Ur, la ciudad de los caldeos
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Ur, la ciudad de los caldeos

C. Leonard Woolley, Márga Villegas, Márga Villegas

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Ur, la ciudad de los caldeos

C. Leonard Woolley, Márga Villegas, Márga Villegas

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La ciudad de Ur, donde tuvo asiento una gran cultura, ha sido objeto de numerosas exploraciones e investigaciones, de las cuales la más importante por sus resultados extraordinarios ha sido la que dirigió, entre 1922 y 1929, precisamente sir C. Leonard Woolley, quien también realizó estudios arqueológicos en Nubia y Cachemira.

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Información

Año
2014
ISBN
9786071624376
Categoría
Storia
Categoría
Storia antica

II. LAS TUMBAS DE LOS REYES DE UR

COMO he dicho, la excavación de las tumbas reales nos deparó el descubrimiento de las pruebas que confirman que el Diluvio fue un hecho histórico. Durante tres temporadas el trabajo se limitó casi exclusivamente a despejar el enorme cementerio situado fuera de las murallas de la antigua ciudad, en los montones de residuos apilados entre éstas y el canal. Los tesoros descubiertos en las sepulturas durante esta etapa han revolucionado nuestras ideas sobre la civilización primitiva del mundo.
El cementerio (en realidad hay dos cementerios, uno encima del otro, pero ahora sólo me refiero al inferior y más antiguo) contiene sepulcros de dos clases: las sepulturas de la gente común y las tumbas de los reyes. Debido a que en estas últimas se han encontrado las obras de arte más valiosas existe la tendencia a pensar sólo en ellas, pero las sepulturas de la gente común, aparte de ser muchísimo más numerosas, han proporcionado también objetos muy bellos, y han suministrado testimonios de gran valor para la determinación de la fecha del cementerio.
La fecha de las tumbas de los reyes, en general, parece ser anterior a la de las sepulturas de sus súbditos, y no tanto porque se encuentran a un nivel más profundo (lo que podía explicarse como una precaución natural, cavándose más hondas las tumbas más grandes y ricas con el fin de protegerlas contra los ladrones), como por las posiciones relativas que ocupan. En un cementerio musulmán es corriente ver la tumba de algún santo de la localidad coronada por una capillita con su cúpula y agrupadas a su alrededor otras tumbas, lo más cerca posible, como si sus ocupantes buscaran la protección del santo. Lo mismo ocurre en Ur con las tumbas reales. Las sepulturas particulares más antiguas están apiñadas a su alrededor, muy cerca de ellas, pero respetando su santidad. Después parece como si hubieran desaparecido los monumentos visibles de los reyes muertos y palidecido su recuerdo, quedando sólo una vaga tradición de que aquel terreno era santo, y se encuentran tumbas más modernas que invaden los pozos de las tumbas reales e incluso excavaciones que penetran en ellas.
Las sepulturas particulares se encuentran a niveles muy diferentes, en parte quizás por no haber una norma fija para la profundidad, y en parte por las irregularidades de la superficie del cementerio; pero, en general, las tumbas más altas son las más recientes, debiéndose esto a la elevación gradual del nivel del suelo, que nunca cesó durante el tiempo que el cementerio estuvo en uso. El resultado de este proceso de elevación que borraba la posición de las tumbas más antiguas fue que una sepultura nueva podía quedar colocada justamente encima de una antigua; pero, como se abría a un nivel más alto, no llegaba hasta la inferior. A veces se encuentra hasta media docena de tumbas superpuestas. Cuando esto ocurre, la posición en el terreno corresponde forzosamente al orden en el tiempo. Gracias a estas sepulturas superpuestas es posible obtener datos valiosísimos para la cronología.
