El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, 19
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El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, 19

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El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, 19

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El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha por Miguel de Cervantes Saavedra, decimonoveno tomo. Este libro contiene los capítulos LXII al LXVIII de la segunda parte y un prólogo de Francisco A. de Icaza.

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Información

Año
2018
ISBN
9786071653079
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

CAPÍTULO LXII

Que trata de la aventura de la cabeza encantada, con otras niñerías que no pueden dejar de contarse
Don Antonio Moreno se llamaba el huésped de Don Quijote, caballero rico y discreto y amigo de holgarse a lo honesto y afable; el cual, viendo en su casa a Don Quijote, andaba buscando modos cómo, sin su perjuicio, sacase a plaza sus locuras, porque no son burlas las que duelen, ni hay pasatiempos que valgan si son con daño de tercero. Lo primero que hizo fue hacer desarmar a Don Quijote y sacarle a vistas con aquel su estrecho y acamuzado vestido (como ya otras veces le hemos descrito y pintado) a un balcón que salía a una calle de las más principales de la ciudad, a vista de las gentes, y de los muchachos, que como a mona le miraban. Corrieron de nuevo delante dél los de las libreas, como si para él solo, no para alegrar aquel festivo día, se las hubieran puesto. Y Sancho estaba contentísimo, por parecerle que se había hallado, sin saber cómo ni cómo no, otras bodas de Camacho, otra casa como la de Don Diego de Miranda y otro castillo como el del Duque.
Comieron aquel día con Don Antonio algunos de sus amigos, honrando todos y tratando a Don Quijote como a caballero andante, de lo cual hueco y pomposo no cabía en sí de contento. Los donaires de Sancho fueron tantos, que de su boca andaban como colgados todos los criados de casa y todos cuantos le oían. Estando a la mesa, dijo Don Antonio a Sancho:
—Acá tenemos noticia, buen Sancho, que sois tan amigo de manjar blanco1 y de albondiguillas, que si os sobran, las guardáis en el seno para el otro día.
—No, señor, no es así —respondió Sancho—; porque tengo más de limpio que de goloso, y mi señor Don Quijote, que está delante, sabe bien que con un puño de bellotas o de nueces nos solemos pasar entrambos ocho días. Verdad es que si tal vez me sucede que me den la vaquilla, corro con la soguilla; quiero decir que como lo que me dan y uso de los tiempos como los hallo; y quienquiera que hubiere dicho que yo soy comedor aventajado y no limpio, téngase por dicho que no acierta, y de otra manera dijera esto si no mirara a las barbas honradas que están a la mesa.
—Por cierto —dijo Don Quijote—, que la parsimonia y limpieza con que Sancho come se puede escribir y grabar en láminas de bronce, para que quede en memoria eterna en los siglos venideros. Verdad es que cuando él tiene hambre parece algo tragón, porque come apriesa y masca a dos carrillos; pero la limpieza siempre la tiene en su punto, y en el tiempo que fue gobernador aprendió a comer a lo melindroso: tanto, que comía con tenedor las uvas, y aun los granos de la granada.
—¿Cómo? —dijo Don Antonio—. ¿Gobernador ha sido Sancho?
—Sí —respondió Sancho—, y de una ínsula llamada la Barataria. Diez días la goberné a pedir de boca; en ellos perdí el sosiego y aprendí a despreciar todos los gobiernos del mundo; salí huyendo della, caí en una cueva, donde me tuve por muerto, de la cual salí vivo por milagro.
Contó Don Quijote por menudo todo el suceso del gobierno de Sancho, con que dio gran gusto a los oyentes.
Levantados los manteles, y tomando Don Antonio por la mano a Don Quijote, se entró con él en un apartado aposento, en el cual no había otra cosa de adorno que una mesa, al parecer, de jaspe, que sobre un pie de lo mesmo se sostenía, sobre la cual estaba puesta, al modo de las cabezas de los emperadores romanos, de los pechos arriba, una que semejaba ser de bronce. Paseóse Don Antonio con Don Quijote por todo el aposento, rodeando muchas veces la mesa, después de lo cual, dijo:
—Agora, señor Don Quijote, que estoy enterado que no nos oye y escucha alguno, y está cerrada la puerta, quiero contar a vuesa merced una de las más raras aventuras, o, por mejor decir, novedades, que imaginarse pueden, con condición que lo que a vuesa merced dijere lo ha de depositar en los últimos retretes del secreto.
—Así lo juro —respondió Don Quijote—, y aun le echaré una losa encima, para más seguridad; porque quiero que sepa vuesa merced, señor Don Antonio (que ya sabía su nombre), que está hablando con quien, aunque tiene oídos para oír, no tiene lengua para hablar; así que con seguridad puede vuesa merced trasladar lo que tiene en su pecho en el mío y hacer cuenta que lo ha arrojado en los abismos del silencio.
—En fe de esa promesa —respondió Don Antonio—, quiero poner a vuesa merced en admiración con lo que viere y oyere, y darme a mí algún alivio de la pena que me causa no tener con quien comunicar mis secretos, que no son para fiarse de todos.
Suspenso estaba Don Quijote, esperando en qué habían de parar tantas prevenciones. En esto, tomándole la mano Don Antonio, se la paseó por la cabeza de bronce, y por toda la mesa, y por el pie de jaspe sobre que se sostenía, y luego dijo:
