Marginalia III
eBook - ePub

Marginalia III

Tercera serie (1949-1959)

  1. 187 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

Marginalia III

Tercera serie (1949-1959)

Detalles del libro
Vista previa del libro
Índice
Citas

Información del libro

Los caminos, los recursos, las imaginaciones, asociaciones e invenciones que siguen y de que echa mano Alfonso Reyes en estos ensayos son la variedad misma. Como si cada vez inventara una fórmula que nunca repite sin innovaciones. Su inteligencia, sus sentidos y su memoria diríase que estuviesen siempre incandescentes, no sólo para concentrarse en la exposición de sus obras mayores sino para registrar también, y escribir, los estímulos de sus lecturas, sus reflexiones ocasionales, sus experiencias menudas y las asociaciones que estos estímulos le provocaban. Y aunque estas "Marginalia" sean el cauce de su actividad mental y sensorial, nunca deja apuntes provisionales, que en ello suelen quedarse, sino que las escribe y de un tirón les da forma y unidad, aun en su pequeñez. No son, pues, comentarios de lo inmediato sino de lo que pasa por su mente, lee, recuerda y observa en sí mismo y en su mundo inmediato.

Preguntas frecuentes

Simplemente, dirígete a la sección ajustes de la cuenta y haz clic en «Cancelar suscripción». Así de sencillo. Después de cancelar tu suscripción, esta permanecerá activa el tiempo restante que hayas pagado. Obtén más información aquí.
Por el momento, todos nuestros libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Ambos planes te permiten acceder por completo a la biblioteca y a todas las funciones de Perlego. Las únicas diferencias son el precio y el período de suscripción: con el plan anual ahorrarás en torno a un 30 % en comparación con 12 meses de un plan mensual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
Sí, puedes acceder a Marginalia III de Alfonso Reyes en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Literatura y Ensayos literarios. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Año
2018
ISBN
9786071654618
Categoría
Literatura

MARGINALIA

TERCERA SERIE
[1940-1959]

¡AL DIABLO CON LA HOMONIMIA!

