Marginalia II
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Marginalia II

Segunda serie (1909-1954)

  1. 85 páginas
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Marginalia II

Segunda serie (1909-1954)

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Hay pájaros músicos pero no hay pájaros oradores. Lo que, al fin y a la postre, es una suerte. Cuando trina la alondra, Julieta sabe que va a amanecer, y Romeo comprende que es hora de separarse de su amada. Pero ¿qué hubiera sido del inmortal pasaje de Shakespeare si, en vez de la alondra, algún orador alado se hubiera puesto a sermonear desde un árbol? De esta forma inicia Reyes su exploración sobre el vínculo entre algunos elementos del habla humana, el "canto animal" y las onomatopeyas que cambian en cada idioma humano. Junto con éste, Reyes se ocupa de otros temas de variado interés a lo largo del segundo volumen de las "Marginalia" como "Lo que hacía la gente de México por la tarde", de "Chesterton y los títeres", "Un Fausto de Heine" o de "La caridad de Voltaire".

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Información

Año
2018
ISBN
9786071654601
Categoría
Literature
Categoría
Literary Essays

MARGINALIA

SEGUNDA SERIE
[1909-1954]

I. DE AYER

LO QUE HACÍA LA GENTE DE MÉXICO
LOS DOMINGOS POR LA TARDE
LOS DOMINGOS, cuando ya los vidrios de las ventanas altas parecen, con la roja luz que reflejan, bocas de hornos encendidos; a poco que el sol se hace más soportable y arrastra sobre la ciudad sus rayos horizontales, la gente de México aparece en las azoteas y se da a mirar las calles, a mirar el cielo, a espiar las casas vecinas, a no hacer nada.
Casi están desiertas las calles, y muchos han ido a llenar los teatros o a discurrir por los obligados paseos, en cumplimiento del rito dominical; y cuando dijerais que nadie se ha quedado en casa, he aquí que surge por las azoteas la gente aburrida, hombres que se están largo tiempo reclinados sobre el antepecho, mirando alguna diminuta figura que se mueve por otra azotea, en el horizonte, a lo más lejano que alcanzan los ojos.
Otras veces, son grupos de muchachos que improvisan estrados sobre la irregular superficie de la azotea, y charlan y ríen con sonoros gritos sintiéndose acaso, en esta altura, un poco libertados del enojoso ambiente humano, y a cuyo porte da más aire de familiaridad el andar en mangas de camisa —pues en una azotea nadie tiene vergüenza de exhibirse así—. Y como sobrevenga la lluvia que, tarde a tarde, cual una bendición, la diosa municipal nos derrama, allá los veréis correr llevando sobre la cabeza las sillas que trajeron, y desaparecer, agachándose, por una baja y angosta puerta que, según la tardanza con que por ella se escurren, ha de dar paso a una tortuosa escalerilla de esas muy astilladas y tan faltas de escalones como de dientes las bocas de los viejos.
La gente de las azoteas es gente sencilla. Es la que aún guarda algo de aquel fácil espíritu burgués propio de los tiempos en que se vivía más de las conversaciones y los saludos de la plaza que de la encerrada vida en los salones; cuando era de rigor salir a saber las horas en el reloj de la torre pública.
Esta filosófica tendencia a mirar la vida desde alturas es también de solitarios; pero de solitarios afables, de los que cultivan su soledad como una religión, no por esquivos, no por enemigos de los hombres, sino por ese candor divino de la contemplación, ya plácida, ya melancólicamente nutrido en el alma.
Como era el caso para Hugues Viane, el viudo de Brujas-La-Muerta, quien miraba desde su ventana, durante largas horas quietas, la inmovilidad de los canales, las calles por donde pasaba alguna piadosa “beguina” con su toca inmaculada sobre la cabeza, la oración de piedra de la catedral, y oía gemir en el aire, plañendo viudez, las venerables campanas de Flandes.
Hay muchos contemplativos que quisieran vivir en torres. Pero si a menudo sugieren las alturas pensamientos de pudorosa soledad (no penséis en las alturas de las montañas, con sus águilas, con sus vientos y con sus rayos; pensad en las discretas alturas de la ciudad), a muchos también comunican una inocente alegría, tan suave como la luz rojiza del sol, por las tardes, en las azoteas.
Mirad, ¿qué se han de cuidar aquellos sencillos de la azotea vecina, qué se han de cuidar del religioso consejo de las campanas ni de la belleza de las cúpulas, tan divertidos como están en espiar las calles y en reír, en señalar las nubes y en reír? ¿Qué sabrán ellos, oh pensativo Amiel, de buscar en el diapasón de su sentimiento la armonía perfecta entre el paisaje de la ciudad y su estado de ánimo? Tras de aquella vidriera lucen dos ojos indecisos. ¡Oh, llamémoslo, quienquiera que sea! Que venga a ver ponerse el sol y a distraer en nuestra compañía silenciosa el aburrimiento del domingo.
México, VI-1909.

