La pequeña ciencia Una crítica de la ciencia política norteamericana
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La pequeña ciencia Una crítica de la ciencia política norteamericana

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La pequeña ciencia Una crítica de la ciencia política norteamericana

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Los politólogos norteamericanos proponen sus textos y análisis como la única solución válida para enfrentar la ciencia política ideológica o "ideologizada". Su objetivo es proponer una ciencia auténtica, una anti-ideología. En La pequeña ciencia. Una crítica de la ciencia política norteamericana José Luis Orozco cuestiona esa pretensión y los aspectos que la configuran.

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SEGUNDA PARTE

SISTEMATIZANDO

VII. AVENTURAS Y DESVENTURAS DE LA
COSMOLOGÍA LIBERAL

EL DILEMA hobbesiano entre seguridad y libertad que traen en 1950 los planteos semántico-estratégicos de Lasswell tiene ya el trasfondo del Leviatán rondante desde la preguerra y que yergue ahora sus montajes sombríos e histéricos a las primeras frustraciones del liderazgo mundial. El que el Torquemada axial de esos años sea el senador Joseph McCarthy no debe ocultar que éste es sólo la pieza más agresiva del aparato inquisitorial-congresional que en la Cámara de Representantes va de J. Parnell Thomas al diligente Richard Nixon y en el Senado de Pat McCarran a Millard Tydings, a lo largo de cuyas audiencias “se forja” McCarthy. Como tampoco que el Congreso no es sino el punto de convergencia de la gran acometida extendida en un amplísimo frente y moviéndose en variadísimos planos. Sin desestimar al macartismo en las Universidades, la hoguera arde más en torno a blancos de relieve público que a claustros académicos sin tradiciones de disensión —Hollywood en Thomas; los “indiferentes criminales” del Departamento de Estado o los intelectuales de todas las gamas de escarlata en McCarthy—. Lo cual no soslaya, entre otros y no en ese orden, ni al índice sobre Herbert Aptheker ni a la descalificación de Philip Jessup como representante de los Estados Unidos ante la ONU y “el reenvío a sus libros” entre el júbilo reaccionario de gentes como William F. Buckley.1
No es aquí el lugar para descifrar los estandartes de los Cruzados de la Guerra Fría o escalar las cumbres senatoriales desde las que a la victoria republicana de 1952 lanza McCarthy a los rojos de casa la promesa cuasibíblica de “represalia masiva” vertida por John Foster Dulles a los de uno y otro vecindarios hemisféricos. Ni lo es para presenciar la oposición a su “pestilencia desoladora” o la caída de 1954 —caída de McCarthy, que no del macartismo: Nixon preside el Senado—. Lo que sí que han de tomarse como el referente obligado para explorar en el sentido de orientación y en la capacidad de respuesta que un concepto de ciencia y un contexto institucional imprimen al oficio del pensar político en un momento en que sus mismos cimientos ideológicos van de por medio. O, invirtiendo la relación, para determinar la manera en la que los presupuestos liberales silencian su sustancia constitucional, individualista y democrática valiéndose de los cascarones formales de la objetividad científica y la consistencia empírica. Y es que ahí hay un vuelco y una dislocación, y graves, inexplicables e inexcusables por toda su literatura condenatoria del macartismo y de sus víctimas basada en la indiscriminación no privativamente lasswelliana de tirios y troyanos, de izquierdas y derechas, de verdugos y agarrotados, de bandos conjurados al fondo en empañar la diversidad y el colorido distintivos de la política americana. Literatura que a su vez, sea en el transcurso de los eventos o a posteriori, no encuadra tan fácilmente en los patrones del pro-fascismo o del conservatismo aventurado y pasajero diseñados para tasar la actitud del liberalismo pluralista ante el macartismo.2