A juzgar por las características de su contenido, vasijas, etc., las sepulturas más recientes parecen pertenecer a una época muy próxima al principio de la Primera Dinastía de Ur (véase el capítulo III), a la que asignamos la fecha aproximada de 3100 a.C., y unas cuantas son en realidad contemporáneas de esta dinastía. Puede estimarse, en mi opinión, que el cementerio estuvo en uso durante un periodo de por lo menos unos 300 años. La fecha de la primera de las tumbas reales puede por lo tanto fijarse poco después del año 3500 a.C. El cementerio cayó en desuso poco después del año 3200. Aquí no disponemos de espacio suficiente para exponer todos los argumentos, pero creo que todo el mundo reconocerá que debió de transcurrir algún tiempo antes de que pudiera olvidarse a los reyes que habían sido enterrados con tan macabra pompa, hasta el grado de que fuese invadida la santidad de las galerías de las tumbas por sepulturas de gente común; y si encontramos sobre ellas seis o más sepulturas superpuestas, entre cada una de las cuales debió de transcurrir un lapso considerable, correspondiendo la más alta a una época anterior al año 3100 a.C., entonces la cronología que sugiero no parecerá abarcar un periodo de tiempo excesivamente largo.
El primer indicio de una sepultura que encuentran los trabajadores al cavar en el suelo del cementerio suele ser una línea ondulante de polvo blanco, delgada como un papel, o unos cuantos agujeritos en hilera que se hunden verticalmente en la tierra. Cualquiera de estas dos cosas significa que hay que abandonar el pico y la pala y emplear con cuidado los cuchillos de excavar. Los agujeros son el resultado de la putrefacción de las tablas que reforzaban los lados de un ataúd de madera o de mimbre, la línea blanca ondulante es el borde de la estera de anea que servía de forro de las sepulturas o en la que se envolvían los cadáveres de las personas más pobres. Es asombroso que en la tierra en la que se pudren totalmente tantas cosas que parecen duraderas, algo tan frágil como un pedazo de estera, aunque pierda toda la substancia y pueda deshacerse con un soplo, conserve sin embargo su apariencia y contextura, y que con precaución pueda ponerse al descubierto en tales condiciones que en fotografía parezca la estera auténtica que se desintegró hace 5 000 años. Y lo mismo ocurre con la madera, nada de madera sobrevive, pero en el suelo queda una impresión, una especie de vaciado, que con el efecto de la veta y el color puede engañar la vista, aunque el contacto de un dedo la destruya con más facilidad con que se quita el polvillo del ala de una mariposa.
La sepultura corriente era un hoyo rectangular en el fondo del cual se colocaba el cadáver envuelto en un rollo de esteras sujetas con un largo alfiler de cobre, o metido en un ataúd, por lo general de madera o de mimbre, y algunas veces de arcilla. En ambos casos se encuentran con el cadáver objetos de uso personal tales como cuentas y pendientes, un cuchillo o un puñal, los alfileres que sujetaban el vestido, y quizás el sello cilíndrico cuya impresión sobre una tablilla de arcilla era equivalente a la firma del propietario. Fuera del ataúd o del envoltorio de esteras se colocaba lo que seguramente constituían ofrendas al muerto: alimentos y bebidas en vasijas de arcilla, cobre o piedra, armas y utensilios. En la mayoría de los casos se cubría el fondo de la fosa con esteras que también servían para tapar las ofrendas protegiéndolas del contacto directo con la tierra con que se volvía a llenar la sepultura. El cadáver está colocado siempre de lado, con las piernas ligeramente dobladas en la cadera y en la rodilla, en la postura del que duerme, y con las manos levantadas a la cara, sosteniendo cerca de la boca una copa que en otro tiempo debió de contener agua. Al parecer no había ninguna regla fija respecto a la dirección del cuerpo, es decir, la colocación según una orientación dada, como se acostumbra hoy en los países cristianos y musulmanes, y las sepulturas se encuentran a menudo en ángulo recto con las vecinas. Sólo la postura del cuerpo en la sepultura es siempre la misma.
Las provisiones para el muerto parecen indicar claramente la creencia en una vida futura de alguna especie; pero no se ha hallado nada que defina expresamente tal creencia. En ninguna de las tumbas se ha encontrado la figura de algún dios, de algún símbolo u ornamento que pudiese ser de índole religiosa. El muerto llevaba consigo lo necesario para un viaje o para su estancia en otro mundo, pero nada hay que nos revele lo que pensaba acerca del mundo para el cual partía. Mas, por otra parte, los objetos que contienen las sepulturas dan a conocer admirablemente la vida material del pueblo y, aunque no hubieran existido las tumbas reales con su riqueza de tesoros artísticos, gracias al cementerio habríamos podido obtener un conocimiento muy detallado de la civilización de la época.