PROPÓSITO

con que se anunció Monterrey, Correo Literario de Alfonso Reyes, en su primer número, Río de Janeiro, junio de 1930.
LA NEBULOSA primitiva se fue condensando en planetas y en sistemas solares. Pero, en el orden de la publicación literaria, parece que los planetas —los libros— fueran la primera fase del fenómeno. Luego, sin dejar de ser lo fundamental, los libros van irradiando su nebulosa, su atmósfera atómica, cada vez más cargada y fina. Primero surgen las revistas, para llenar los intersticios entre los libros; después, para llenar los intersticios entre las revistas, aparecen los periódicos literarios, hoy tan en boga, que suelen ser quincenales o semanales, y que acaso tienen por abuelo común, aunque olvidado, a aquel gentilísimo huésped de los domingos de Florencia, Il Marzocco, viejo ya de treinta y cinco años.
Hoy este género de pliegos se ha popularizado como un verdadero síntoma del siglo. No todos saben que uno de los primeros en esta senda ha sido Joaquín García Monge, benemérito de las letras americanas, quien desde San José de Costa Rica hace mucho tiempo que sirve de centro de reunión a los jóvenes escritores de nuestra lengua, primero en sus colecciones Ariel y Convivio, y más tarde con su Repertorio Americano, donde viene recogiendo cuanto artículo o noticia interesan a los destinos espirituales del Nuevo Mundo.
En el campo exclusivamente literario, Les Nouvelles Littéraires, de París, han servido de fecundo ejemplo. Periódicos de este tipo han prendido en las más diversas tierras, planta propicia a todos los climas, tal vez por ser más ágiles y libres que los antiguos suplementos u hojas especiales de los diarios: las abundantes y autorizadas reseñas del veterano Times, de Londres; los Lunes de El Imparcial, de Madrid, que hasta hace unos cuantos años lanzaban firmas y establecían reputaciones; los Domingos de La Nación, de Buenos Aires, hoy convertidos en un magazine de interés más general. En España, sin hablar de la Gaceta Literaria que todos conocen, podría citarse cerca de una docena: sólo en una provincia, en Murcia, recordamos la hoja que Juan Guerrero aderezaba para La Verdad hace unos siete años y que estaba ya como deseando arrancarse del diario, y luego la casi revista Verso y Prosa de poética y cristalina nitidez. En cuanto al Papel de Aleluyas, de Huelva, me figuro que no aparece más, porque nunca más lo he recibido. En Buenos Aires, el Martín Fierro de aguerrida memoria, y ahora la Vida Literaria que Samuel Glusberg publica con cierta irregularidad, pero que por fortuna parece ya bien cimentada, pertenecen a este mismo tipo. Últimamente han aparecido dos valientes hojas juveniles: Número y Letras; pero éstas son más bien pequeñas revistas que tienden naturalmente a ser grandes revistas. En Guadalajara la de México, con Bandera de Provincias, excelente publicación, la flauta provinciana da primera vez una nota de igual afinación y altura que el órgano de la capital.
La revista literaria y el periódico literario son ya dos estratos inconfundibles, dos niveles intencionalmente distintos. Sin torcer mucho las perspectivas, puede decirse —conjugando escalas entre París, Madrid y México— que La Nouvelle Revue Française es a Les Nouvelles Littéraires como la Revista de Occidente es a la Gaceta Literaria y como Contemporáneos es a Bandera de Provincias.
Los periódicos de campanario o de pequeña ciudad, y aun lo que Hilaire Belloc llama la Free Press (diarios más de doctrina que de información, sin respaldos de empresa anónima ni pactos con agencias internacionales de noticias, y redactados por un grupo homogéneo, con ideales definidos), siempre han recurrido a la literatura, por afición unas veces y otras para llenar los huecos. Pero ya también los grandes diarios de empresa comercial y nutridos por los servicios telegráficos reservan regularmente un rinconcillo a la rúbrica literaria, al deleite poético. Esta rúbrica, cuando cae en manos de jóvenes, suele tener una gran eficacia combativa. Entre las más finas y artísticas, recuerdo aquella Rosa de los Vientos que redactaban Sánchez Reulet y Moreno, dos muchachos platenses.
El PEN Club de México, en sus días de apogeo bajo Genaro Estrada, todavía sutilizó un poco más con aquellas “pajaritas de papel”, diminutos pliegos que daban cuenta de un libro, de un hecho, de una reunión, de la llegada de un huésped ilustre. Acaso esta atomización del producto literario sustituye a lo que en otros tiempos era el salón, o a lo que era también el trato epistolar, a lo que más tarde ha sido el Café. La tertulia, la conversación literaria, van pasando de la viva voz a la palabra estampada, como el trato social y las visitas se van esquematizando en la tarjeta. Ese tono medio de voz que correspondía a la carta literaria pocos se atreven a derramarlo en sus libros, y no siempre los que lo hacemos somos bien entendidos.
