Las reglas del método sociológico y otros ensayos de metodología
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Las reglas del método sociológico y otros ensayos de metodología

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La teoría sociológica moderna opera, en buena medida, a partir de un principio capital de la teoría de Durkheim: por naturaleza, la sociedad es una realidad específica, distinta de las realidades individuales, y todo hecho social tiene como causa otro hecho social y nunca un hecho individual.

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Información

Año
2019
ISBN
9786071665379
Categoría
Sociología

Textos complementarios

I. Curso de ciencia social. Lección inaugural (1888)*

Caballeros:
Para hacerme cargo de enseñar una ciencia recién nacida y que apenas cuenta con un reducido número de principios establecidos de manera definitiva, algo de temeridad habrá en mí al no amedrentarme ante las dificultades de mi labor. Por lo demás, hago esta confesión sin pena ni timidez. Creo, en efecto, que en nuestras universidades, junto a esas cátedras desde la altura de las cuales se enseña la ciencia hecha y las verdades adquiridas, hay lugar para otros cursos en los que el profesor haga ciencia a medida que enseña; en los que encuentre entre sus asistentes casi tantos colaboradores como alumnos; en los que investigue con ellos, ande a tientas con ellos e incluso, a veces, caiga en la confusión junto con ellos. No vengo, por tanto, a presentarles una doctrina cuyo secreto y privilegio pertenecería a una pequeña escuela de sociólogos, y, sobre todo, no voy a ofrecerles remedios elaborados para sanar a nuestras sociedades modernas de los males que pueden sufrir. La ciencia no avanza tan rápido; requiere de tiempo, bastante tiempo, sobre todo para que sea utilizable en la práctica. Por consiguiente, el inventario de lo que les presento es más modesto y más sencillo de realizar. Creo poder plantear con cierta precisión un determinado número de preguntas fundamentales, que se relacionan entre sí, a modo de constituir una ciencia en medio de las demás ciencias positivas. Para resolver estas preguntas, les propondré un método que intentaremos aplicar juntos. Por último, de mi estudio sobre estos temas he extraído algunas ideas axiales, algunas perspectivas generales, algo de experiencia —si me lo permiten—, que, espero, servirán para guiarnos en nuestras futuras investigaciones.
Que tal reserva, después de todo, no tenga como efecto despertar o reavivar entre algunos de ustedes el escepticismo del que han sido objeto los estudios sociológicos en algunas ocasiones. Una ciencia joven no debe ser demasiado ambiciosa, e incluso tiene tanto más crédito cuanto se presente con mayor modestia ante los hombres de espíritu científico. Sin embargo, no puedo ignorar que aún hay algunos pensadores, muy pocos a decir verdad, que dudan de nuestra ciencia y de su porvenir, y, evidentemente, no podemos hacer caso omiso de ello; pero, para convencerlos, el mejor método no es a mi parecer discurrir de manera abstracta sobre la cuestión de si la sociología es viable o no. Una disertación, incluso una excelente, jamás ha convencido a un solo incrédulo. La única forma de comprobar el movimiento es andando. La única forma de demostrar que la sociología es posible es evidenciando que ésta existe y vive. Razón por la cual voy a dedicar esta primera lección a exponer la serie de transformaciones que ha atravesado la ciencia social desde comienzos de este siglo; les presentaré los progresos logrados y aquellos que faltan por hacer, y les mostraré en qué se ha convertido y en qué está convirtiéndose la ciencia social. Después de esta exposición, ustedes mismos sacarán su propia conclusión sobre las aportaciones que puede hacer esta disciplina y el público al que debe dirigirse.

