Daniel Cosío Villegas Imprenta y vida pública
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Daniel Cosío Villegas Imprenta y vida pública

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Daniel Cosío Villegas Imprenta y vida pública

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Selección de textos de los principales trabajos políticos, editoriales, periodísticos e históricos del intelectual mexicano que marcó la historia cultural de nuestro país y dirigi{o el Fondo de Cultura Económica en sus primeros años.

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I. LA INDUSTRIA EDITORIAL Y LA CULTURA

EN MÉXICO se han hecho libros desde hace largos años, de hecho, a partir de 1535, fecha en que se trajo aquí la primera imprenta; pero de escasos diez o doce años data el hacerlos en una escala industrial. Entiendo por esto último imprimir libros con regularidad, con frecuencia y en cantidad; fijarles un precio de acuerdo con su costo y la situación del mercado; distribuirlos y venderlos comercialmente, con amplitud, e invertir en todo ello un capital que pretende obtener utilidades, como todo capital que se invierte en cualquier negocio. La primera empresa (pues éste es su nombre justo) de este tipo aparece en México en 1933.
¿Cuál era, entonces, la situación de México en materia de libros antes de ese año? Creo que se puede trazar un cuadro general dentro del cual cabe la historia de casi cualquier actividad industrial o de producción de nuestro país. España, como metrópoli, se reservaba en principio el derecho de suministrar a las colonias los productos industriales, e imponía a éstas la obligación de proporcionarle metales y algunas materias primas; pero la debilidad económica de España era ya tan manifiesta al término mismo de la Conquista, y, además, los productos industriales de toda esa época eran tan primitivos y se fabricaban en una escala tan limitada, que estas dos circunstancias, más el completo aislamiento en que México vivía, por fuerza impuso la necesidad de una producción autóctona, lo mismo de textiles que de libros. Y puede decirse que la producción de éstos llegó a ser cuantitativa y cualitativamente admirable: se calcula, en efecto, que en la era colonial llegaron a imprimirse en México más de 30 000 libros, de cuya belleza tipográfica todavía hoy nos hacemos lenguas.
Para México no cambió de manera radical el aislamiento en que había vivido durante la Colonia al conquistar su independencia, si bien es verdad que el comerciante inglés había hecho incursiones aun antes de que ésta se consumara, y todavía más ya lograda. No sólo el comerciante, en rigor, sino el industrial: las primeras fábricas de textiles iniciadas por Antuñano en 1834 no tienen ya un aire autóctono, sino inglés, universal; pero, en esencia, subsiste el aislamiento hasta el tercer cuarto del siglo XIX.
Esos setenta y cinco años primeros del siglo pasado en que México, como nación ya libre, podía acudir al mundo para beber en las fuentes occidentales de la filosofía, de la ciencia y de la técnica, pero durante los cuales estaba suficientemente aislado para hacer suya la inspiración que buscaba de fuera, resultaron ser años mucho más fecundos de lo que se cree comúnmente, y esto a pesar del innegable caos en que se desenvolvía la existencia nacional. No sólo continuó en ellos la tradición gráfica del país, sino que autores y editores realizaron hazañas que no han sido superadas: culminaron quizás en 1853-1856, en el único diccionario enciclopédico que se ha hecho hasta ahora en el país, el de Historia y Geografía, al cual contribuyeron nombres tan ilustres como los de Orozco y Berra, Lucas Alamán, Miguel Lerdo de Tejada, Guillermo Prieto, José Fernando Ramírez, Joaquín García Icazbalceta, José Bernardo Couto, etcétera.
Con la construcción de los ferrocarriles, con las grandes inversiones de capitales extranjeros y el tono también europeizante que sin duda pretendió dar al país el Porfiriato, el extranjero queda demasiado cerca de nosotros, parecía alcanzarse con un solo estirar la mano. Ningún libro de texto de enseñanza superior, propiamente universitario, se hacía entonces en México: de entre los del bachillerato, sólo los de historia y geografía nacionales eran impresos aquí, y apenas por excepción algún otro lo era, digamos, la Lógica de Parra. Y desde luego, en las escuelas profesionales, en las de derecho y de medicina especialmente, los textos no sólo no se imprimían en México, sino que eran casi sin excepción de autores extranjeros.
Más tarde, al salir de la fase violenta, propiamente de lucha, de la Revolución, los libros de un mercado seguro, sobre todo los de texto en las escuelas primarias, vuelven a imprimirse íntegramente en México; a ellos siguen algunos de escuelas secundarias, del bachillerato y aun de las escuelas profesionales; los libros de carácter no escolar eran impresos por los autores para obsequio entre sus amigos y para vender, cuando más, en dos o tres de las principales librerías de la ciudad de México; en fin, las grandes instituciones culturales de la Nación, la Universidad, la Secretaría de Educación Pública y las sociedades científicas, imprimían libros sin ánimo de lucro en la medida de sus recursos y al compás de las vicisitudes propias de cada una de esas instituciones y de las del país en general. Pero la gran masa de los libros que en México se leían eran de origen extranjero: venían de Francia y de España sobre todo, pero también de Inglaterra, de Alemania y de Estados Unidos.
Otra vez una nueva era de aislamiento, los años de la primera guerra, produjo un brote de actividad editorial, el que quizás deba considerarse como el verdadero precursor de la industria editorial mexicana de hoy: la Editorial Cultura inicia en 1916 su Colección Cultura, la revista México Moderno y la impresión y difusión más organizada de obras de Antonio Caso, López Velarde, González Martínez, Granados, Acevedo, etc. En fin, la última era de aislamiento, primero de España con su guerra civil, después del resto del mundo con la segunda Guerra Mundial, da ocasión a otro florecimiento editorial, esta vez ya en una escala industrial moderna, de manera que el libro mexicano se convierte por la primera vez en libro universal, en libro que circula, que se exhibe y se vende no sólo en la vasta región del mundo de habla española, sino en Italia, en Francia, en Inglaterra, en Estados Unidos.
Alguna vez se hará la historia del libro de México, no desde el punto de vista bibliográfico, sino de su producción. Y entonces se verá que no es distinta en esencia de la historia de cualquiera otra industria, digamos la del hierro.
¿Qué conclusión podríamos sacar de lo que llevamos dicho hasta ahora? La más general es que los países como México llegan muy tarde a todo, y que una vez iniciada la marcha, avanzan con una lentitud desesperante; pero con tanta justicia podría concluirse que más lento sería y será el progreso si desdeñamos los avances logrados, si no los alentamos y si carecemos de la disposición de perseverar.
Y nada ayudará a fijar responsabilidades, a saber qué puede apetecer el editor y qué puede otorgársele, como conocer y apreciar los obstáculos principales dentro de los cuales se desenvuelve la industria editorial en México o en países de recursos semejantes, que para el caso da lo mismo.

