El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, 20
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El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, 20

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El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, 20

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El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha por Miguel de Cervantes Saavedra, vigésimo tomo. Este libro contiene los capítulos LXIX al LXXIV de la segunda parte y un prólogo de Antonio Castro Leal.

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Información

Año
2018
ISBN
9786071653086
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

PRÓLOGO

ANTONIO CASTRO LEAL
La elaboración de una obra de arte es proceso de lo más admirable y misterioso. La vida va dejando en los seres una variedad de impresiones de cuya naturaleza utilitaria no es posible dudar; el gozo y el dolor, la memoria y el razonamiento no tienen primordialmente otro fin que alargar la vida y asegurar la continuidad de la especie. Las impresiones que la vida va dejando en el individuo son parte de las armas con que éste cuenta para existir y defenderse. Todos amamos y sufrimos; casi todos aprovechan la lección que encierran esas experiencias; pero sólo uno que otro —el artista— puede hacer poesía de sus amores y sufrimientos.
¿Cuál es el secreto del genio del artista que es capaz de elevar sus amores y sufrimientos a un plano de contemplación en el que adquieren calidad estética? ¿Es el arte una forma genial de egoísmo en que sólo le importa al artista lo que vive y lo que siente? ¿O es, más bien, una forma de heroísmo en que, además de vivir, como todos, su propia vida, tiene el valor de detenerse a contemplarla para dar en la obra de arte algo de lo que todos piensan, de lo que todos sienten, de lo que todos anhelan? El artista recoge los frutos de su contemplación para ofrecerlos a aquellos que, dentro de la vertiginosa corriente del mundo, apenas pueden con su propia vida. El artista es la medida de todas las cosas elevadas y permanentes. Reflexiona por todos, y desde hace siglos ha venido formando espiritualmente al hombre, interpretándolo y describiéndolo, educando sus sentimientos, dando forma y sentido a sus ideales, llevando gloriosamente el registro de todos sus triunfos sobre la animalidad y la materia. Triunfos heroicos que a veces se atreve a contradecir esa forma de la realidad que llamamos la vida práctica.
Al pronunciar esta última frase parece que, sin quererlo, hemos aludido a la novela inmortal de Cervantes, sobre la que trataremos. He escogido como tema para mi plática “las dos partes” del Quijote. La primera, como sabéis, se publicó en 1605, y la segunda, diez años más tarde, en 1615. Cuál es la relación entre ellas, qué ha variado de la una a la otra en la psicología e intención de los personajes, en la concepción que el artista tenía de ellos, en la filosofía y en el arte de Cervantes: cuál de las dos partes tiene más valor, cuál es el espíritu o sentido profundo de cada una, cómo se elaboraron, cómo se conjugan entre sí y cuál fue y es la reacción del público respecto a cada una de ellas; he aquí las cuestiones más importantes que cabrían dentro del tema escogido y de las cuales apenas tendremos para desarrollar, someramente, algunas de ellas.
Después del éxito que tuvo la “primera parte”, después de que el público de toda Europa y parte del de América habían reído con las aventuras de don Quijote y después de que a las numerosas ediciones en español, hechas dentro y fuera de España, se agregaron las traducciones a algunas lenguas extranjeras, era evidente que el tipo creado por Cervantes había conquistado para siempre un lugar en el ánimo y en el gusto del público. Y así como los productores cinematográficos de Hollywood pueden establecer con precisión si, en determinado momento, el público ansía un idilio romántico de Charles Boyer o una tragedia histórica de Errol Flynn, o una comedia ligera de Rosalind Russell, el habilidoso Avellaneda tuvo el talento de haber sentido, en aquellos primeros años del siglo XVII, el deseo del público por una continuación del Quijote, y su tan vituperado “segundo tomo” representa, desde el punto de vista comercial, una oportuna respuesta a las demandas del mercado.
