Obras completas, I
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Obras completas, I

Cuestiones estéticas, Capítulos de literatura mexicana, Varia

  1. 371 páginas
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Obras completas, I

Cuestiones estéticas, Capítulos de literatura mexicana, Varia

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Incluye, además de Cuestiones estéticas, los Capítulos de literatura mexicana, que configuran el paisaje de la poesía mexicana del siglo XIX. En Varia, hallamos páginas sobre temas diversos, desde un discurso de los años estudiantiles, hasta un artículo que recuerda a un periódico mexicano del siglo XIX.

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Información

Año
2014
ISBN
9786071619679
Categoría
Literatura

I
CUESTIONES ESTÉTICAS

NOTICIA

ALFONSO REYES//Cuestiones//Estéticas//(Cifra de la casa editora)//Sociedad de Ediciones Literarias y Artísticas//Librería Paul Ollendorff//50, Chaussée D’Antin, 50//París, s. a. [1911].—8°, 292 págs. e índice.
Págs. 1-4: Prólogo de Francisco García Calderón.
Para la presente reedición, además de añadirse el índice de nombres citados, se corrigen todos los errores y erratas que se han advertido.
En el capítulo I de la Historia documental de mis libros (segunda versión, Armas y Letras, Boletín Mensual de la Universidad de Nuevo León, Monterrey, 4 de abril de 1955, pág. 5, cols. 3 y 4), he dicho: “…hasta hoy no me ha sido dable reeditar este libro, ya bastante escaso… Pero es mucha la tentación (y no sé si obedecerla es legítimo) de simplificar aquel estilo a veces rebuscado, arcaizante, superabundante y oratorio…, estilo, en suma, propio de una vena que todavía se desborda y desdeña el cauce… En la… ‘Carta a dos amigos’, explico: ‘Cuestiones estéticas precede en seis o siete años (en verdad, cuatro) al resto de mis libros y se adelanta a ellos todo lo que va del niño brillante al hombre mediano. Gran respeto se le debe al niño.’ A ver cómo me las arreglo algún día para lanzar una segunda edición, cerrando los ojos y sólo tocando lo indispensable”.
Creo que las anteriores palabras explican suficientemente el criterio de esta reedición. La obra fue escrita entre 1908 y 1910.
“En cuanto al contenido del libro, varias veces he declarado que yo suscribiría todas las opiniones allí expuestas, o ‘prácticamente todas’ como suele decirse. Hay conceptos, temas de Cuestiones estéticas derramados por todas mis obras posteriores: ya las consideraciones sobre la tragedia griega y su coro, que reaparecen en el Comentario de la Ifigenia cruel; ya algunas observaciones sobre Góngora, Goethe o bien Mallarmé, a las que he debido volver más tarde, y sólo en un caso para rectificarme apenas. Mis aficiones, mis puntos de vista, son los mismos.” (Loc. cit., pág. 5, col. 3a.)

PRÓLOGO

Éste es un prólogo espontáneo, el anuncio de una hermosa epifanía. No me lo ha pedido el autor al confiarme la publicación de su libro: me obliga a escribirlo una simpatía imperiosa.
Alfonso Reyes es un efebo mexicano: apenas tiene veinte años. Sólo el entusiasmo traduce en este libro su edad. No son dones de toda juventud su madurez erudita y su crítica penetrante. Tiene cultura vastísima de literaturas antiguas y modernas, analiza con vigor precoz y estudia múltiples asuntos con la ondulante curiosidad del humanista. Opiniones, intenciones, denomina su libro, como Oscar Wilde: son motivos líricos; libres decires, dulces arcaísmos. Ama la claridad griega y el simbolismo obscuro de Mallarmé; sabe del inquieto Nietzsche y del olímpico Goethe; comenta a Bernard Shaw y al viejo Esquilo. No es el vagar perezoso del diletante, sino las etapas progresivas de un artista crítico, si estas calidades reunidas no son una paradoja. Penetra con el análisis, pero no olvida la intuición vencedora del misterio. Es magistral, entre todos los artículos de Reyes, su estudio de las tres Electras, de delicada psicología y erudición amena. Su prosa es artística y a la vez delicada y armoniosa. Ni lenta, como en sabios comentadores, ni nerviosa, como en el arte del periodista. De noble cuño español, de eficaz precisión, de elegante curso, como corresponde a un pensamiento delicado y sinuoso.
Pertenece Alfonso Reyes a un simpático grupo de escritores, pequeña academia mexicana, de libres discusiones platónicas. En la majestuosa ciudad del Anáhuac, severa, imperial, discuten gravemente estos mancebos apasionados. Pedro Henríquez Ureña, hijo de Salomé Ureña, la admirable poetisa dominicana, es el Sócrates de este grupo fraternal, me escribe Reyes. Será una de las glorias más ciertas del pensamiento americano. Crítico, filósofo, alma evangélica de protestante liberal, inquietada por grandes problemas, profundo erudito en letras castellanas, sajonas, italianas, renueva los asuntos que estudia. Cuando escribe sobre Nietzsche y el pragmatismo, se adelanta al filósofo francés René Berthelot; cuando analiza el verso endecasílabo, completa a Menéndez Pelayo. Junto a Henríquez Ureña y Alfonso Reyes están Antonio Caso, filósofo que ha estudiado robustamente a Nietzsche y Augusto Comte, enflaquecido por las meditaciones, elocuente, creador de bellas síntesis; Jesús T. Acevedo, arquitecto pródigo en ideas, distante y melancólico, perdido en la contemplación de sus visiones; Max Henríquez Ureña, hermano de Pedro, artista, periodista, brillante crítico de ideas musicales; Alfonso Cravioto, crítico de ideas pictóricas; otros varios, en fin, cuyas aficiones de noble idealismo se armonizan, dentro de la más rica variedad de especialidades científicas.
Comentan estos jóvenes libremente todas las ideas, un día las Memorias de Goethe, otro la arquitectura gótica, después la música de Strauss. Preside a sus escarceos, perdurable sugestión, el ideal griego. Conocen la Grecia artística y filosófica, y algo del espíritu platónico llega a la vieja ciudad colonial donde un grupo ardiente escucha la música de ideales esferas y desempeña un magisterio armonioso.
Alfonso Reyes es entre ellos el Benjamín. En él se cumplen las leyes de la herencia. Su padre es el general Bernardo Reyes, gobernador ateniense de un estado mexicano, rival de Porfirio Díaz, el presidente imperator. Anciano de noble perfil quijotesco, de larga actividad política y moral, protegió siempre las letras y publicó, en nueva edición, el evangelio laico del gran crítico uruguayo. Alfonso Reyes es también paladín del “arielismo” en América. Defiende el ideal español, la armonía griega, el legado latino, en un país amenazado por turbias plutocracias.
Saludemos al efebo mexicano que trae acentos castizos, un ideal y una esperanza.
FRANCISCO GARCÍA CALDERÓN
París, 1911.