Como aquí nos ocupamos de un periodo del cual no se sabía nada anteriormente, todos los objetos constituyen monumentos históricos, y una sepultura pobre puede contener algo que, careciendo de valor intrínseco, sea inapreciable desde el punto de vista histórico. Así por ejemplo, el invierno pasado se encontró junto a un ataúd de arcilla, saqueado en la antigüedad, y ahora vacío, una vasija de arcilla pintada, de un tipo que nunca se había presentado durante el trabajo en el cementerio ni aun en el curso de nuestras excavaciones en Ur. Único aquí, habría estado en su medio en los niveles prehistóricos de Susa, en la lejana Persia, y el hecho de encontrarlo en aquel lugar probaba la existencia de algún intercambio entre Persia y Ur hacia el final del periodo del cementerio; o se había enterrado aquí a algún emigrante persa, o el propietario nativo de la vasija importada había querido llevársela consigo a la sepultura.
En cuanto un trabajador encuentra una tumba, avisa al capataz y se le indica cómo ha de proceder. Por lo general los primeros objetos que se descubren son ollas de arcilla, porque éstas, si es que el peso de la tierra no las ha aplastado, sobresalen de los demás objetos en el fondo de la fosa. En seguida ha de averiguarse la posición del cuerpo, lo que no siempre es cosa fácil, ya que los huesos suelen estar tan descompuestos, que una diferencia en el color del suelo es lo único que descubre su presencia. Entonces se señala el contorno de la fosa original y se va removiendo poco a poco la tierra de la zona correspondiente, respetando la que rodea y cubre la cabeza, ya que, de existir, es aquí donde siempre se encuentran los objetos más valiosos. Si aparece algo de importancia, oro, plata o cuentas, el obrero debe de nuevo suspender el trabajo y dar el informe, y entonces uno de los miembros de la expedición continúa la excavación. No debe alterarse nada hasta que la sepultura ha quedado completamente despejada, descrita, dibujada y, si es necesario, fotografiada. Las cuentas, si es que las hay, se clasifican de manera que se puedan volver a ensartar en el orden original, reproduciendo la moda de la época. La calavera, si por suerte está bien conservada, después de tratarla con parafina caliente se retira para su estudio posterior. Se indica en el plano la posición de la tumba y entonces, cuando ya no queda nada, se empieza de nuevo a trabajar con el pico y la pala y se continúa excavando hasta un nivel más profundo, donde se encuentran otras tumbas más antiguas en espera de ser descubiertas.
Este género de excavación es esencialmente una obra de destrucción. En el cementerio primitivo y en el cementerio de la edad sargónida que se encontraba inmediatamente encima de aquél, hemos cavado y registrado 1 400 sepulturas particulares, y en el enorme foso abierto a que ha quedado reducida nuestra obra no queda ni un solo vestigio de ninguna de ellas; sólo, en el fondo del foso, la mampostería todavía en pie de seis tumbas reales y los contornos, rotos e irregulares de las fosas mortuorias. Por lo tanto, hay que tener el mayor cuidado en recoger en seguida todos los datos que pueda proporcionar una tumba, incluso cuando no sea evidente su significado, pues más tarde no es posible retroceder para reparar omisiones, y el valor definitivo de nuestro trabajo, depende más de la exactitud y minuciosidad de las notas que se tomen que de la importancia de los objetos mismos.
La rutina de cavar sepulturas particulares puede resultar un tanto tediosa por su monotonía, y son muchas las tumbas que no contienen nada de interés patente, aunque a veces se encuentra una cuyo contenido compensa toda una serie que por su pobreza original o por un subsecuente despojo ha defraudado nuestras esperanzas. Más de la mitad de las sepulturas han sido saqueadas. Durante la última época en que se utilizó el cementerio, los que cavaban las nuevas tumbas, al encontrar una más antigua, no podían resistir la tentación de apoderarse de los objetos más valiosos. Posteriormente, sobre el olvidado cementerio se levantaron nuevas construcciones, y los hombres encargados de poner los cimientos o instalar los drenajes hicieron descubrimientos casuales que los impulsaron a exploraciones más deliberadas. A veces, los ladrones conocían sin duda el lugar en que se encontraban las tumbas de los antiguos reyes; pero temían asaltarlas abiertamente, porque hemos encontrado galerías circulares que penetran hasta el nivel de las sepulturas antiguas para seguir horizontalmente en dirección de una de las tumbas reales. En algunos casos lograron plenamente su objeto; en uno o dos se extraviaron y, desalentados, abandonaron su propósito; pero en Ur, como en Egipto, el robar tumbas es una profesión antiquísima, y hoy día nos consideramos afortunados si acertamos a encontrar una tumba rica y todavía intacta.