Pero antes de seguir adelante consideremos qué significa que una obra de arte tenga dos partes. Busquemos en nuestra memoria algunos ejemplos que puedan facilitar esta rápida investigación. El primero que ocurrirá a todos es seguramente el de Los tres mosqueteros, del novelista francés Alejandro Dumas. Todos hemos leído con fruición esta novela, que representa el ideal de la amistad generosa de juventud. Cuando el libro termina, ¡con qué tristeza nos separamos de sus personajes, con qué gusto seguiríamos conviviendo con ellos! El autor —sensible a ese evidente deseo del público lector— los presenta de nuevo, en Veinte años después; pero ahora están lejos unos de otros, moviéndose cada uno en su órbita, vueltos hacia sus propios intereses, agravados —como sucede en la vida— sus defectos, disminuido el calor de su generosidad.
En veinte años la vida suele transformar radicalmente a las gentes. El cambio de Artagnan, Athos, Porthos y Aramís es tan grande que el autor se ve obligado constantemente a buscar, en su nueva novela, circunstancias y sucesos que puedan hacer que sus personajes se sientan de nuevo ligados por una misma causa, respondiendo los corazones y las espadas a un sentimiento unánime, como en las gloriosas páginas de Los tres mosqueteros. Y hay que concluir que esta novela no tiene, en realidad, una segunda parte: porque Veinte años después es una obra distinta, aunque figuren en ella los mismos personajes.
El segundo ejemplo —esta vez en el terreno de las artes plásticas— que puede ocurrir a algunos es el famoso cuadro del Greco El entierro del Conde de Orgaz. Esta obra extraordinaria tiene dos partes bien acusadas: la baja, el entierro del piadoso caballero, muerto dentro de su armadura, rodeado de nobles, frailes y clérigos en un ambiente tal de intimidad y naturalismo que quien no conozca la leyenda difícilmente podrá suponer que son san Agustín y san Esteban quienes cargan el cuerpo del Conde; y la parte alta, la gloria, en la que, en un ambiente de “espesos nimbos y de terrosos estratos”, aparece el Conde ante Jesucristo y la Virgen en presencia de serafines, ángeles y apiñadas filas de bienaventurados. Las dos partes del cuadro son la tierra y el cielo, lo humano y lo divino; ambas pintadas maravillosamente, aunque es frecuente que —como sucede siempre— tenga más admiradores lo que sucede en la tierra que lo que pasa en el cielo. Pero en este tránsito de un mundo a otro las partes, más que completarse, se contraponen; entre esos dos términos no hay continuidad sino oposición.
El tercer ejemplo —que ya apareció, acaso, en la mente de las personas que me escuchan— es el Fausto, de Goethe. Esta obra maestra del teatro germano tiene dos partes. La primera presenta una visión dramática y genialmente construida sobre un tema tradicional, en el que descuellan personajes tan congénitos al genio alemán como Fausto y Mefistófeles; el artista ha dado sentido y forma bella a una leyenda popular, y su obra es clara, alegre, arrebatadora. En la segunda parte del Fausto el gran poeta trabajó casi toda su vida, hasta pocos días antes de morir; en ella utilizó los personajes de la leyenda y otros que creó la fantasía para expresar sus pensamientos más íntimos, sus más profundas inquietudes, su concepción del hombre y de las cosas. Y la obra es concentrada, difícil, misteriosa. Entre la primera y la segunda partes del Fausto de Goethe hay un abismo, el abismo que separa la juventud de la vejez, el tránsito que va de la alegría del vivir a la serena contemplación de la vida; esas dos obras son distintas; hay entre ellas tanta diferencia como la que existe en Beethoven entre el apasionado lirismo de una de sus primeras sonatas y la ternura dolorosa de uno de sus últimos cuartetos.
