La estatua de sal
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Salvador Novo

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El autor es uno de los prosistas más destacados del grupo Contemporáneos, que contribuyó en forma decisiva a la renovación de la literatura mexicana y del ambiente cultural del país, y al propio tiempo uno de sus más lúcidos poetas. En 1945 Salvador Novo había terminado de escribir su autobiografía clandestina, o mejor, inédita, Estatua de sal, cuyo título es animado por un doble simbolismo: mirar hacia atrás como la más inevitable y costosa de las desobediencias (la curiosidad)), y el paisaje de Sodoma, la depurada por el fuego divino. En esas memorias el periodista de tiempo completo es el narrador no postergado por la entrega de artículos. Novo recrea aquí la insólita niñez provinciana y crea el espejo en el que se mira a sí mismo. El método con el que Novo, al decir de Jorge Cuesta, su compañero de generación, "decepciona a nuestras costumbres", enfurece a la soberbia patriarcal, al ritual de las apariencias en la sociedad que lo readquiere con cierto atropellamiento.

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La estatua de sal

Mis más lejanos recuerdos de infancia aparecen hoy fragmentarios, desvinculados, sin continuidad. Intentos tardíos y nocivos de psicoanálisis han rescatado de entre ellos los que a causa de su carácter de etapas primitivas de desarrollo de la libido, o bien se fijaron con mayor fuerza en mi memoria, o bien el médico me auxilió en revelarlos entre los demás de menos precisa significación. Transcurrida más tarde mi vida en la compañía de una madre de cuya edad apenas me separan quince años, y condicionada esa vida a un complejo de Edipo cuya plena admisión ha encontrado en mi cobardía el obstáculo inseparable para realizarse con frutos de normalidad, en ocasiones me he preocupado por integrar con más netos perfiles las circunstancias de mi origen y de mis primeros años. He averiguado así que mi padre, gallego, contaba treinta años cuando desposó a la alegre, robusta, morena, provinciana muchacha de catorce o de quince que era mi madre, nacida en Zacatecas, la menor de las cuatro hijas de una familia de nueve vástagos. El jefe de la cual disipaba con facilidad el dinero, y al morir a fines del siglo pasado, dejó a mi abuela, que supo desempeñar con admirable talento, el problema de educar y formar aquella numerosa prole.
De las cuatro hermanas, la mayor, Virginia, se había casado en Zacatecas con un norteamericano que no tardó en establecerse en México, donde nacieron sus cuatro hijos: Lilly, Edna, Fred y Ruth, que tiene exactamente mi edad. Mi madre gusta de recordarse, en aquella época, más compañera de sus hermanos que de sus hermanas, intuitiva y sagaz en la escuela, pendenciera y hombruna. Cuando mi padre, después de haber residido en La Habana, se estableció en Zacatecas y la enamoró, la sagaz muchacha vio en un rápido matrimonio, más que la culminación de un afecto real de su parte, la oportunidad de emanciparse de una vida familiar estrecha. Así, la boda se concertó con rapidez, cuando tanto la familia de mi madre, cuyos hijos mayores habían empezado a trabajar en el Ferrocarril, como el enamorado español que la seguía, se trasladaron a México. El viaje de bodas lo hicieron mis padres a Aguascalientes; pero se hallaron de regreso en la capital para la fecha de mi nacimiento, que ocurrió el 30 de julio de 1904.
He sabido después que tardé alarmantemente en pronunciar la r. De otros rasgos de mi carácter infantil he recogido noticias que me describen como indiscreto (a las visitas poco gratas les comunicaba las murmuraciones familiares de que eran objeto, o les revelaba los motes que les ponían en casa) y como afecto a enmendar por mi mano lo que encontraba mal. Así, dicen que cuando me llevaban de visita a las casas, corría a examinar las sábanas de las camas y declaraba que eran muy feas, o que estaban sucias; y cierta vez, mi tía María me sorprendió en la sala de su casa pintando bigotes y rayas sobre los retratos del álbum familiar. A su exclamación, alcé la vista, y con toda tranquilidad expliqué, señalando los que colgaban de las paredes, que “todavía me faltaban todos ésos”.