OPINIONES

LAS TRES ELECTRAS DEL TEATRO ATENIENSE

Para Pedro Henríquez Ureña
LA GRAVE culpa de Tántalo, prolongando a través del tiempo su influjo pernicioso, y como en virtud de una ley de compensación, fue contaminando con su maldad e hiriendo con su castigo a los numerosos Tantálidas, hasta que el último de ellos, Orestes, libertó, con la expiación final, a su raza, del fatalismo: pues ni el tormento del agua y los frutos vedados, ni el de la roca amenazante, bastaron a calmar la cólera de las potencias subterráneas; y sucedió que la semilla de maldición, atraída por Tántalo, germinara, ruinosamente, en el campo doméstico. Y desenrolló la fatalidad su curso, proyectándose por sobre los hijos de la raza; y ellos desfilaron, espectrales, esterilizando la tierra con los pies.
Pélope, hijo del Titán, heredó la maldición para trasmitirla a la raza. Y el designio de Zeus se cumplía pavorosamente, en tanto que Tiestes y Atreo, los dos Pelópidas, divididos por querella fraternal, se disputaban el cetro. Y, en convite criminal, Tiestes, engañado por Atreo, devoraba a sus propios hijos y, advertido de la abominación, desfallecía vomitando los despojos horrendos.
Tiestes había engendrado a Egisto, y Atreo, a la Fuerza de Agamemnón y al blondo Menelao. Y fue por Helena, hija del cisne y esposa de Menelao, por quien la llanura del Escamandro se pobló de guerreros muertos; y por Clitemnestra la Tindárida —que vino a ser, trágicamente, esposa de Agamemnón—, por quien nuevos dolores ensombrecieron la raza.
En tanto que Menelao y Agamemnón asediaban a los troyanos, para la reconquista de Helena, Clitemnestra, aconsejada por Egisto su amante, prevenía el puñal. Y al puñal y a la astucia sucumbió Agamemnón, victorioso y de vuelta al lugar nativo, arrastrando tras sí, como por contagio de fatalidad, a la delirante Casandra. Así Clitemnestra regocijó a Egisto su amante, acreciendo las voluptuosidades del lecho.
Pero soñó con sueño augural —dice Esquilo—, que dragón nacido de sus propias entrañas y amamantado a su mismo seno sacaba del pezón materno, mezcladas, la sangre y la leche. Soñó —dice Sófocles— que Agamemnón, resucitado, plantaba en la tierra, orgullosamente, el antiguo cetro de Tántalo, y que el cetro soltaba ramas y, trocado en árbol floreciente, asombraba a toda Micenas.
Y vino Orestes, hijo de Agamemnón: vino del destierro a desgarrar el vientre materno, en venganza de su padre y atendiendo a los mandatos de Apolo. Y por ello sufrió persecución de las gentes y de las Erinies de la Madre; y ya, reñido con Menelao, se disponía a clavar su espada en el flanco de Helena, cuando ésta escapó hacia el éter, convertida en astro.
Perseguido por las Erinies y siempre acompañado del fiel Pílades, huyó Orestes abandonando a Electra su hermana. Y cuenta Esquilo que, perdonado en la tierra de Palas por el consejo de los ancianos, ante el cual los propios dioses comparecieron como partícipes en las acciones del héroe, halló Orestes fin a sus fatigas, y así terminó la expiación de la raza de Tántalo. Eurípides cuenta que, de aventura en aventura, Orestes dio, por fin, en tierra de tauros, donde, para alcanzar perdón, debía robar del templo la estatua de la diosa Artemis, y que ahí encontró a Ifigenia, su otra hermana, oficiando como sacerdotisa del templo: a Ifigenia, a quien su padre Agamemnón, constreñido por los oráculos, y para que sus naves caminasen con fortuna hacia Ilión, había creído sacrificar, en Áulide, a la propia Artemis, pero que, salvada por la diosa en el momento del sacrificio, cumplía hoy, como en una segunda vida, los ritos sangrientos de la divinidad, recordando, a veces, por la visión del sueño, su vida anterior, y no sabiendo qué hacer de su existencia. Orestes huyó de Táurida con la anhelada estatua, y, llevando consigo a Ifigenia, navegó hacia Atenas. Ésta es, según Eurípides, la suerte de la raza de Tántalo.
Tántalo insolente y punido; Tiestes vomitando a sus hijos; y toda la caterva ilustre de los aqueos de bellas cnémides y de cascos lucientes, cuyas almas fueron precipitadas al reino sombrío, y a quienes Agamemnón gobernaba con la lanza temida; y toda la caterva ilustre de los troyanos regidos por Héctor Matador de Hombres; y Agamemnón, vencido a mansalva, en el baño y entre caricias; y Egisto regocijado y cobarde; y Clitemnestra, “la hembra matadora del macho”, apuñalada por su hijo; y Orestes que asesina y padece; e Ifigenia, víctima y virgen; y Menelao, egoísta, y casi indiferente en el teatro, si batallador en la epopeya; y el propio Pílades (tan imperatorio y lacónico que, en Esquilo, apenas habla para recordar las consignas del Oráculo y desvanecer el titubeo del cuchillo de Orestes ante el seno de la Tindárida; bien que pierda, con Sófocles, y en una de las tragedias de Eurípides, su dignidad terrible, y sólo se conserve como personaje mudo, y por mucho que Eurípides, en otra de sus tragedias, lo cambie en fiel amigo de Orestes y de sus mismos años, elocuente, confidencial, desvaneciéndose así, en ambos trágicos, el simbolismo del personaje legendario), el propio Pílades, que parece la propia voz de los Destinos, y Casandra inspirada, y Helena irresponsable —los tres afluyendo a la gran fatalidad común de la raza de Tántalo—, todos, todos ellos completan el cuadro espléndidamente doloroso. Y sola una sombra blanca, Electra, discurre, azorada, por la escena trágica, a manera de casta luz.