ATENTAMENTE ruego al lector se sirva tomar nota de la aclaración siguiente, a fin de evitar las confusiones que han comenzado ya a perturbar a la docta opinión:
La persona que tiene la honra de escribir estas líneas, abogado por título, antiguo diplomático y representante de México en España, Francia, la Argentina y el Brasil, autor de libros en verso y en prosa que algunos han tenido la curiosidad de leer, no es la misma persona que cierto digno funcionario de igual nombre.
La homonimia me ha jugado ya algunas bromas pesadas, y no quisiera que le acontezca lo mismo a este mi homónimo. Creo que Rafael Heliodoro Valle recordaba hace poco el hecho, rigurosamente auténtico, de que una vez se me confundió con D. Alfonso XIII. Ello aconteció por 1920, con motivo de un telegrama que envié de Burdeos a Lyon, a cuyo jefe de estación pedía yo que me reservara un lugar en el coche-cama del tren para Milán. El jefe de estación, que acaso medio entendía el español (el conocimiento a medias es peligroso), creyó leer “Alfonso Rey” donde decía “Alfonso Reyes”. Cuando llegué a Lyon de madrugada, me encontré formados en fila a los empleados de la estación, y vi con sorpresa que se me había reservado algo como un Tren Olivo para mí solo.*
Un par de años más tarde, siendo yo encargado de negocios de México en España, recibí, abierta por la Real Secretaría y acompañada de atentas disculpas, una carta que me dirigía desde Florencia el viejo poeta italiano Guido Mazzoni; quien, siguiendo la costumbre de su país, me daba en el sobre el tratamiento de “Egregio Signore”. Era entonces secretario de D. Alfonso el señor Emilio María de Torres, y le contesté al instante que podía manifestar de mi parte a su augusto soberano que estaba disculpado, y que sólo le rogaba yo, por si la equivocación se repetía y la letra no era masculina, que me guardara el secreto, ofreciéndole por mi parte hacer lo mismo con las cartas para D. Alfonso que extraviaran el rumbo y vinieran a dar a mis manos.
En otra ocasión, un agente de publicidad, que tenía una importante oficina en Madrid y llevaba mi mismo nombre —lo que también era causa de confusiones constantes, que ambos sufríamos con paciencia— me convidó campechanamente a que nos viéramos las caras. Él estaba acompañado de su hijo Alfonso, y yo del mío, que padece la misma enfermedad onomástica. Pero era de noche, se produjo en el barrio un corto circuito, se apagaron las luces, y los cuatro Alfonsos nos saludamos en la oscuridad, y nos separamos sin llegar a vernos las caras, respetando los misteriosos designios de la Providencia.
Algunos años más tarde, encontrándome ya al frente de nuestra Legación en Francia, harto de que Henri de Montherlant, el conocido escritor, se jactara de haber toreado becerros en su juventud por las poblaciones septentrionales de España, le mandé un programa de toros en que aparecía el rejoneador Alfonso Reyes, usurpando yo para mí la gloria del valiente caballero en plaza. Por aquellos días, en efecto, el rejoneador Reyes acertó a presentarse en las Arenas de Lutecia. Y por cierto que una conocida artista francesa me mandó una expresiva carta, cuyas consecuencias desconoce la historia, a la Legación de México (144, Boulevard Haussmann), felicitando a Monsieur le Ministre et Toréador.
Me alargaría yo demasiado si, en mi afán de identificarme, vaciara aquí toda mi biografía, que por suerte o por desgracia cubre ya una cantidad de años apreciable. Acaso mi biografía esté bien resumida en estos versos chapuceros que improvisé para un banquete de industriales y comerciantes de Monterrey, mi tierra natal, donde todos los concurrentes estábamos obligados a declarar la línea o ramo de nuestras actividades:
Soy el industrial más pobre
que vio el Cerro de la Silla:
entre tanto taller, fábrica,
fundición, cervecería,
mi alquitara Parker-Duofold