La primera de las tumbas reales fue un verdadero desencanto. A fines de la temporada de 1926-1927 se hicieron dos descubrimientos importantes. En el fondo de un pozo de tierra, entre montones de armas de cobre se encontró el famoso puñal de oro de Ur, un arma maravillosa, con hoja de oro, puño de lapislázuli decorado con incrustaciones de oro, y vaina de oro bellamente trabajada según un dibujo en calado imitando un tejido de hierba trenzada (lámina IVb). Junto con él apareció otro objeto, no menos notable: una bolsita de oro en forma de cono, adornada con un dibujo en espiral, que contenía un juego de pequeños instrumentos de tocador, pinzas, lanceta y lápiz, también de oro. Nada semejante a estos objetos se había encontrado jamás en el suelo de Mesopotamia; revelaban un arte hasta entonces insospechado y prometían futuros descubrimientos que superarían todas nuestras esperanzas.
El otro descubrimiento fue menos sensacional. Cavando en otra parte del cementerio encontramos lo que al pronto parecieron muros de terre pisée, o sea de barro no en forma de ladrillos, sino empleado como se emplea el concreto en la edificación. A medida que el sol secaba el suelo y ponía de manifiesto los colores de la estratificación, se hizo evidente que no se trataba de paredes construidas, sino de los lados bien definidos de un foso cavado en los residuos; el relleno del hoyo, más suelto que los residuos, se había desmoronado mientras trabajábamos dejando al descubierto la superficie original exactamente como la habían dejado los cavadores primitivos. A medida que la excavación avanzaba encontramos losas y bloques toscos de piedra caliza que parecían formar un pavimento sobre la base del foso. Esto era algo asombroso, porque en el delta del Éufrates no hay piedra, ni siquiera cantos en el terreno de aluvión, y para obtener bloques de piedra caliza como éstos es necesario ir a buscarlos al desierto superior, a unos 50 kilómetros de distancia. El costo del transporte habría sido considerable, y la consecuencia es que casi nunca se encuentra piedra en los edificios de Ur. Un pavimento de piedra subterráneo habría sido por lo tanto una extravagancia inaudita. Como la temporada tocaba a su fin, nos tuvimos que limitar a despejar la superficie del pavimento dejando el examen detenido para el otoño siguiente.
Durante el verano, meditando sobre el asunto, llegamos a la conclusión de que las piedras podían ser no el piso de un edificio, sino el tejado, y que quizás habíamos descubierto una tumba real. Llenos de esperanza reanudamos el trabajo en el otoño siguiente y muy pronto pudimos comprobar que nuestro pronóstico había sido acertado: habíamos encontrado un edificio subterráneo de piedra que sin duda había sido la tumba de un rey, pero un túnel cegado con residuos iba desde cerca de la superficie hasta el tejado roto. Antes que nosotros habían llegado ladrones, y sólo encontramos unos cuantos fragmentos desparramados de una diadema de oro y algunas vasijas de cobre desintegradas.
Pero a pesar de este desengaño el descubrimiento fue de gran importancia. Habíamos desenterrado las ruinas de un edificio todo de piedra, de dos cámaras, una de ellas alargada y estrecha, con bóveda de piedra, y la otra, cuadrada, cubierta indudablemente en otros tiempos con una cúpula también de piedra, aunque el derrumbamiento del techado dificultaba la determinación del método exacto de construcción. La entrada de la tumba era una puerta, que había sido cegada con cascote, a la que se llegaba por una rampa abierta en el duro terreno desde la superficie. Nunca se había encontrado nada semejante, y la información obtenida respecto a los conocimientos arquitectónicos de este remoto periodo compensaba muy bien la pérdida del contenido de la tumba; además era de suponer que ésta no fuera la única tumba, y quedaba la esperanza de encontrar otras a las que no hubieran llegado los saqueadores.