I

Con la verdadera indecisión trágica, y sufriendo el conflicto interno que nace de la sumisión natural de las vírgenes y los frenos del pudor, en pugna con las injusticias que la someten, y contra las cuales todos, sino ella, se rebelarían, la Electra de Esquilo es una seductora y delicada figura, cuya misma tenuidad conviene a prestarle más color patético, convirtiéndola en noble representación del dolor humano, liberado por la inconsciencia y el ensueño. Paradójica en tal razón, ella posee ese temple de las almas sensitivas por extremo, donde el engaño del mundo impide, compasivamente, a la amargura, ejercitarse en todo su rigor: es como si un sentido oculto, previsor y trascendental, la armase de particular tolerancia ante la aberración de los crímenes en que vive (al punto que éstos resultan suavizados si acontece que ella los relate); y no parece sino que la vida, por desapacible que sea con los otros, cuida de llegar hasta Electra en sus más dulces expresiones y con sus más piadosos engaños.
Quien haya leído y releído aquel deleitable trozo en que Electra, acompañada de las Coéforas, se detiene, perpleja, ante la tumba de su padre, no sabiendo qué voto hacer ni en qué nombre vaciar el vaso libatorio, y descubre, a poco, la llegada de su hermano Orestes, sólo con ver una trenza de cabellos depositada sobre el sepulcro y unas señales de haber pisado por ahí un caminante (escena de la anagnórisis en la nomenclatura de Aristóteles); quien tal haya leído repetidas veces, si tiene la virtud de sorprender el nuevo matiz de impresión que a cada nueva presencia provocan las cosas conocidas de antes, ya habrá advertido cómo, al finalizar la lectura, se queda, unas veces, poseído de real emoción dramática, otras, con ansia de llorar, y otras aún, con grata placidez risueña, como inspirada por un vago y perdido concierto de arpas. Esta sugestión múltiple, este poder trinitario de la emoción, ya tremenda, ya melancólica o bien jovial, es el más hondo secreto de la belleza inefable de Electra; y Esquilo, que más se define en lo sustancial y sentencioso, y que es tan abstracto cuanto lo requiere la pureza del te...

Índice

  1. Portada
  2. Proemio
  3. I Cuestiones estéticas
  4. II Capítulos de literatura mexicana
  5. III Varia
  6. Apéndice bibliográfico
  7. Índice de nombres
  8. Índice general