—Esta cabeza, señor Don Quijote, ha sido hecha y fabricada por uno de los mayores encantadores y hechiceros que ha tenido el mundo, que creo era polaco de nación y discípulo del famoso Escotillo, de quien tantas maravillas se cuentan; el cual estuvo aquí en mi casa y por precio de mil escudos que le di labró esta cabeza, que tiene propiedad y virtud de responder a cuantas cosas al oído le preguntaren. Guardó rumbos, pintó caracteres, observó astros, miró puntos y, finalmente, la sacó con la perfeción que veremos mañana; porque los viernes está muda, y hoy, que lo es, nos ha de hacer esperar hasta mañana. En este tiempo podrá vuesa merced prevenirse de lo que querrá preguntar; que por experiencia sé que dice verdad en cuanto responde.
Admirado quedó Don Quijote de la virtud y propiedad de la cabeza, y estuvo por no creer a Don Antonio; pero por ver cuán poco tiempo había para hacer la experiencia, no quiso decirle otra cosa sino que le agradecía el haberle descubierto tan gran secreto. Salieron del aposento, cerró la puerta Don Antonio, con llave, y fuéronse a la sala, donde los demás caballeros estaban. En este tiempo les había contado Sancho muchas de las aventuras y sucesos que a su amo habían acontecido.
Aquella tarde sacaron a pasear a Don Quijote, no armado, sino de rúa, vestido un balandrán de paño leonado, que pudiera hacer sudar en aquel tiempo al mismo yelo. Ordenaron con sus criados que entretuviesen a Sancho, de modo que no le dejasen salir de casa. Iba Don Quijote, no sobre Rocinante, sino sobre un gran macho de paso llano y muy bien aderezado. Pusiéronle el balandrán, y en las espaldas, sin que lo viese, le cosieron un pergamino donde le escribieron con letras grandes: “Éste es Don Quijote de la Mancha”. En comenzando el paseo, llevaba el rétulo los ojos de cuantos venían a verle, y como leían “Éste es Don Quijote de la Mancha”, admirábase Don Quijote de ver que cuantos le miraban le nombraban y conocían; y volviéndose a Don Antonio, que iba a su lado, le dijo:
—Grande es la prerrogativa que encierra en sí la andante caballería, pues hace conocido y famoso al que la profesa por todos los términos de la tierra; si no, mire vuesa merced, señor Don Antonio, que hasta los muchachos desta ciudad, sin nunca haberme visto, me conocen.
—Así es, señor Don Quijote —respondió Don Antonio—; que así como el fuego no puede estar escondido y encerrado, la virtud no puede dejar de ser conocida; y la que se alcanza por la profesión de las armas resplandece y campea sobre todas las otras.
Acaeció, pues, que yendo Don Quijote con el aplauso que se ha dicho, un castellano que leyó el rétulo de las espaldas, alzó la voz diciendo:
—¡Válgate el diablo por Don Quijote de la Mancha! ¿Cómo que hasta aquí has llegado, sin haberte muerto los infinitos palos que tienes a cuestas? Tú eres loco, y si lo fueras a solas y dentro de las puertas de tu locura, fuera menos mal; pero tienes propiedad de volver locos y mentecatos a cuantos te tratan y comunican; si no, mírenlo por estos señores que te acompañan. Vuélvete, mentecato, a tu casa, y mira por tu hacienda, por tu mujer y tus hijos, y déjate destas vaciedades que te carcomen el seso y te desnatan el entendimiento.
—Hermano —dijo Don Antonio—, seguid vuestro camino y no deis consejos a quien no os los pide. El señor Don Quijote de la Mancha es muy cuerdo, y nosotros, que le acompañamos, no somos necios; la virtud se ha de honrar dondequiera que se hallare; y andad enhoramala y no os metáis donde no os llaman.
—Par diez, vuesa merced tiene razón —respondió el castellano—; que aconsejar a este buen hombre es dar coces contra el aguijón; pero, con todo eso, me da muy gran lástima que el buen ingenio que dicen que tiene en todas las cosas este mentecato se le desagüe por la canal de su andante caballería; y la enhoramala que vuesa merced dijo, sea para mí y para todos mis descendientes si de hoy más, aunque viviese más años que Matusalén, diere consejo a nadie, aunque me lo pida.
Apartóse el consejero; siguió adelante el paseo; pero fue tanta la risa que los muchachos y toda la gente tenía leyendo el rétulo, que se le hubo de quitar Don Antonio, como que le quitaba otra cosa.
Llegó la noche; volviéronse a casa; hubo sarao de damas, porque la mujer de Don Antonio, que era una señora principal y alegre, hermosa y discreta, convidó a otras sus amigas a que viniesen a honrar a su huésped y a gusta...

Índice

  1. PRÓLOGO. Francisco A. de Icaza
  2. CAP. LXII.—Que trata de la aventura de la cabeza encantada, con otras niñerías que no pueden dejar de contarse.
  3. CAP. LXIII.—De lo mal que le avino a Sancho Panza con la visita de las galeras, y la nueva aventura de la hermosa morisca.
  4. CAP. XLIV.—Que trata de la aventura que más pesadumbre dio a Don Quijote de cuantas hasta entonces le habían sucedido.
  5. CAP. LXV.—Donde se da noticia de quién era el de la Blanca Luna, con la libertad de don Gregorio, y otros sucesos.
  6. CAP. LXVI.—Que trata de lo que verá el que lo leyere o lo oirá el que lo escuchare leer.
  7. CAP. LXVII.—De la resolución que tomó Don Quijote de hacerse pastor y seguir la vida del campo, en tanto que se pasaba el año de su promesa, con otros sucesos en verdad gustosos y buenos.
  8. CAP. LXVIII.—De la cerdosa aventura que le aconteció a Don Quijote.
  9. Plan de la obra