sólo palabras destila.
Mas por algo, digo yo,
suele perdurar quien fija
la veleidad de su nombre
en garabatos de tinta.
Se me ocurrió sacar partido de esta miseria, vendiéndola como reclamo a la empresa de las plumas Parker-Duofold, y explicando que yo era autor de tantos más cuantos kilómetros de palabras impresas, amén de otras que todavía me propongo imprimir si Gutenberg lo permite. Pero la adusta empresa parece que encontró el documento demasiado alegre para sus conocidos gustos dorios.
Y, sin embargo, yo creo que esta declaración de oficio tiene sus ventajas. Hay una hora en que el vecino se sienta a la puerta de su casa y se pregunta, receloso, cómo se ganará el pan cada uno de los pasantes. Y aún no se ha inventado el uniforme de escritor, aunque no ha de tardar mucho al paso que vamos, y puede que sea la mortaja. Un día me compré un traje de deporte para salir al campo.
—¿Y usted qué es, señor? —me preguntó un ranchero.
—Soy literato —dije, procurando no darle mucha importancia al término.
—¡Ah! —se me contestó—. Ese traje debe de ser muy práctico para su trabajo.
Volviendo a nuestro tema, todos estos males de la homonimia ¿se evitarán el día que los nombres se sustituyan con cifras, como se hace ya con las calles según las reglas del nuevo urbanismo, o como se hace para los agentes secretos, que hoy por hoy no escasean? Desde luego, se corre el riesgo, si no de agotar los números, sí de alcanzar incómodas cifras astronómicas y aun llegar al vertiginoso “Googol”. Conviene recordar que “Googol” no es el nombre de ningún novelista ruso, sino el nombre sugerido al matemático Edward Keyser por su sobrino de nueve años de edad, para denominar el número que corresponde a la unidad seguida de cien ceros, así como sugirió el nombre de “Googolplex” para la unidad seguida de un “Googol” de ceros. Esta experiencia del gran matemático —la necesidad en que se vio de volver al nombre propio al habérselas con un número exorbitante— demuestra el fracaso a que nos llevaría el sustituir los nombres con cifras.
Queda otro recurso, de cuya rudeza soy el primero en abominar. Consistiría en obligar compulsoriamente y por medio de la ley a cambiarse el nombre a ciertas personas, conforme al doble criterio de que el mejor derecho corresponde a la persona de mayor jerarquía o, a falta de diferencia apreciable en la jerarquía, al primer ocupante. Pero esta ley no merece nuestro aplauso porque envuelve cierta intención infamante.
Un procedimiento más expedito consistiría en que los homónimos se batan en duelo a muerte y que sobreviva el más afortunado, con lo cual de paso quedaría probado que eran dos personas distintas, para acabar con toda sospecha. Pero este recurso tiene más inconvenientes de lo que a primera vista se descubre. Y desde luego, como en la ocasión que nos ocupa, el que uno de los homónimos sienta verdadera estimación por el otro.
Tal vez se pudiera encontrar alguna fórmula de conciliación o arbitraje. Así pudiera ser, por ejemplo, la elección de “alias” o apodos por convenio mutuo. Los apodos parecen hoy denigrantes, pero son de ilustre prosapia: Platón, Cicerón, Ovidio Nasón y otros no menos gloriosos como el Sodoma, el Tintoretto o el Greco, no son nombres, sino apodos.
O bien pudiera convenirse en ejercer oficios distintos: uno, cultivar patatas, y otro, coles; o en frecuentar distintos lugares: uno, el cabaret y otro, el bar automático, etc. Pero, en los tiempos que corren, este género de pactos pacíficos está ya muy desacreditado.
En todo caso, conste que me esfuerzo por evitar que carguen con mis pecados a mi distinguido homónimo. Es la menor reparación que le debo, por ser yo la causa de que él se haya encontrado al nacer con un nombre ya a medio uso.
1940.
Letras de México, México, 16-XII-1940; Nueva Democracia, Nueva York, I-1941; un fragmento en Síntesis, México, II-1941.