Quizá sea generalmente natural en los niños, pero en mi caso creo necesario subrayarlo, que la imagen de mi padre desaparece casi por completo en mis recuerdos infantiles. Delgado, rubio, de ojos claros, apenas recuerdo alguna manifestación de su afición, más tarde mucho más clara en mi memoria, por los trabajos manuales. Así, recuerdo, como un sueño, que hizo con yeso una lámpara de tenue luz para la recámara; y en cuanto a su modus vivendi, su versatilidad, que también más tarde observé con mayor precisión, le llevó en aquellos primeros años de mi vida a probar fortuna con el establecimiento de una carnicería, para cuya inauguración, con cohetes y fiesta, se hicieron en casa las cadenas de papel de china azul y rosa, o a establecer en la casa misma un taller de sastrería, por el que sin duda trataba de emanciparse del empleo de cortador en un almacén del Centro.
La imagen de mi madre, en cambio, aparece neta, rotunda, vigorosa, desde entonces. Con ella salía al anochecer, de visita a casa de mi abuela, o de un matrimonio con dos chicos de mi edad, o simplemente a caminar, y de paso a comprar antojos para la cena. Con ella salía por las mañanas, después que un salón de peinados la había embellecido, en un coche de caballos, hasta el consultorio del doctor Porfirio Parra, que me atendía de males que no recuerdo.
Inscrito en el kindergarten Herbert Spencer, era siempre mi madre quien iba por mí. De ese establecimiento sólo recuerdo dos cosas: que una vez nos hicieron sembrar semillas de naranja y que otra vez me eligieron para cantar un número en un gran festival escolar a que asistiría el ministro don Justo Sierra, en el teatro Arbeu. La siembra de aquella semilla de naranja en el jardín del kindergarten me intrigó mucho. Durante largos años, después, soñé volver al sitio y contemplar el árbol que milagrosamente había nacido de aquella semilla. Por cuanto al festival, recuerdo con toda claridad que lo que allí debía cantar me obligaba a vestir de organillero napolitano, con un pantaloncito de terciopelo azul, una gorra y un organillo a cuestas; a salir a escena y, señalando con el dedo entre bastidores, a la izquierda, cantar:
Yo vengo de aquellas montañas
más allá del mar.
Es todo lo que recuerdo, más la música de esta línea, que se interrumpe bruscamente en mi memoria de, supongo, cinco o seis años, que ha conservado también la imagen borrosa del ministro Sierra en el acto de repartir diplomas, y cómo unos fotógrafos me hicieron subir sobre la tabla de un excusado del teatro Arbeu para que empinara el busto y pudieran retratarme para El Mundo Ilustrado —en cuyas colecciones debe de existir la fotografía— a través de la claraboya del retrete.
Tanto en esa ocasión, como casi todos los días, mi madre me acicalaba con exageración. Adoraba los bucles que peinaba en torno a mi frente, me empolvaba el rostro, me obligaba a fruncir la boca para que no me creciera, y me imponía, con igual propósito inhibitorio, calzado siempre más pequeño del que realmente pedía mi natural desarrollo. Una fotografía de la época, que conservo, resucita siempre en mí el recuerdo torturado del día en que me llevaron a tomarla, a pie, con zapatos que me lastimaban horriblemente.
Mis tíos me querían de igual admirativa manera. Orgullosos de mi belleza, me llevaban a pasear los domingos. Mi tío Paulino, el mayor, iba por mí y me compraba dulces y globos en la Alameda. Así, recuerdo que uno de esos paseos dominicales coincidió con lo que tiene que haber sido la inauguración del Hemiciclo de Juárez, por el cúmulo de gente que hizo difícil nuestro acostumbrado paseo.
De esa época datan mis primeros recuerdos sexuales, cuya exposición inconexa no he de regir por más que la natural contigüidad de su actual representación. Había en casa un mocito, de nombre Samuel, con quien me ponía a jugar. Mientras jugaba solo, con mis cubos y mis cajas vacías de galletas, que construían altares, no necesitaba de más. Pero cuando jugaba con aquel chico, yo proponía que el juego consistiera en que fuéramos madre e hijo, y él entonces tenía que chupar mi seno derecho con sus labios duros y su lengua erecta. Aquella caricia me llenaba de un extraño placer, que no volví a encontrar sino cuando muchos años más tarde, al sucumbir a la exclusividad de su tumescencia, retrajo a mi recuerdo aquella primera y quizá definitiva experiencia, que a toda la distancia de su adquisición como forma predilecta de mi libido adulta, puede haber sido el trauma original que la explique.