EL LIBRO COMO MERCANCÍA

El libro es una mercancía bastante singular y por varios conceptos. En primer lugar, puede dañar y puede beneficiar, cosa que no ocurre con muchas otras mercancías (los zapatos, por ejemplo, pueden, ciertamente, dañar; pero con dificultad podría hablarse de que benefician). Esa característica produce, a su vez, una serie de consecuencias bien curiosas: desde luego, el libro atrae mucho la atención pública —más, muchísimo más que los zapatos o las baterías de cocina—, y provoca siempre, o casi siempre, comentarios apasionados, es decir, enfáticos, desmedidos y rara vez justos. Luego —y esto es más singular todavía—, el libro se asocia a la nacionalidad del país que lo produce en un grado extraordinario y difícil de explicar: en Perú, en Costa Rica o en Chile, se habla con una reiteración sorprendente del libro mexicano, del libro español, del libro argentino, y esto refiriéndose no sólo al libro escrito por autores mexicanos, españoles o argentinos, sino a todo libro hecho en cada uno de esos países. Quiere esto decir que el libro daña o beneficia también al país donde se produce, y sin que éste tenga nada que ver en la producción de ese libro. Por otra parte, así ocurre con cualquiera otra manifestación de la cultura: la música, el cine, la pintura o el periodismo.
La característica más importante del libro como mercancía, sin embargo, es la de que satisface una necesidad que para la inmensa mayoría de los hombres es la menos apremiante de todas las necesidades imaginables. Esto quiere decir que la industria editorial está expuesta, como quizás ninguna otra, a los movimientos cíclicos de auge o bonanza y de crisis o depresión. Cuando se inicia un auge económico y mientras alcanza su plenitud, el libro sigue siendo la mercancía cuya compra se deja para el final, para cuando todas las demás necesidades estén satisfechas. En cambio, si principia a sentirse, o simplemente se vislumbra o se presiente un cambio importante en la situación económica general en el sentido de la depresión, la primera mercancía que sufre en sus ventas es el libro, pues el presupuesto del individuo o de la familia principia por ajustarse sacrificando los gastos menos necesarios o apremiantes: y rara vez se da el caso de que una persona no pueda aplazar, y aplazar hasta la muerte, la compra de un libro, aunque sea un devocionario. De las dos únicas fallas a esta regla que descubre un análisis elemental y que comprueba la experiencia de cualquier crisis, una es la del nuevo rico que logra inopinadamente una fortuna en el cuarto creciente del auge: principia por comprar trajes y otras prendas personales hasta descubrir que los armarios no pueden ya contenerlos, sigue por adquirir uno o dos automóviles de los más llamativos y ruidosos, continúa por comprar un terreno y hacerse una casa desmesurada, y concluye por pensar que en ese palacio no sobraría una biblioteca, y ordena, como el Juan Gallardo de Sangre y arena, la compra de algunos metros cúbicos de libros. Y la otra excepción, la que funciona a la inversa, es la del vicioso de los libros, como puede serlo otro del cigarrillo o de las drogas: ese hombre seguirá adquiriendo todos los libros posibles aun después de que se ha abatido sobre el país, sobre su clase, sobre su profesión y sobre él mismo y su familia la más terrible crisis económica.