I

Desde la República de Platón no han faltado pensadores que no hayan filosofado sobre la naturaleza de las sociedades. Sin embargo, hasta comienzos de este siglo, en la mayor parte de sus trabajos predominaba una idea que impedía de manera radical que la ciencia social se constituyera como tal. En realidad, casi todos esos teóricos de la política veían en la sociedad una obra humana, un fruto del arte y la reflexión. Según ellos, los hombres se dispusieron a vivir juntos porque se dieron cuenta de que era bueno y útil; fue un artificio que idearon para mejorar un poco su condición. Una nación, por tanto, no sería un producto natural, como lo es un organismo o como una planta que nace, crece y se desarrolla en virtud de una necesidad interna; sino que se asemejaría más a esas máquinas que hacen los hombres y cuyas partes se ensamblan de acuerdo a un plan preconcebido. Si las células que conforman el cuerpo de un animal adulto se convirtieron en lo que son, fue porque estaba en su naturaleza llegar a serlo. Si esas células se combinaron de cierto modo es porque, dado su medio ambiente, les fue imposible combinarse de otro modo. En cambio, los fragmentos de metal de los que está hecho un reloj no tienen una inclinación especial ni hacia determinada forma ni hacia determinada combinación. Si están dispuestos de un modo y no de otro es porque el artesano así lo decidió. No es su naturaleza sino la voluntad lo que explica los cambios que sufren; el artesano es quien ha colocado las piezas del modo más acorde a sus propósitos. Pues bien, la sociedad funcionaría igual que este reloj. No habría nada en la naturaleza del hombre que lo predestinara forzosamente a la vida colectiva; sino que él mismo la habría inventado e instituido pieza tras pieza en su totalidad. Que sea obra de todos, como lo afirma Rousseau, o de uno solo, como lo concibe Hobbes, la sociedad entera habría salido de nuestro cerebro e imaginación. Y en nuestras manos sólo sería un cómodo instrumento, del que bien pudimos haber prescindido, y que podemos modificar constantemente a nuestra conveniencia; ya que podemos deshacer con entera libertad todo aquello que hicimos libremente. Si es cierto que somos los autores de la sociedad, podemos destruirla o transformarla. Para ello basta con quererlo.
Tal es, caballeros, la concepción que ha predominado hasta los últimos tiempos. Es verdad que, con intervalos poco frecuentes, hemos visto la idea contraria abrirse paso, pero tan sólo por algunos instantes y sin dejar huellas perdurables tras de ella. El ilustre ejemplo de Aristóteles, quien fue el primero que vio en la sociedad un hecho de la naturaleza, prácticamente no tuvo réplica. En el siglo XVIII, vemos resurgir esta misma idea con Montesquieu y Condorcet. No obstante, el propio Montesquieu, si bien declaró con ahínco que la sociedad, como el resto del mundo, está sometida a leyes necesarias derivadas de la naturaleza de las cosas, dejó escapar las consecuencias de su principio cuando apenas lo había planteado. Ahora bien, en esas condiciones no hay lugar para una ciencia positiva de las sociedades, sino simplemente para un arte político. La ciencia, en realidad, estudia lo que es; el arte combina los medios en función de lo que debe ser. Entonces, si las sociedades son lo que hacemos de ellas, no hay que preguntarse qué es lo que son, sino qué es lo que debemos hacer con ellas. Como no habrá que contar con su naturaleza, no será necesario conocerla: bastará con establecer el fin que las sociedades deben cumplir y encontrar la mejor forma de disponer las cosas para que tal fin se lleve a cabo adecuadamente. Se planteará, por ejemplo, que el propósito de la sociedad es asegurar a cada individuo el libre ejercicio de sus derechos, y de ahí se deducirá toda la sociología.
Los economistas fueron los primeros en proclamar que las leyes sociales son tan necesarias como las leyes físicas, e hicieron de este axioma la base de una ciencia. Según ellos, resulta tan difícil que la competencia deje de nivelar poco a poco los precios, o que el valor de las mercancías no aumente cuando se incrementa la población, como les resulta a los cuerpos evitar la caída libre, o a los rayos luminosos no refractarse cuando atraviesan medios de distinta densidad. En lo referente a las leyes civiles que decretan los príncipes o que votan las asambleas, éstas deben limitarse a manifestar, de manera sensible y clara, dichas leyes naturales; sin embargo, no pueden crearlas ni cambiarlas. No se puede asignar, por decreto, un valor a algo que no lo tiene, es decir, a algo que nadie necesita, y todos los esfuerzos de los gobiernos por modificar a su voluntad las sociedades son inútiles, cuando no son malos; así, lo mejor es que se abstengan de hacerlo: su intervención no podría ser más que perjudicial; la naturaleza no los necesita. Sigue por sí sola su curso, sin que haya necesidad de ayudarla o forzarla, suponiendo que tal cosa fuera posible.