Como cuarto ejemplo estoy seguro de que ha venido ya a la memoria de todos el de esas “segundas partes” que ofrece la literatura dramática, lo mismo en la Grecia del siglo V a.C. que en la Inglaterra de la reina Isabel y en la España de los Siglos de Oro. Fuera de los casos en que la relación entre las dos partes de una obra es tan lejana que casi se limita al título, como sucede en la Próspera y en la Adversa fortuna de don Álvaro de Luna, de Tirso de Molina, se trata en general de presentaciones dramáticas de un mismo personaje, en dos épocas distintas de su vida y en situaciones históricas adversas. Así es en la Ifigenia en Áulide y en la Ifigenia en Táuride, de Eurípides; así en las dos partes del Enrique IV de Shakespeare y también en las dos comedias que dedicó Lope de Vega al rey Juan II de Portugal bajo el título de El príncipe perfecto. Y aunque no hay que negar que suele haber una verdadera unidad entre las dos partes de una dilogía —como en Los Tello de Meneses, del propio Lope de Vega—, ello es lo excepcional, ya que la fábula dramática —centrada en una sola acción o en una serie de acciones combinadas entre sí— crea su propio ambiente y le da fin y remate con la solución o el desenlace de la acción principal. De tal manera que podemos decir que entre las dos partes de una obra dramática que trata del mismo personaje no hay propiamente continuidad, como no la hay en los retratos de una persona tomados en diversas épocas de su vida.
Creo que, sin forzar los cuadros de estas cuatro grandes categorías, pueden caber en ellas todos los demás ejemplos de obras de arte realizadas en dos partes. Todos los demás ejemplos, con excepción del Quijote. A pesar de que los personajes de este libro inmortal evolucionan en el transcurso de la novela, no se puede decir que sea a tal punto que, de la primera a la segunda parte, sus caracteres pierdan algunos de sus rasgos más simpáticos y originales, como sucede con Artagnan y sus amigos en Veinte años después. No se puede afirmar tampoco que entre las dos partes del Quijote haya ese profundo contraste de dos mundos que se oponen, que aparece en el cuadro del Greco que custodia la iglesia de Santo Tomé en Toledo, por más que estemos de acuerdo en que, conforme avanza el libro, don Quijote y Sancho van saliendo de este mundo para entrar en la gloria. En la obra de Cervantes no hay tampoco esa variación radical del propósito y sentido que existe entre los dos Faustos de Goethe, aunque sepamos muy bien que el don Quijote de la segunda parte, al igual que el segundo Fausto, está más cerca del corazón y del pensamiento de su autor. Finalmente, no se puede decir que entre las dos mitades de la epopeya cervantina haya esa diferencia de ambiente psicológico y de motivos de acción que divide de un modo tan cortante las dos partes de una dilogía dramática. Con excepción de aquellas producciones literarias en que la segunda parte es una mera subdivisión de una obra concebida desde un principio como una unidad y elaborada de un modo continuo, no recuerdo otra gran producción artística en que su autor, después de un reposo de diez años, revele, como Cervantes en el Quijote, su capacidad para continuar una obra anterior suya dentro del espíritu y la intención originales, manteniéndose en el mismo nivel de calidad estética, y con tanto apego a los perfiles morales de sus personajes.
Pero entremos ya a considerar qué son esas dos partes de que se compone el Quijote. En la elaboración de la primera es fácil descubrir que Cervantes principió sin tener un plan de lo que sería su completo desarrollo. Comenzó a escribir con gusto sobre un tema que le contentaba extraordinariamente: la locura de un hidalgo provocada por la lectura de los libros de caballerías. Escribió de corrido algunas páginas, no muchas, que posteriormente dividió ...

Índice

  1. PRÓLOGO. Antonio Castro Leal
  2. CAP. LXIX.—Del más raro y más nuevo suceso que en todo el discurso desta grande historia avino a Don Quijote.
  3. CAP. LXX.—Que sigue al sesenta y nueve, y trata de cosas no excusadas para la claridad desta historia.
  4. CAP. LXXI.—De lo que a Don Quijote le sucedió con su escudero Sancho yendo a su aldea.
  5. CAP. LXXII.—De cómo Don Quijote y Sancho llegaron a su aldea.
  6. CAP. LXXIII.—De los agüeros que tuvo Don Quijote al entrar en su aldea, con otros sucesos que adornan y acreditan esta grande historia
  7. CAP. LXXIV.—De cómo Don Quijote cayó malo, y del testamento que hizo, y su muerte.
  8. Plan de la obra