EL MERCADO PARA NUESTROS LIBROS

Y puesto que estamos hablando con tanto desenfado de que el libro es una mercancía, el libro tendrá un mercado; éste es, en efecto, otro punto que conviene estudiar, pues de la riqueza de ese mercado, de su amplitud, de su estabilidad, dependerá en definitiva toda posibilidad de que una industria editorial pueda nacer, subsistir y prosperar.
Comencemos por hacer la observación de que ningún país de habla española —España misma, Argentina, México o Chile, para citar los cuatro que tienen ya una actividad editorial de cierta consideración— es un mercado lo suficientemente amplio y rico para mantener por sí solo no ya una industria editorial (lo que supone varias firmas que trabajan en ese campo), pero ni siquiera una empresa editorial importante: los editores argentinos actuales calculan que Argentina consume en general del veinticinco al treinta por ciento de los tirajes que hacen habitualmente de sus libros (esta regla no rige, por supuesto, para las obras que pueden tener un interés especialísimo en Argentina, digamos El santo de la espada, biografía de San Martín, por Ricardo Rojas); los editores mexicanos hacemos un cálculo muy semejante: México representaría el veinticinco por ciento del consumo de nuestros libros, Argentina el treinta y otro cuarenta por ciento correspondería a los diecisiete países restantes de la América Hispánica; para los editores españoles el mercado interior de España quizás llegue a representar un cuarenta por ciento de la venta de sus libros, y el resto correspondería a los países todos de la América Hispánica.
Casi sobra decir que esta situación contrasta de un modo tajante con la de países más avanzados, en los cuales la industria editorial tiene mayor arraigo que entre nosotros: Alemania, Inglaterra, Estados Unidos, Francia y Rusia representan mercados internos que agotan prácticamente todos los libros producidos en cada uno de ellos, a tal grado que los mercados de exportación, en los casos extremos, no han significado para los editores de esos países más del diez o del quince por ciento de su consumo total. Y si los franceses y alemanes antes, y ahora los norteamericanos, ponen un esfuerzo desmedido en conquistar y predominar en los mercados exteriores, se debe mucho más al deseo de prestigio y de influencia que al lucro mismo que pueden derivar de sus ventas en el exterior. En todo caso, y limitándonos a la situación nuestra, lo que conviene hacer notar es que todos los países de habla española constituyen un solo mercado, el mercado mínimo necesario para que subsista una industria editorial y hasta una empresa editorial de alguna magnitud.
Desde el punto de vista de los meros números, quizás este mercado no sea del todo malo, pues a una población de algo más de cien millones de habitantes contenida en el área de los países de habla española, corresponderían los cuarenta y seis millones de la Alemania de preguerra, los casi cuarenta millones de Francia, los cuarenta y ocho de Inglaterra y los ciento cuarenta millones de habitantes de Estados Unidos. Pero claro que los meros números tienen una significación bien escasa en la estimación final que pueda hacerse del mercado de libros de lengua española.
Principiemos, entonces, por señalar los mayores inconvenientes que ofrece para la industria editorial de México su mercado natural, el que componen todos los países de habla española. El primero es que no tiene ni la cohesión ni la continuidad que suelen tener los mercados nacionales, digamos el de Estados Unidos, que se cita con frecuencia como el mejor de toda la era moderna. En efecto, se trata de un mercado compuesto por veinte países con legislaciones distintas, con usos y costumbres diversos y, por añadidura, tremendamente mal comunicados. Desde el punto de vista de las comunicaciones —como desde tantos otros—, los países latinoamericanos no han superado todavía su antiguo carácter de colonias. En efecto, no hay uno solo de ellos que tenga comunicaciones propias con los demás, y todas las que existen se hacen a través de rutas y medios de transporte extranjeros. Así, los libros que se despachan desde México para todos los países latinoamericanos, van primero a Nueva York para ser transportados desde allí en barcos norteamericanos (y antes de la guerra en ingleses), lo mismo a Brasil, Uruguay y Argentina, en la costa atlántica, que a Colombia, Ecuador, Perú o Chile, en la costa del Pacífico. Y no ha sido excepcional la vez en que libros despachados a Venezuela llegan a Caracas siguiendo esta ruta un poco tortuosa: México, Nueva York, Buenos Aires, y de regreso hacia el Norte, Puerto España, en la Isla de Trinidad, y de allí a Maracaibo y Caracas. La situación no es distinta siquiera para los países más próximos a México, los de la América Central y el Caribe: con excepción de la comunicación entre Veracruz y La Habana directa, pero siempre en barcos norteamericanos, los demás países están servidos por comunicaciones que no parten de puertos mexicanos sino de Estados Unidos.