Porque primeramente no es factible hacerlo en bloque sobre un conglomerado profesional cuyos miembros fluctúan entre más de 4 500 y más de 6 000 entre 1947 y 1954. Claro que no es éste el caso de captar todos los contrastes individuales en derredor a la interpretación y la eventual aceptación de la nueva mecánica de la lealtad; pero tampoco lo es de encasillar en líneas abstractas y rígidas a un proceso que hubo de moverse entre condicionantes variadísimos, internacionales, nacionales o de especificidad institucional y personal. No puede ser otra la pauta a seguir para apreciar el papel ideológico asumido por la ciencia política durante y después de la caza de brujas —papel que giraría desde el ángulo no muy concurrido de la denuncia hasta el de los otros no muy nítidamente distinguibles de la indiferencia, la tolerancia, la tergiversación, la complicidad o la apologética. Ninguna concepción teórica sale de la nada y ésta no es la excepción. De un lado un reto monolítico le obliga a mantenerse aquí como a replegarse allá: incluso a proyectarse como la portadora en turno de los valores ético-científicos del pensamiento político occidental. Del otro no escapa a los escalofríos y a los optimismos que recorren la espina dorsal del complejo entero de las disciplinas sociales norteamericanas, reflejos ellos de síntomas objetivos y estructurales.
De aquí pues que ante la metafísica de un marxismo retorcido pero compacto y a pesar de los empeños cosmológicos de Lasswell su aparición en el escenario de la UNESCO ofrecerá imágenes de desparramamiento y de pirotecnia verbal. Es poco lo que la introducción de lo que Crick resume como “el evangelio democrático de la investigación” atiza en el entusiasmo de continentes ayunos de recursos financieros elementales. Más aún si ese evangelio va aderezado del deslumbramiento escolástico-conceptualista de los oráculos del cientificismo: del logomaquinar metodológico de Merriam o del bregar psicologista y semántico-cuantitativista de un Lasswell que al desafiar a “lo convencional” sienta los fueros de “lo funcional” en el análisis político. El espectáculo es tal que hasta llega a la querella. En el nombre de las ideas y de los valores básicos o de la historia como “actividad estética” se pronuncia Benjamin Lippincott en contra del presunto empirismo que gravita entre sus colegas y coterráneos. Sus reproches a “las charadas a nivel académico” —“sin ningún desarrollo significativo y sin arribar a ninguna conclusión definitiva”— no arrastrarán empero al terreno de la barricada sino al de la conducción de la teoría política a la ética y la psicología en el restablecimiento de la conexión aristotélica entre hechos y razón.3
Hay, más seria, otra nota discordante: la que da Thomas I. Cook. Británico de origen, egresado de la London School of Economics y luego doctorado en Columbia, sus tempranos intereses teóricos por la historia del pensamiento político confluyen con la experiencia en la consultoría gubernamental y su atención a la crítica marxista del Estado con la antropología y la sociología institucionales. Hombre de convergencias, hay una que elude: la de la insatisfacción con las categorías tradicionales del conocimiento político y el afán cientificista por desbancarlas o desubstancializarlas. Una simple consideración realista desaconsejaría el echar en saco roto al Estado o al Poder, impondría reasentarlos a través de un método capaz de “crear una ciencia social objetiva, uniformada a manera de crear subdivisiones significativas y funcionalmente relacionadas”. Y éste es el de la planificación ecológica, cimentable en la armonía dinámica entre lo normativo-valorativo y lo ambiental, lo demográfico, lo tecnológico, lo científico y lo regulatorio. La tarea que entraña es la de diseñar matrices y puentes interdisciplinarios para cubrir distancias distorsionadas: la sociología enlazando a lo político y a lo económico —órdenes comprometidos en una empresa social común, con funciones interdependientes e idénticas en última instancia—; la historia como “la ciencia de la sociedad”, como fundamento empírico de la filosofía.4