Extiéndase este principio a todos los hechos sociales y se habrá fundado la sociología. En efecto, todo orden especial de fenómenos naturales sometidos a leyes constantes puede ser objeto de un estudio metódico, es decir, de una ciencia positiva. Todos los argumentos suspicaces terminan por fracasar ante esta simple verdad. «Pero —dicen los historiadores— nosotros hemos estudiado las sociedades y no hemos descubierto la más mínima ley. La historia no es otra cosa que una serie de sucesos que, sin duda, se relacionan entre sí siguiendo las leyes de la causalidad, pero sin repetirse jamás. Esencialmente locales e individuales, esos sucesos pasan para nunca regresar y, en consecuencia, son refractarios a cualquier generalización, es decir, a cualquier estudio científico, puesto que no hay una ciencia de lo particular. Las instituciones económicas, políticas o jurídicas dependen de la raza, del clima y de todas las circunstancias en las que se desarrollan: son cantidades tan heterogéneas que no se prestan a la comparación. En cada pueblo, las instituciones tienen una fisonomía propia que se puede estudiar y describir a detalle; pero, una vez que nos ofrecen una monografía bien hecha de ellas, todo está dicho.»
La mejor manera de responder a esta objeción y de probar que las sociedades, como cualquier otra cosa, están sometidas a leyes sería, desde luego, encontrar tales leyes. Pero sin tener que esperar hasta que eso ocurra, una inducción bastante legítima nos permite afirmar que esas leyes existen. Si hay algo hoy que esté fuera de dudas es que todos los seres de la naturaleza, desde los minerales hasta el hombre, competen a la ciencia positiva, es decir, que todo lo que en ellos ocurre sigue leyes necesarias. Este postulado ahora ya no tiene nada de conjetural; es una verdad que la experiencia ha comprobado, pues hemos encontrado las leyes o, por lo menos, las hemos ido descubriendo poco a poco. De manera sucesiva se constituyeron la física y la química, luego la biología y, por último, la psicología. Podemos incluso decir que de todas las leyes la mejor establecida experimentalmente —pues no conocemos ni una sola excepción y ha sido verificada una infinidad de veces— es aquella que proclama que todos los fenómenos naturales evolucionan siguiendo leyes. Entonces, si las sociedades están en la naturaleza, también deben obedecer, a su vez, a esa ley general que resulta de la ciencia y la domina a la vez. No hay duda de que los hechos sociales son más complejos que los hechos psíquicos, pero acaso éstos no son a su vez infinitamente más complejos que los hechos biológicos y físico-químicos, y, no obstante, en la actualidad ya no puede seguir tratándose de poner la vida consciente fuera del mundo y de la ciencia. Cuando los fenómenos son más complejos, su estudio es menos fácil, pero es una cuestión de vías y medios, no de principios. Por otro lado, dada su complejidad, tienen un mayor grado de flexibilidad y registran más fácilmente la huella de las menores circunstancias que los rodean. Por eso tienen un aire más personal y se distinguen más unos de otros. Pero no hay que dejar que las diferencias nos impidan reconocer las analogías. Sin lugar a dudas, hay una enorme distancia entre la conciencia del salvaje y la de un hombre cultivado; y, sin embargo, tanto una como otra son conciencias humanas que tienen similitudes y pueden ser comparadas: lo sabe bien el psicólogo, que extrae de esas comparaciones una cantidad valiosa de información. Lo mismo sucede en el caso de la flora y la fauna en medio de las cuales evoluciona el hombre. Así, por diferentes que puedan ser unos de otros, los fenómenos producidos por las acciones y reacciones que se generan entre individuos semejantes, situados en contextos análogos, deben necesariamente parecerse en algún aspecto y prestarse a útiles comparaciones. Para evitar esta consecuencia, ¿alegaremos que la libertad humana excluye cualquier idea de ley e imposibilita cualquier previsión científica? La objeción, caballeros, puede sernos indiferente y podemos ignorarla no por desdén sino por método. La cuestión de saber si el hombre es libre o no tiene, sin duda, su interés, pero su lugar está en la metafísica, y las ciencias positivas no pueden ni deben ocuparse de ello. Hay filósofos que han encontrado en los organismos, e incluso en las cosas inanimadas, un tipo de libre albedrío y contingencia; pero no por ello ni el físico ni el biólogo han cambiado su método: ambos han continuado apaciblemente su camino sin preocuparse de tan sutiles discusiones. Del mismo modo, ni la psicología ni la sociología deberían esperar para constituirse hasta que esa cuestión del libre albedrío del hombre, ventilada durante varios siglos, tenga finalmente una solución que, además, todo el mundo lo sabe, no parece en modo alguno estar cerca. La metafísica y la ciencia tienen, por igual, interés en mantenerse independientes la una de la otra. Podemos, por tanto, concluir diciendo lo siguiente: es necesario elegir entre estos dos términos: o bien reconocer que los fenómenos sociales son accesibles a la investigación científica, o bien admitir, sin razón y contrario a todas las inducciones de la ciencia, que hay dos mundos en el mundo: uno donde reina la ley de la causalidad y otro donde reinan lo arbitrario y la contingencia.
