El carácter de los mexicanos
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El carácter de los mexicanos

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El carácter de los mexicanos

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Páginas escritas por un pensamiento lúcido y honesto, cuyos párrafos llegaron a influir de manera muy importante en la consolidación del México independiente.

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Información

Año
2018
ISBN
9786071654212
Categoría
Historia
La población mexicana puede dividirse en tres clases, la militar, la eclesiástica y la de los paisanos. La más numerosa, influyente, ilustrada y rica es esta última que se compone de negociantes, artesanos, propietarios de tierras, abogados y empleados: en ella se hallan casi exclusivamente en el día las virtudes, el talento y la ciencia, ella da el tono a las demás y absorbe toda la consideración del público, por hallarse en su seno lo que se llamaba antigua nobleza del país, que ha empezado a tener aprecio después de la Independencia. Antes de esta época memorable la pretendida nobleza de México se componía de los inmediatos descendientes de los ricos negociantes españoles, quienes luego que tenían un caudal considerable compraban muy caros sus títulos a la corte de Madrid y fundaban con el todo o parte de su caudal mayorazgos que perpetuasen su casa y nombre. El empeño de pasar a la posteridad por estos medios muy pocas veces tuvo efecto, pues los hijos educados en el ocio y el regalo, sin idea ninguna de las virtudes sociales, después de haber disipado los bienes libres, gravaban los vinculados con licencia de la Audiencia; como carecían de todos los hábitos industriales y aun se desdeñaban de tenerlos, el gravamen de los bienes iba en aumento, y a la tercera generación el vínculo se acababa desapareciendo con el mayorazgo y el nombre de quien lo fundó. Esta mala conducta, unida al aire desdeñoso que afectaban, respecto de las demás clases de la sociedad, unos hombres ignorantes, llenos de vicios, y cuyo menor defecto consistía en carecer de toda virtud, los hacía ridículos y despreciables en términos de que vinieron a ser el ludibrio de todas las clases de la sociedad. No sólo bajo éste, sino bajo otros aspectos, se presentaba también con el carácter del ridículo la tal nobleza mexicana: la falta de mérito en los fundadores y lo nuevo de su creación eran los principales. Las acciones heroicas y brillantes han sido siempre y en todas partes la base de la nobleza, y los pueblos han tenido constantemente un respeto y veneración supersticiosa por las familias y descendientes de aquellos que han hecho admirar su nombre con acciones que hieren vivamente la imaginación; nada de esto ha hecho recomendables a los troncos de los títulos mexicanos: negociantes oscuros, sin mérito ni talento y cuya riqueza no reconocía otro principio que el monopolio establecido por la metrópoli, y la liga que para auxiliarse mutua y exclusivamente tenían los españoles en México; éstos y no otros han sido por la mayor parte los fundadores de los mayorazgos mexicanos, quienes no podían transmitir a la posteridad la admiración y respeto que no se habían captado en su favor: si a esto se añade lo nuevo de las concesiones de semejantes títulos, pues muy pocos o ninguno de ellos databan siquiera de cien años, tendremos los verdaderos motivos de lo ridículo e insubsistente de la tal nobleza, cuya extinción vino de su peso, y sin ningún esfuerzo para acordarla, tan destituida así se hallaba de apoyo y tanto le era contraria la opinión de todo el público. En el día esta clase ha mejorado, considerablemente desprendida de sus antiguas preocupaciones y de sus hábitos viciosos, pues ha entrado en la sociedad bajo el pie de una igualdad racional, y no ha intentado sostener ya otras distinciones ni pretendido otra consideración que la debida al mérito personal: muchos o los más de los miembros de estas familias han cesado ya en aquel lujo y disipación con que insultaban a sus acreedores, reduciendo sus gastos, proporcionándolos al estado y situación de sus bienes, tomando al mismo tiempo medidas importantes para libertarlos de los gravámenes que reportan y hacerlos progresar.
La laboriosidad y el deseo de proporcionarse goces y comodidades ha penetrado y se ha hecho común en las demás ramas de la clase del paisanaje, todos más o menos van levantando sus fortunas, promoviendo la educación de sus hijos y ocupando en la sociedad el lugar distinguido a que se hacen acreedores en una república los que pertenecen a las clases productoras. Los empleados, entre los cuales deben contarse los cesantes y pensionistas, son los únicos del paisanaje que cada día se hacen mas odiosos en la República; en esta clase contamos a los militares retirados y sueltos que no hacen servicio en los cuerpos y a los que han revivido a virtud de la ley de premios. Como el erario no puede cubrir sus atenciones y como forman una parte muy considerable de ellas los sueldos, pensiones y gratificaciones que se pagan por estos títulos, el público que ve el ningún servicio que prestan los más de ellos, los sueldos excesivos de otros y lo innecesario de muchas plazas, se declara contra las personas y los culpa de errores de administración en que por lo general no han tenido parte. La empleomanía que creó el gobierno español en los naturales del país ha tenido ocasión de progresar mucho con el estado de revolución permanente en que se ha hallado la República desde la Independencia: la ruina de las fortunas ha hecho que muchos busquen su subsistencia en un empleo, y de aquí ha provenido esa prodigalidad en crear plazas, ese empeño en solicitarlas, y esa conducta transgresora de las leyes en proveerlas en otros que en los cesantes. Cada nueva revolución del país (y han sido muchas) ha producido la destitución de los jefes y subalternos de los cuerpos, y de muchos de los empleados de la administración civil que han quedado con sus sueldos, proveyéndose las plazas que ocupaban en otros a quienes a su vez ha tocado la misma suerte. Cada nuevo gobierno ha creído necesario dar empleos a sus adictos, o para recompensarles la parte que han tomado en su elevación o para formarse un círculo de personas que lo sostengan contra los ataques de sus enemigos. Esta operación repetida muchas veces ha levantado el presupuesto general de la República y de los estados, de modo que ya no es posible cubrir ni el de la una ni el de los otros. De aquí la insubsistencia de los puestos y el odio generalmente difundido en México contra los empleados.