PREMIO “MANUEL ÁVILA CAMACHO”
Instituto Mexicano del Libro

LA PROFUNDA gratitud y la alegría con que recibo este premio —cuyo valor, muy grande en sí mismo, aumenta todavía a mis ojos por cuanto lo alcanzo de manos del ilustre presidente Ruiz Cortines, evoca el nombre del ilustre presidente Ávila Camacho, me asocia a una celebración del Fondo de Cultura Económica, centro editorial de claros timbres y casa habitual de mis libros, se me otorga por gracia del Instituto Mexicano del Libro, noble colegio cuyas solas actividades son su mejor encomio, y me sitúa junto a mi sabio y querido amigo Alfonso Caso— sólo se enturbian por la angustiosa pregunta que yo mismo me hago, sobre si realmente habré sabido merecerlo.
No lo digo por obvias razones de modestia que, en mi caso, caen por su propio peso, no. Mi duda tiene mayor alcance. La calibración y medida de los méritos literarios no pueden ser exactas. Ahí está la historia de la crítica para desengañarnos. El propio Cervantes comenzó a ser apreciado en el extranjero antes de serlo en su propia patria, cuando hoy se lo tiene por el más alto representante del genio y la índole españoles; y además, nunca llegó a conocer en vida la fama de que hoy disfruta su obra. Hubo un tiempo en que el atildado historiador y mediocre poeta don Antonio de Solís y Rivadeneyra era considerado como un lírico de altos vuelos, capaz de competir con el propio Calderón de la Barca. Du Bartas, cuya Semana ya nadie lee ni soporta, fue admirado y comentado en sus días por protestantes y católicos, inspiró al Tasso y a Milton, y mereció ser calificado por el autor del Fausto como “el rey de los poetas franceses”. No hace falta multiplicar ejemplos. La gloria es inestable y voluble. Cuando se celebra tal o cual centenario, el festejado pasa durante un mes por el mayor poeta del mundo y luego se lo vuelve a olvidar durante cuarenta o cincuenta años. Hay que saber afrontar estas desdichas inherentes a la posteridad. Y si ello acontece con los grandes maestros ¿qué no sucederá con los pobres oficiales y humildes aprendices a cuya orden pertenecemos?
Entonces ¿cuál puede ser la justificación de este premio? Varias veces me he visto en el trance honroso de explicarme al respecto: acaso habéis querido compensar de algún modo la lealtad a la vocación, que pronto cumplirá, en mi caso, cincuenta años de ejercicio público. Hace mucho tiempo, y siendo estudiante de la Preparatoria, dije en un discurso a mis compañeros: “Tened un ideal, tened una aspiración y, si los vais satisfaciendo durante toda vuestra vida, ya habréis encontrado la razón de vivir”. Hoy puedo repetir estas palabras sin cambiar una sola tilde. Mi ideal ha sido siempre el mismo; mi aspiración nunca ha vacilado. En varias ocasiones confesé que el escribir es para mí un modo de respiración. El inconexo espectáculo del mundo provoca en nuestro sensorio reacciones también inconexas, y parece que, para quienes padecemos esta inclinación imperiosa, toda esa maraña sólo se organiza, zurce y cobra sentido a punta de pluma. Claro es que la firmeza en la vocación puede no acompañarse de una verdadera excelencia: la intención suele ser mejor que el resultado. En todo caso, la vocación es la única virtud estable, objetiva, capaz de ser valorada y juzgada con cierta garantía de permanencia. Es la única condición literaria que se acerca a la virtud moral. Si, pues, eso es lo que habéis querido premiar, lo acepto sin empacho; y no por mí, sino por el ejemplo y estímulo que significa para las generaciones que nos siguen, tantas veces distraídas hoy por tentaciones que las alejan de los puros estudios y hasta por bastardos intereses.
La obra de las letras es consustancial con el desarrollo de los pueblos. Veamos lo que pasa entre nosotros. Examinemos el cuadro a grandes rasgos: Ruiz de Alarcón, primera voz mexicana que sale al mundo, puso de relieve esa prudencia terenciana y esa rotundez clásica, prendas las más sobresalientes en los hombres de nuestra tierra, cuando se los entrega a sí mismos, cuando no se los espolea ni arrastra en el torbellino de las pasiones. La hermosa sor Juana nos enseñó que la flor erudita, cultivada en los jardines, conserva, si la mano ha sido feliz, todos sus acres jugos silvestres y aun acentúa todavía su aroma. El Pensador Mexicano arrancó el velo de hipocresía a aquella sociedad decadente y, con las sencillas palabras del pueblo, levantó el proceso más implacable contra un régimen que se caía a pedazos y que ya no se justificaba ni siquiera en la tradición. Los grandes bronces de la Reforma —Ramírez, Altamirano— supieron cantar las victorias de la mente en medio de los terremotos sociales. Los incomparables poetas que pasaron del siglo anterior al presente conquistaron la aceptación del mundo para nuestra literatura: y no quiero omitir, aunque sea de paso, el nombre de nuestro dulce hermano mayor, cuya sombra todavía anda entre nosotros: Enrique González Martínez.
Saludo desde aquí la memoria de un gran varón, gran mexicano, gran escritor y pensador, gran educador y poeta, que tiene un altar en el corazón de todos sus conciudadanos: el maestro Justo Sierra; y envío asimismo un saludo a mi inmediato predecesor en el “Premio Manuel Ávila Camacho”, mi admirado y fraternal amigo Carlos González Peña.
La literatura, la poesía, son como una vasta investigación en busca de la conciencia nacional, encaminada a dar al ser mexicano mayor vinculación con la tierra y un apoderamiento mayor sobre las realidades del mundo. Premiar, pues, la obra de un escritor es robustecer en cierto modo el alma mexicana.
Y ahora quiero hablar con los jóvenes. Yo ta...

Índice

  1. Portada
  2. MARGINALIA. TERCERA SERIE [1940-1959]