En la casa de al lado vivían unos chicos norteamericanos, uno de los cuales, algo mayor que yo, sin duda, era mi ocasional compañero de juegos. No recuerdo si siempre consistían en eso; pero una vez nos encontrábamos ocultos debajo de la mesa de su comedor, cubiertos por los manteles, y él, extrayéndolo de su bragueta, me invitó a tocar lo que llamó su plátano. Yo lo hacía, cuando un grito de su madre, que yacía enferma en una alcoba próxima, nos convocó. Hablaron en inglés, que yo ignoraba; pero una extraña intuición me hizo entender que aquel chico se justificaba ante su madre de la acusación de una hermana que nos habría sorprendido, explicándole que lo que había ocurrido era que él me estaba refiriendo que el domingo anterior habían ido a Vallejo —recuerdo esta palabra con toda claridad— y habían comprado plátanos.
La hermana de este chico tiene que haber sido tan prematura y agresivamente sexual como él mismo, pues otra vez, en mi casa, entró en el excusado, se levantó la falda y me obligó a lamer su sexo. Recuerdo el sabor, salado, y el aspecto de mínimo pezón de su clítoris. Otra experiencia heterosexual, de curiosos rasgos, ocurrió con mi prima R. Mi tío Manuel acababa de recibirse de médico, y en su consultorio, instalado en la casa de mi abuela, jugábamos mi prima y yo al enfermo y el médico. Ella era la enferma, y yo tendría que aplicarle una lavativa, pero con el pene y por el conducto normal, que me presentaba desnudo. Yo entonces rehuí la operación, y le expliqué que debíamos intentarla por su ano y no por delante (y mentía a sabiendas), pues en el colegio me habían explicado que de otra manera saldrían gusanos. La experiencia no se consumó, por supuesto, en ninguna forma; ni en la que ella parecía apetecer, ni en la que yo indicaba preferir.
Yo daba muestras de buena memoria, y mi madre, que leía muchos versos, me hizo aprender “recitaciones” aun antes de ingresar en la escuela primaria. Sabía “Fusiles y muñecas” que declamaba con ademanes estudiados, y disfrutaba la lectura de todo el libro en que descollaba esa poesía. El “Cantor del Hogar” era entonces una figura prominente. Contaban que sus versos habían sido traducidos a muchos idiomas, con la admiración con que referían pormenores de su lamentable vida privada, que yo alcanzaba a escuchar. De suerte que el día en que por la calle de Guerrero desfiló su suntuoso entierro, todos nos asomamos a verlo pasar, y en casa se habló mucho de ese poeta.
Ignoro por qué circunstancias, al ingresar en la escuela primaria, oficial, cerca de la casa, en vez de empezar, como todo el mundo, por el primer año, me vi de pronto instalado en el tercero, entre muchachos naturalmente mayores que yo. Supongo que el examen de admisión reveló que supiera más de lo ordinario, y justificó que se me adelantara, digamos, la edad mental. El ingreso brusco en aquel sucio salón de clase, entre chicos pobres, me fue muy desagradable. El olor y el tacto de una cierta tinta verde, alizarina creo que se llamaba, que había en los tinteros de cada pupitre, se asocia en mi recuerdo a la angustia de las tardes en que mi torpe caligrafía se ejercitaba con ella, y a la memoria de un episodio sin duda destinado a germinar o a cultivar mi complejo de inferioridad y de culpa. Ocurrió que alguno de los muchachos, quizá el propio gringuito vecino mío, me dio una postal relativamente pornográfica, en sepia, de una mujer desnuda. Un muchacho mayor me sorprendió contemplándola entre las hojas de un libro, se apoderó de ella y me amenazó con denunciarme ante el profesor si no le traía, todas las tardes, dulces, que él señalaría. Yo acepté, sumiso y alarmado, aquel chantaje, y cumplí sus términos durante muchos días. Después de comer, le pedía dinero a mi padre, y con él compraba antes de entrar en la escuela los dulces que eran la contribución inexorable, a mis ojos, de una complicidad en el secreto de mis primeras transgresiones a la moral.
Dos recuerdos fragmentarios más me permiten situar por 1911 —esto es, cuando contaba siete años— la época en que mi padre se marchó al norte de la república, a donde no tardaríamos en seguirle, a probar fortuna, u obligado por las circunstancias, o impulsado por un espíritu de aventura que ciertamente yo no heredé. Son el recuerdo del furioso temblor que marcó la entrada en México de Madero, a una medianoche de pesadilla a que desperté en brazos de mis padres mientras crujían las puertas y la gente se lanzaba a las calles imprecando al cielo —y la impresión de haber leído, en la cabeza enorme de una extra del Imparcial, las palabras PAZ, PAZ, PAZ, que se referían a la conclusión de la rebeldía de los revolucionarios del norte. Muy poco después, mi madre y yo abordaríamos el tren de Chihuahua, para reunirnos con mi padre, que allá tenía hermanos dedicados al comercio.