Es notorio, con todo, que ni la política de propósito de Cook ni el aristotelismo de Lippincott ensamblan en el mosaico neoliberal que se gesta. Los bizantinismos de Merriam y Lasswell cumplen un mejor cometido: detrás de ellos está el bagaje impresionante de las cifras recolectadas en el Chicago de los veinte y treinta y sus mensajes explícitos e implícitos. Sin embargo no bastan ya las dimensiones del laboratorio y las conclusiones de entonces: a la óptica del mundo expandido y antitético de la segunda mitad del siglo aquél se antoja pequeñísimo y los resultados fragmentarios e inarticulados. La solidez factual de los datos requiere ahora de la textura ideográfica, de dar el gran salto a lo macroscópico, de generalizar y validar el hecho plural a escala nacional, de hacer inteligibles a los números y a los registros. En el juego lasswelliano de “la influencia y lo influyente”, sobriamente, el movimiento es ejecutado por Peter H. Odegard. Su pluralismo será ahí moderado, sabedor de avenencias y democracia, de libertades y lealtades seccional-transversales, de equilibrios mutuos en fin —si los grupos de presión son el correctivo funcional de la representación numérica y geográfica de los partidos éstos operan a su vez atemperando el faccionalismo o la irresponsabilidad que podría acarrear la estrechez del interés de grupo—.5
¿De dónde lo nuevo de un paisaje metafísico tan familiar en la ciencia política norteamericana desde 1908? ¿De dónde la validez de la proyección libre-cambista de Bentley en un foro y en una época que tienen ya un New Deal y un Keynes de por medio? Primero y sobre todo del ritmo histórico del sistema capitalista cuyas nuevas condiciones estructurales generadas por la automatización en la producción y por su expansión y supuesta maduración alimentan la idea de la inalterabilidad básica de la premisa ideológica decimoctávica. Después, de la misma estructura analítica-electoralista de la disciplina, escudriñable en Bentley como en Odegard, en Merriam como en Lasswell. Ahora que es evidente que el rango de clásico con el que Gross honra en 1950 a la frescura y a la perspicacia de la obra de Bentley —uno de “los libros más importantes sobre gobierno jamás escritos en América”— no implica de manera alguna el que los dispersos logros empíricos sean reenmarcados en lo fisiocrático o se miren por el lente de Adam Smith. Sabemos que ni Odegard ni el propio Bentley vieron en el esquema pluralista un cuadro universal de competencia política perfecta. En consecuencia no se trata aquí de restaurar anacrónica y furtivamente al laissez faire como criterio ideológico sustantivo y vigente. La ciencia alienta y autoriza cosas más sutiles.
Es justo la intercambiabilidad metodológica-sustantiva, su elasticidad proredimental-reificadora, la que hace a los dibujos de Bentley tan aparentemente invulnerables en lo académico y en lo ideológico. Esa cualidad afianza al desarrollo “americano” del pluralismo desembarazándolo no sólo de las connotaciones corporativistas europeas de Gierke, Maitland o Figgis sino principalmente de las clasistas que sirvieran a Laski para unirlo tanto a una tradición antiestatista y libertaria cuanto a una igualitaria.6 Fallecido precisamente en 1950 e incuestionablemente la figura pluralista de mayor estatura internacional, Laski queda excluido —con la excepción de sus atisbos contra el absolutismo soberano del Estado y algunas observaciones parciales y circunstanciales sobre la política norteamericana— de un pluralismo que alardea del enfrentamiento a cualquier clasificación rígida o pretensión especulativa. Nada tiene de casual el que Odegard fundamente su bipartidismo en la repulsa al “atractivo de clase”, al “doctrinarismo” o a “la disciplina” que imponen los partidos menores, el Progresivista, el Socialista y el Comunista. Como tampoco el que el primer “valor” que Gross halle en Bentley sea “su sucinto y aún oportuno criticismo a Marx” y sus “abstracciones” de clase. Lo que la ciencia rescata en resumen, o al menos se jacta de ello, es el carácter de instrumento analítico del pluralismo, instrumento que exige operarlo “tan científicamente como fue diseñado y mejorarlo en su uso”.7