Durante la temporada de 1927-1928 y en el curso del pasado invierno, se descubrieron más tumbas reales. Es curioso comprobar que nunca se encuentren más de dos que sean iguales. Dos grandes tumbas, ambas saqueadas, están constituidas por un edificio de cuatro habitaciones que ocupa toda la superficie del pozo excavado en cuyo fondo se encuentran. Las paredes y los tejados son en ambas de mampostería de piedra caliza irregular y cada una de ellas tiene dos cámaras exteriores alargadas, con bóveda, y dos cámaras centrales más pequeñas rematadas por cúpulas. Una rampa conduce a la puerta arqueada en la parte exterior, y otras puertas arqueadas comunican las habitaciones entre sí. Dos sepulturas, la de la reina Shub-ad y la de su supuesto esposo (lámina II), consisten en un pozo a cielo abierto al que se llega por una rampa, a un extremo del cual hay una tumba de una sola cámara con paredes de piedra caliza y bóveda de ladrillo de barro cocido y con los extremos en ábside. La cámara estaba destinada a recibir el cadáver real, el foso abierto era para las ofrendas y entierros de segundo orden, y se llenaba de tierra simplemente. En otro caso se encontró el foso, pero dentro no se encontró la cámara de la tumba, que debía hallarse cerca pero a un nivel diferente. Una pequeña sepultura que apareció el invierno pasado consta de una sola cámara de piedra abovedada, un pequeño patio anterior en el fondo del foso y más arriba construcciones de ladrillos de barro para los entierros de segundo orden y las ofrendas, todo ello cubierto de tierra. Otra tiene la misma distribución general, pero en lugar de la cámara con cúpula de piedra había una cámara abovedada de adobes.
Por lo tanto, hay bastante variedad en las construcciones en sí, pero en todas se observa un ritual común que distintas generaciones cumplían de diferente manera. En qué consistía este ritual puede explicarse mejor describiendo la excavación de las sepulturas.
En 1927-1928, poco después del desengaño que tuvimos con la tumba de piedra saqueada, encontramos, en otro lugar de la zona, cinco cuerpos que yacían uno junto a otro en una zanja inclinada de poca profundidad; aparte de los puñales de cobre junto a la cintura y una o dos copas pequeñas de arcilla, no tenían ninguno de los accesorios corrientes en una sepultura, y el mero hecho de estar juntos varios en esta forma era raro. Luego, bajo ellos, se encontró una capa de esteras, y guiándonos por ésta dimos con otro grupo de cuerpos: 10 mujeres cuidadosamente colocadas en dos hileras. Tenían tocados de oro, lapislázuli y cornalina, y finos collares de cuentas, pero también faltaban los accesorios propios en las tumbas. Al extremo de la fila se encontraban los restos de un arpa maravillosa. La madera estaba podrida; pero la ornamentación se conservaba intacta, siendo su reconstrucción sólo cuestión de cuidado. La pieza vertical de madera estaba coronada por un adorno de oro, y en ella se encontraban incrustados los clavos con cabezas de oro a los que se ataban las cuerdas. La caja armónica estaba ribeteada con un mosaico de piedra roja, lapislázuli y concha blanca, y en el frente se destacaba una espléndida cabeza de toro, de oro, con los ojos y las barbas de lapislázuli. Al otro lado de las ruinas del arpa se encontraban los huesos de la arpista, con una corona de oro.
Por entonces ya habíamos encontrado los lados de tierra de la fosa en la que yacían los cuerpos de las mujeres, y podía verse que los cadáveres de los cinco hombres estaban en la rampa que conducía a ésta. Guiándonos por el foso encontramos más huesos, que al pronto nos intrigaron, porque no eran humanos; pero pronto comprendimos su significado. Un poco más allá de la entrada del foso, había un carro decorado con un mosaico rojo, blanco y azul en los bordes del armazón y con dos cabezas en oro de leones con melenas de lapislázuli y concha en los paneles de los costados. A lo largo de la barandilla de la parte superior había pequeñas cabezas de leones y toros en oro. Cabezas de leonas en plata adornaban la parte delantera, y la posición de la barra articulada de tiro, desaparecida, quedaba indicada por una franja de mosaico azul y blanco y otras dos cabezas de leonas en plata más pequeñas. Frente a la carroza yacían los esqueletos aplastados de dos asnos con los cuerpos de los palafreneros junto a las cabezas, y encima de los huesos la doble argolla que en otro tiempo debió de estar fijada a la lanza, por la cual habían pasado las riendas. Sobre la argolla, que era de plata, había una “mascota” de oro representando un asno, del más bello y realista modelado.
Cerca de la carroza había un tablero de juego* taraceado y una porción de herramientas y armas, incluyendo una colección de cinceles y una sierra, todo ello de oro, grandes cuencos de esteatita gris, vasijas de bronce, un largo tubo de oro y lapislázuli para beber por succión el licor d...

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