El parcelamiento del mercado de libros que forman los países de habla española no sólo se manifiesta en el hecho de ser muchos estos países, de estar mal comunicados y ofrecer en sus aduanas un obstáculo más, sino en otros de una importancia más inmediata para la buena presentación y fácil venta del libro. Examinemos, por ejemplo, el problema de la publicidad. Se acepta, en general, que en el mundo moderno es más fácil vender con el apoyo de ella que sin él; pero, ¿qué publicidad puede hacerse en Buenos Aires desde México, salvando una distancia de 12 500 kilómetros? ¿Cómo saber las tarifas de publicidad de El Comercio de Lima, enviar textos de anuncios desde México y seguir sus resultados? Estados Unidos, en realidad el único país que opera en una escala internacional en nuestra América, se ha visto obligado en materia de publicidad a abrir en las capitales de nuestros principales países sucursales que manejen la publicidad de los productos norteamericanos de gran venta, desde la Coca-Cola hasta el automóvil más lujoso.
Pero quizás el inconveniente mayor que ofrece este mercado en que debemos operar los editores de habla española es su pobreza, pobreza que debe ser juzgada en los dos aspectos más trágicos para un editor: por una parte, la simplemente económica; por otra, la espiritual. Es evidente que si el campesino mexicano obtiene como jornal medio o ingreso personal, en su explotación ejidal, la suma de un peso o un peso y medio por día, no puede esperarse que ese campesino sea comprador de libros, como no lo es en realidad de ninguna otra cosa que no sean los alimentos más necesarios y la más parca de las vestimentas. También es natural que México no sea un gran mercado de libros si sólo la tercera parte de la población mexicana sabe leer. Y casi sobra decir que esta situación de pobreza económica y espiritual de México es la que priva en la gran mayoría de los países de habla española, con excepciones en cuanto a la gravedad, pero no en cuanto a que el nivel de riqueza o de cultura de ellos pueda compararse con el de países de una civilización más hecha. Ni quiere decir tampoco esto que no haya habido en todos nuestros países progresos que distan mucho de habernos acercado bastante a la meta final que todos ambicionamos, pero que, dada la situación anterior, son progresos muy señalados y a veces francamente increíbles. Si en Argentina, como en Chile y en México, no existió una verdadera industria editorial hasta hace unos diez o doce años, no es exclusivamente, como se ha asegurado con tanta reiteración, por el solo hecho de que la guerra civil española de 1936 nos dio la oportunidad de lanzarnos a imprimir libros industrialmente sin una competencia española que, se asegura, nos hubiera aplastado de no haber sufrido España el colapso que sufrió a consecuencia de esa guerra. Mucho más importante fue que para esas fechas principiaban a recogerse los frutos de la acción educativa más vieja y pausada en Chile y Argentina, o la más reciente pero vigorosa de México, en donde es evidente que ha habido una elevación en el nivel de vida material y espiritual de grandes grupos humanos en los últimos veinte años. Pero esto último no quiere decir, por supuesto, que no quede muchísimo por hacer todavía, y que la situación actual no cree al editor que trabaja industrialmente una atmósfera de desaliento, cuando no de desolación.

LA LIBRERÍA Y SU SIGNIFICACIÓN

El editor suele medir esa pobreza material y espiritual de nuestros países contando el número de librerías que hay en cada uno. Aun cuando no la única, es una buena medida, pues no puede caber duda de que la librería es el vehículo natural para la venta de libros. Sólo que aquí, como en tantas otras cosas, los números son escasos e incierta su significaci...

Índice

  1. Portada
  2. Prólogo: Imprenta y vida pública
  3. I. La industria editorial y la cultura
  4. II. España contra América en la industria editorial
  5. III. La Biblioteca Nacional
  6. IV. La prensa y la libertad responsable en México
  7. V. El intelectual mexicano y la política
  8. VI. Justificación de la tirada
  9. VII. Sobre la libertad de prensa
  10. VII. De cómo la Revolución empezó con tinta
  11. IX. La opinión pública en el sistema político mexicano
  12. X. Pasan atropelladamente periódicos, gobierno e intelectuales
  13. XI. Memorias de iniciación editorial
  14. Índice