vapor, el ferrocarril, el telégrafo, el alumbrado, la fotografía y 100 inventos más no son solamente unos juguetes. Bien está que afecten despreciarlos algunos modernos ascetas que, sin saberlo en el mejor caso, cuentan con ellos todos los minutos del día y de la noche, todos los días del año y todos los años de su “residencia en la Tierra”. Pero a tales instrumentos debemos, en suma, el dominio de la naturaleza, que un espectador de Sirio, recorriendo nuestro panorama histórico, llamaría acertadamente la magia, insignia de la civilización de Occidente.
No es exagerado decir que la revolución industrial afecta a la familia humana hasta en sus últimas estructuras biológicas y en sus relaciones nerviosas; a la vez, comunica al hombre el sentimiento de ser un morador de todo el planeta. La era que hemos llamado actualidad de la historia es la era prometeica por excelencia. El problema para nuestra especie depende ahora del equilibrio o desequilibrio entre la aptitud moral, difícil de acrecer, y la capacidad material en desenfrenado desarrollo.
5. La “gloriosa revolución” inglesa de 1689 sólo trajo un cambio dinástico y estableció el mecanismo parlamentario. La misma clase, la aristocracia rural, continuó en el gobierno. Y la ropa limpia quedó en casa. La revolución norteamericana de 1776 fue sobre todo un hecho político particular, aunque sería ingrato para los hispanoamericanos negar su ejemplar trascendencia. Produjo la autonomía de una nación, echó a correr el pelotón de las antiguas Trece Colonias, sustituyó el mando de la corona británica por la lealtad a la Constitución de los Estados Unidos. Pero sólo la Revolución francesa trajo una reconstrucción social para el mundo.
Las ideas caminan con los hombres, y a veces en sentido contrario. Nunca sabe uno lo que crea, lo que halla. Colón, en busca de la India, encuentra las Indias. Los ejércitos napoleónicos, lanzados a fundar un imperio, esparcen las simientes revolucionarias, que caían por entre las gavillas de bayonetas de sus carros de guerra. Francia, en lucha contra Europa, determina el alumbramiento de la Europa moderna.
La herencia de la Revolución francesa es difícil de apreciar hoy por hoy, ingratitud habitual para el aire que se respira. La Revolución francesa dignifica y justifica la acción característica de la mente occidental: la iniciativa, la intervención para acelerar y madurar el proceso histórico, la esperanza de que la historia sea creación de la voluntad y no determinismo ciego. Ella, de esta suerte, estimula los sueños del mejoramiento humano, y aun recoge el principio católico del libre albedrío, propuesto para la opción del bien. Democracia, nacionalidad, progreso —engañoso pero benéfico espejismo—, primer victoria del trabajo —aunque turbia de explotaciones burguesas y capitalismo de arribada—, libertad de pensamiento y de expresión, derechos de la persona humana, ápice de la sociedad: tales son los principales rasgos de esta figura trascendente.
Entendámonos: no se trata de una adoración pueril para la Revolución francesa. Ya sabemos que ella trajo consigo muchos males, muchos horrores; que algunas de sus verdades han caducado, achaque de todo lo histórico. Ya sabemos que tampoco descubrió necesariamente ni propuso por primera vez muchos de los bienes que nos ha legado. Es un grosero error figurarse que el género humano esperaba el 1789 para apreciar el encanto de la libertad y sentir el asco de la tiranía. Acaso la monarquía hereditaria encuentra en nuestros días menos objeciones que en otros siglos. La Europa medieval cuenta las monarquías electivas y hasta repúblicas en igual número al menos que las monarquías hereditarias. El pasado de Rusia es republicano, y hace 700 años, florecían, en la tierra de la autocracia, las instituciones libres y los regímenes de partidos. Casi en todas partes de Europa, los pueblos de ayer han ofrecido cierta resistencia a la monarquía hereditaria, o sólo la han dejado establecerse muy lentamente; a veces por sorpresa, a veces —dinastía capetiana— como recompensa por los servicios prestados. Sólo el siglo XIX ha visto crearse monarquías de la noche a la mañana y enraizar sin dificultad.
Todo esto es cierto y prueba la complejidad de la historia, pero no perturba la trayectoria principal, que más que a las estructuras institucionales atiende al proceso de las libertades democráticas, en que hubo, sí, un interés nuevo y una singular insistencia. Todo esto, además, prueba nuevamente que el hombre olvida, y vuelve a inventar viejos inventos. Pero en modo alguno niega la función histórica que, en su momento, vino a desempeñar la Revolución francesa. No era un invento por patentar. No era un hallazgo de erudición, al que se puede tachar por ya conocido parcial o totalmente. Fue un hecho social necesario, útil, trascendente como ninguno. Un puñetazo puede ser salvador, aunque no sea el primero que registran los anales del pugilato. El que abre una ventana para evitar la asfixia ni inventa el abrir ni la ventana, pero evita la muerte y comienza una vida nueva. Incipit vita nova.
México, agosto de 1945