El que vivía en Chihuahua, aquel con quien mi padre había ido a reunirse, se llamaba José, era mayor que él, menos rubio, de grandes bigotes. Sin duda habían estado juntos en Zacatecas, pues el tío José recordaba haber enamorado sin éxito a María, hermana a su vez mayor de mi madre —“María mi hermana”, como yo mismo, que era su adoración, la llamaba. María había ofrecido, cuando en la estación de México me besó por última vez, enviar sin falta los suplementos dominicales de los periódicos para mi solaz; y allá llegaban puntualmente, con sus cartas, a la tienda de abarrotes de mi padre y del tío José, en cuyas habitaciones interiores mi madre y yo, desplazados de su familia, tardábamos en adaptarnos a aquella vida como provisional, pionera, cuyas dificultades sin duda desafiaban a mi padre y le estimulaban a luchar, sin que hallara nunca en mi madre una colaboración que su evidente falta de cariño por él, de interés en ayudarle a salir adelante con la fábrica de su prosperidad conyugal, hacía imposible esperar. La actitud de mi madre era de un mudo y duro reproche para un hombre de quien había esperado que en precio de su notoria diferencia de edad, la hubiera colmado de comodidades y riquezas, sin dar ella más nada que su tolerancia sin resignación. Frente a la pobre salud de mi padre, a la que se debe sin duda mi singularidad filial, mi madre se plantaba en la vida a sus tempranos veintes con una firmeza hosca, con una certeza de supervivencia que fincaba en su robustez. Arrancada al afecto de sus hermanos y de su madre, lejos de enfocar hacia mi padre su atención, la invirtió copiosa, tumultuosamente en mí.
Por mi parte, yo hallaba en sus caricias un refugio contra, también, el desplazamiento y la privación del afecto de mis tíos de México, ciudad que desde entonces adquiría el simbolismo de una meta, y el de un destierro de ella, injusto y provisional, esta aventura peregrina entre un mundo hostil al que tanto mi madre como yo nos resistíamos a adaptarnos y a aceptarlo por residencia. De la tienda del tío José nos mudamos a vivir en el centro de Chihuahua, y empecé a estudiar en la escuela anexa al Instituto, de la que nada recuerdo sino detalles sueltos relativos a su aspecto físico, y la amistad de los muchachos Valderrama, Salvador, Ángel y Sergio. Por las mañanas, el frío era horrible. Creo haber dejado en Return Ticket el fragmento de una impresión de aquel invierno en que el agua se congelaba en las llaves como una vela, y en que vi, al ir a la escuela, el cadáver de un perro cristalizado en la acera.
Mis recuerdos son ya más precisos, o vuelven a serlo, en Jiménez, Chihuahua. Evidentemente, mi padre había conseguido un empleo conveniente en la Casa Russek, que era una gran tienda, y de pronto nos vimos instalados en aquel pueblecito. La casa que habitábamos era enorme. Daba a tres calles. Dos o tres grandes cuartos separados por un amplio zaguán miraban a una; hacían esquina y daban vuelta, con más habitaciones, a otra calle. Luego la casa trazaba otro ángulo con el gran comedor, que remataba en otra especie de zaguán que llevaba a la cocina y encaminaba a los corrales cuya puerta daba a la calle paralela a la del frente de la casa. El patio central de la parte principal de la casa, al que daban todas las habitaciones, tenía un brocal de pozo cerca del comedor, y un jardincillo rústico, que prosperaba sin cuidado en aquel clima agradable y fecundo. Mi padre me instaló un gran columpio en el centro de ese jardín; y cuando no me divertía con los animales del corral, los borregos, los cerdos, las gallinas por las cuales mi madre empezó a mostrar alguna condescendiente afición, mientras la vida plácida la engordaba, disfrutaba yo largas horas de aquel columpio. Mi disciplina escolar volvió a trastornarse con aquel nuevo desplazamiento. En Chihuahua había reanudado el tercer año, pero sin duda no lo había terminado, puesto que en ese mismo grado me inscribieron en la escuela pública de Jiménez. No tengo muy claro el orden de mis experiencias pedagógicas de esa temporada; esto es, no sé si estuve en la escuela oficial antes que en una pequeña y particular frente a la casa, o después, ni qué lugar cronológico ocupan estas dos escuelas con respecto a la temporada en que un profesor venía a casa todas las tardes y se encerraba conmigo en el comedor para darme unas clases que, consecuencia de mi inhibición de esos recuerdos, no sé si suplían o si reforzaban los estudios de las otras escuelas. Quizá ocurrió que la Revolución, entonces en pleno auge, cerraba con frecuencia las escuelas, y era por eso que las particulares recogían temporalmente a los chicos. De cualquier modo mis recuerdos son claros con respecto a cada una de estas tres experiencias pedagógicas. La escuelita particular era la pequeña industria doméstica de unas señoritas Rentería, una de las cuales con el tiempo acabaría por ser una de las viudas de Pancho Villa. En ella me enseñaban, sobre todo, religión y dibujo. Me solazaba en repetir el de una cruz adornada por nomeolvides que trepaban por ella. Por cuanto al profesor que venía a casa, me hacía leer, y me contemplaba. Una tarde se decidió a acariciarme, y llevó su mano a mi bragueta. Con gran cautela, me preguntó cómo se llamaba aquello. Yo le respondí que el ano, porque ése era el nombre que mi madre me había enseñado a darle al pene. Como no pareció conforme con aquella alteración de la nomenclatura anatómica, por la noche traté de certificarla con mi madre, y le referí la enseñanza del profesor. Es bastante posible que su discrepancia haya provocado su despido.