Tal es, caballeros, la gran aportación que los economistas hicieron a los estudios sociales. Ellos fueron los primeros en percatarse de todo lo que hay de vivo y espontáneo en las sociedades. Comprendieron que la vida colectiva no podía ser obra de un hábil artífice que la hubiera establecido de un plumazo; que no era resultado de un impulso exterior y mecánico, sino que se elaboraba lentamente en el seno de la propia sociedad. De ese modo, pudieron asentar una teoría de la libertad sobre una base más sólida que la de una hipótesis metafísica. Está claro que si en efecto la vida colectiva es espontánea, debemos dejarle su espontaneidad. Cualquier obstrucción sería absurda.
No obstante, no hay que exagerar el mérito de los economistas, quienes, al decir que las leyes económicas eran naturales, le daban a esta palabra un sentido que disminuía su alcance. De hecho, según ellos, lo único real en la sociedad es el individuo: todo emana de él y todo retorna a él. Una nación no es más que algo nominal, es una palabra que sirve para designar un conglomerado mecánico de individuos yuxtapuestos. Pero no tiene nada de singular que la distinga de las demás cosas; sus propiedades son las mismas de los elementos que la componen, sólo que aumentadas y ampliadas. El individuo es, por tanto, la única realidad tangible a la que puede acceder el observador, y el único problema que puede plantearse la ciencia es buscar cómo debe conducirse el individuo en las principales circunstancias de la vida económica, dada su naturaleza. Las leyes económicas y, más ampliamente, las leyes sociales no serían hechos muy generales que el científico infiere de la observación de las sociedades, sino consecuencias lógicas que deduce de la definición del individuo. El economista no dice: las cosas suceden de tal forma porque la experiencia así lo estableció; dice antes bien: las cosas deben pasar de esta forma porque sería absurdo que fuera de otro modo. La palabra natural debería entonces reemplazarse por la palabra racional, que no es lo mismo… ¡Si por lo menos ese concepto del individuo que, se supone, alberga en sí toda la ciencia fuera acorde a la realidad! Pero, para simplificar las cosas, los economistas las empobrecieron artificialmente. No solamente hicieron caso omiso de las circunstancias de tiempo, lugar o país para imaginar un tipo abstracto del hombre en general, sino que en el propio tipo ideal prescindieron de todo aquello que no se relacionaba con la vida estrictamente individual, y así de abstracción en abstracción no les quedó en la mano más que el triste retrato del egoísta en sí.
La economía política perdió de ese modo todos los beneficios de su origen. Permaneció como una ciencia abstracta y deductiva, ocupada no en observar la realidad sino en construir un ideal más o menos deseable; ya que ese hombre en general, ese egoísta sistemático del que nos habla, es simplemente un ser racional. El hombre real, el que conocemos y somos, es bastante complejo: pertenece a una época y a un país, tiene una familia, una ciudad, una patria, una fe religiosa y política; y, por añadidura, todos esos elementos y muchos otros se mezclan, se combinan de mil formas, cambian e intercambian su influencia sin que sea posible decir a primera vista dónde comienza uno y dónde acaba el otro. Sólo a través de largos y laboriosos análisis, que apenas hoy comienzan a hacerse, será posible un día hacer un estudio aproximado de cada uno de ellos. Los economistas aún no tenían, pues, una idea de las sociedades lo suficientemente razonable como para que realmente...

Índice

  1. Portada
  2. Las «viejas» reglas del método sociológico
  3. Nota a la presente edición
  4. Prólogo a la primera edición (1895)
  5. Prólogo a la segunda edición (1901)
  6. Introducción
  7. I. ¿Qué es un hecho social?
  8. II. Reglas relativas a la observación de los hechos sociales
  9. III. Reglas relativas a la distinción entre lo normal y lo patológico
  10. IV. Reglas relativas a la constitución de los tipos sociales
  11. V. Reglas relativas a la explicación de los hechos sociales
  12. VI. Reglas relativas a la administración de la prueba
  13. Conclusión
  14. TEXTOS COMPLEMENTARIOS
  15. Índice