A este propósito, encuentro en Jean Prévost estas justas observaciones:
En otro tiempo, todos los buenos escritores se comunicaban entre sí directamente y de viva voz con el círculo entero de la gente cultivada, o bien escribían todos los días cartas inacabables. En nuestros días el mundo culto se ha extendido mucho, ya no hay necesidad de enviar por carta más noticias que las puramente privadas, y así diariamente se consume mucho papel en cosas perecederas. Creo que, en nuestros días, hay que imprimir las cartas y las conversaciones. —Pero en ellas no daríamos lo mejor de nosotros mismos—. ¿Qué sabe usted? Petrarca creía que iba a sobrevivir por los versos latinos de la África, y sobrevive por sus sonetos galantes; Voltaire, que por sus tragedias y su Henriade, cuando realmente sobrevive por lo que él llama sus bribonadas del Candide. (Conseils aux jeunes littérateurs, par Charles Baudelaire, suivis d’un Traité du débutant por Jean Prévost.)
El periódico literario no sólo se distingue de la revista literaria por su aspecto material, que en aquél tiende al pliego in extenso de los diarios, y en ésta tiende a la forma del folleto. El periódico literario no sólo es más breve que la revista literaria. Por pequeñas que sean las revistas de Juan Ramón Jiménez (Sí, Ley y nuestro Índice de grata recordación), revistas eran. También la Carmen, de Gerardo Diego, o el Día Estético, de Santo Domingo, o hasta las hojas que aparecieron en Buenos Aires y luego en Montevideo bajo el título de Revista Oral.* No: la revista literaria y el periódico literario se distinguen, además, por la diferencia de intención: la revista procura ser una breve antología de obras literarias en verso y en prosa, en tanto que el periódico literario ofrece su principal interés (aunque todavía deje el sitio de honor a la parte antológica) en las noticias sobre escritores o libros, en el rumor de abejero artístico, en el aroma de vida literaria que trae en sus páginas. Es un tono menos poético y un tono más práctico que la revista. Va dejando de ser la diminuta biblioteca de páginas escogidas y es, cada vez más, estuche de instrumentos y gaceta de avisos para el trabajador literario. Aunque no olvida al público en general, tiene más presente al especialista de las letras. Si aún acepta fragmentos de libros o verdaderos artículos, han de ser cortos, por la escasez de espacio. Si aborda la crítica, prefiere las conclusiones rápidas y las fórmulas epigramáticas. Todavía admite folletones y series de artículos. Todavía se resiente de la forma y el espíritu de la revista, que al cabo ha sido su matriz y no deja de ser su modelo. Pero ya entre la revista y el periódico hay la diferencia que media entre el dibujo sombreado con relieves de claroscuro y el de simple línea o contorno. Mucho más sentimental, la revista; mucho más intelectual —en tendencia al menos— el periódico. Más pintura, en aquélla; pero en éste, más geometría. Allá, todo un cuadro; acá, un esquema.
Según esto, son más propias del periódico que de la revista, aunque hasta hoy se hayan publicado en revistas, las recopilaciones de apuntes, de notas y flecos de la obra, sean anteriores, sean posteriores a la obra: esas orillas de los libros que suele darnos, por ejemplo, André Gide: el Diario de “Los monederos falsos”, montón de materia prima de donde surgió, organizado, el sistema o novela propiamente dicha. Y debieran ser exclusiva y característicamente propias del periódico las investigaciones previas a la obra, que hasta hoy no parecen tener más vehículo que la información personal y directa, la consulta epistolar o verbal. Esas cartas que el mismo Gide vierte en La Nouvelle Revue Française y en que discute con sus críticos la interpretación del Coridón o El inmoralista serán un día atraídas al periódico literario. Nótese, en cambio, que los anticipos o muestrarios de la “Obra en marcha” —según Juan Ramón Jiménez o James Joyce— son de pleno derecho, y aunque procedan de un solo autor, revistas literarias.
Supongamos ahora, no ya una revista literaria, sino un periódico literario de un solo autor. Nunca se dará autor tan solo que no quiera andar en la compañía de sus ...

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