Pero hay otro motivo más justo que hace odiosa a esta clase y deprime mucho el honor de la República y es el cohecho y soborno tan generalizado en ella y tan públicamente sabido. Se puede asegurar, con poquísimas excepciones, que no hay uno solo que no se presente a él del modo más indecoroso. Vemos (dice con razón el autor de la Revista de Filadelfia) el cohecho desde el puesto más elevado hasta el más bajo, desde el alcalde que despacha el más trivial proceso, hasta el ministro que por su soberana voluntad decreta una tarifa, y con sola una palabra paraliza el curso del comercio arruinando a millares de hombres; y aunque esperamos que este carácter mejorará con el tiempo, tememos que la época es muy lejana a no ser que sobrevenga una alteración repentina, lo que no es muy probable, o que algún acontecimiento violento purgue a la administración de los humores enfermizos. Este vicio es el producto de una serie de causas que han estado obrando desde tiempos remotos, y se necesitan años de relaciones y trato libre con el resto de la especie humana para que pueda verificarse un cambio sustancial. Tenemos por cierto que si la administración mexicana no procura eficazmente disminuir el número de plazas y empleados, reducir a una justa proporción los sueldos de éstos y vigilar escrupulosamente su conducta, el país se convertirá en un centro de facciones y proyectos revolucionarios que se reproducirán sin cesar y pondrán en riesgo por muchos años su tranquilidad interior.
La clase militar aún subsiste en la República merced a las revoluciones que han llegado a hacerla importante: ella se compone de los generales, jefes y subalternos del ejército que están en servicio activo y subsisten de sus sueldos. Pues los que han tirado por otra parte para subsistir no nos parece deberse contar en ella. Su fuero es perjudicial, no sólo porque exime de la jurisdicción civil a los que más deberían respetarla, sino porque de muchos años a esta parte se ha convertido en un instrumento de persecución, sirviendo de ocasión para poner un poder sin límites en las manos del gobierno y de los partidos que alternativamente lo han dominado. El honor, la vida y el bienestar del ciudadano de México han estado por muchos años a disposición de una comisión militar que no ha hecho como era de creerse, sino lo que el gobierno le ha mandado, o lo que presumía fuese de su agrado y aprobación. Inútiles han sido hasta fines de 1832 todos los esfuerzos para suprimir la ley que la creó; cada gobierno y cada partido la había reclamado a su vez como prenda de seguridad, y la administración de Jalapa que tenía por mote o empresa en su bandera La constitución y las leyes, jamás creyó fuese tiempo de suprimir una que las violaba todas. Los militares se hallan en el día muy viciados en consecuencia de un estado revolucionario perpetuo, sin disciplina, sin sujeción a sus jefes, sin instrucción en su profesión respectiva, y sin miramiento ninguno a las leyes del honor que debían caracterizarlos han adquirido un hábito de pronunciarse contra el gobierno en todo sentido. Unas veces pretenden imponerle la ley, dictándole lo que debe hacer y en qué sentido debe obrar, haciendo protestas que se traducen por verdaderas amenazas y constituyéndose en órgano de la opinión pública y de la voluntad general; otras veces pronunciándose abiertamente contra el gobierno establecido o por establecer, en consonancia con la constitución y las leyes, han atropellado unas y otras reduciéndolas al silencio más absoluto, y en todas han pretendido corresponderles exclusivamente el derecho de petición con las armas en la mano, error inconciliable no sólo con un sistema libre y representativo, sino con todo género de gobierno estable, cualquiera que sea su naturaleza y organización. En honor de la verdad es necesario confesar que los militares no han dado por lo común estos pasos sino impulsados por las facciones que, para conseguir se sancionasen ciertas medidas injustas e impolíticas, han procurado aparentar la necesidad de acordarlas, fundándola en la existencia de una revolución que se dice no puede apagarse de otro modo. Los gobiernos diversos que se han sucedido desde la Independencia han tenido en esta política tortuosa una parte muy activa; todos, sin exceptuar uno solo, para arrancar del cuerpo legislativo las medidas que convienen a sus intereses, han promovido más o menos directamente asonadas militares que jamás han dejado de convertirse en su perjuicio.
Esta insubordinación, este espíritu de rebelarse y promover motines y asonadas, ha hecho tan odiosa en el país la clase militar que es de presumirse sufra en lo sucesivo cambios tales, que no sólo la hagan variar de aspecto, sino hasta desaparecer del centro de las poblaciones. En el día, a pesar de que todas las facciones se valen de ella y la invocan en su favor cuando se trata de destruir, todas a su vez la detestan cuando llega la hora de levantar el edificio o de consolidar lo edificado, y éste es el presagio más seguro de su próxima y total ruina bajo el aspecto de clase influyente en el orden social. Actualm...

Índice

  1. Portada
  2. Presentación
  3. El carácter de los mexicanos
  4. Lecturas complementarias