Fuera de armazones totalistas y dentro cuando conviene, la arquitectura bentleyana concilia los fueros del empirismo metodológico y los de una visión universalista. Omniexplicativa y ubicua, deductiva e inductiva, es el gran Proteo académico que tanto se zafa ahí como se escurre allá: que posee el pretexto siempre científico de la manipulabilidad analítica para pisar ámbitos cosmológicos. “Debemos aprender ahora el significado de la política total”, proclama Odegard al año siguiente desde la tribuna presidencial de la Asociación Americana de Ciencia Política. El tono no luce retórico: se viven los tiempos de la “guerra total”, de la “diplomacia total” y el científico político no puede permanecer a la retaguardia; debe, en otras palabras, suscribir los valores del conocimiento, reasumir incluso el de la denuncia. Pieza memorabilísima en los anales pluralistas, el Discurso de Odegard se mira calando hondo en la circunstancia inquisitorial del macartismo. Vibra al señalar a la estrategia de una Guerra Fría contra el comunismo que conduce “paso a paso” a “la transformación de nuestro Estado Democrático en un Estado Guarnición”, que degüella “la presunción de inocencia” de todo procesado legal. Va o parece ir muy lejos al tronar contra “el llamado programa de lealtad al gobierno federal, la vociferación de los comités sobre actividades antiamericanas” y se duele de “sus efectos sobre las libertades civiles tradicionales”.8
Nos engañaríamos empero al considerar a ésta como la parte medular del texto: es la ilustrativa, la anecdótica. Tema confesadamente nada novedoso, el reto que impresiona a Odegard y le hace acudir al macartismo como accesorio dramático es el de la especialización: sin ahondar en factores causales de ningún tipo la vislumbra en sus rasgos de mera competencia técnica como orillando a la servidumbre a los extremos —a un Hitler, a un Mussolini, a un Stalin—. Y henos aquí desembocando en un alegato por la educación humanística (liberal) convertible en filípica a la parcelación del conocimiento y a la totalización de la ideología. Y, descubierto el tronco común, en una embestida discursiva a los radicalismos. Si en una esquina McCarthy victima a los “tullidos intelectuales” engendrados por la especialización en la otra lo emula William Z. Foster; si hay denuestos a los “rufianes encapuchados” del Ku Klux Klan también llueven éstos a “los seudointelectuales transformados en los esbirros y las tropas de asalto de Stalin”. Pero lo crucial no es ya entonces el sacudirse del macartismo y de su hermano siamés sino el descender a sus raíces mistificadas buscando “armonizar la demanda legítima por un aprendizaje especializado con la necesidad igualmente urgente de una educación humanística”. De ahí que a la prescripción final de “los requerimientos educativos mínimos” en los tres niveles universitarios se inserten “los valores que dan sentido y dirección a nuestras vidas”, la dignidad, el reconocimiento de diferencias culturales, la razón, la libertad de investigacón, expresión y asociación y la responsabilidad social.9
Es claro que lo que la mecánica pluralista busca conceder a la ciencia política norteamericana es un sentido conectivo de totalidad que por incluir a lo empírico-analítico excluye supuestamente a la masividad ideológica. No sin alguna contradicción en los términos, los tiempos claman para Samuel Lubell por “una filosofía básica de lo que es la política americana”. Y el pluralismo pinta ideal para comprimir el ser y el deber ser y acoplar el interés de los grupos con lo que Lubell llama un cementing interest. Su empresa, como la de Odegard, no está de talante ni para derechas ni para izquierdas: se desvía de ella sólo cuestión de grados al acentuar lo unitivo sobre lo dispersivo. Porque Lubell habla de “un pluralismo en proceso de unificación nacional” e invoca “fuerzas nacionalizantes”; tiene en mente “una coalición mayoritaria” cuyo vehículo mira en el bipartidismo, “una unión más perfe...

Índice

  1. Portada
  2. Índice
  3. Prólogo, por Héctor Zamitiz
  4. Introducción
  5. Breve advertencia terminológica
  6. Primera Parte: Construyendo
  7. Segunda Parte: Sistematizando
  8. Epílogo
  9. Índice onomástico