La escuela oficial era una desagradable reproducción de la de México. La poblaban chicos pobres, muchos de ellos descalzos, y la dirigía un profesor solemne, escuálido y atacado del mal del pinto. Apenas unos cuantos de los muchachos eran hijos de familias con las cuales mis padres habían trabado amistad en el pueblo: los Gavaldón y los Botello, que eran tres, dos mayores que yo y uno de mi edad, todos muy bonitos, y el más pequeño, mi compañero de clase y de juegos en casa. Aunque en la escuela yo me abstenía de mezclarme con los demás, no podían escaparme sus murmuraciones. Por ellas supe que la belleza de los Botello les había hecho las víctimas sexuales de alguien que los había “cochado” —ése era el verbo que empleaban— en alguna parte. Desde ese instante, fue mayor mi interés en cultivar la amistad del que estaba en mi grupo. Un interés de indagación, en que entraba por mucho la necesidad de afirmar, de asegurar, la validez de mi narcisismo. Por juego o por burla, o por instinto, los muchachos besaban a los Botello, o así lo referían entre risas. A mí no. Y no es que yo apeteciera las caricias concretas de ninguno de aquellos muchachos, a todos los cuales encontraba feos. Lo que necesitaba era una comprobación de mi propia belleza, ya más objetiva que la simple adoración doméstica; una seguridad que la atención del mundo, su admiración, expresada en las caricias de los muchachos de la escuela, me habría ofrecido. Pero que no se presentaba; y que ya entonces me impulsaba a un exhibicionismo y a una mitomanía compensadora. Así, solía traer conmigo a casa a ese chico Botello, y después de corretear un rato, le hacía sentarse conmigo en el columpio y provocaba sus confidencias estadísticas. ¿Cuántas veces lo habían besado ese día en la escuela? Ignoro si los dos mentíamos al confiarnos que dos o tres veces. Luego nos besábamos, y acaso era aquél, verdaderamente, el único beso que ambos habíamos recibido de cuantos nos jactábamos de haber recibido.
La servidumbre de la casa estaba compuesta por una vasta familia de madre, dos o tres hijas y un muchacho, típicamente invertido, a quien llamaban sin embozos el joto Juan. Con su sombrero de palma siempre puesto, desempeñaba alegremente las tareas femeniles de la casa, ayudaba a su madre en la cocina, lavaba, hacía mandados, iba por mí a la escuela. Pero le separaba de mí, no sé si la vigilancia de mis padres o mi propia repugnancia y hostilidad, pues le hacía yo constantemente víctima de travesuras pesadas. Recuerdo que una vez cogí una mosca, le llamé al comedor, y cuando le tuve a mi alcance, la deshice, frotándola, en sus dientes, entre triunfal e irritado por su mansa resignación a mis constantes crueldades.
Fue él, sin embargo, quien sembró en mí, de una manera casual, una inquietud investigadora sexual de un tipo enteramente nuevo. De Chihuahua, donde había estado a nuestro servicio, para desaparecer un día sin explicación, llegó a visitarnos una guapa muchacha, Epifania. Ahora vestía muy elegante, y habló largamente, llorando un poco, con mi madre. ¿Qué le habría pasado? ¿Por qué no volvía a nuestro servicio? El joto Juan me confió, con un aire misterioso, que no podía volver “porque le había pasado lo que le había pasad...

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