Aquellos días
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Aquellos días

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Aquellos días

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Alfonso Reyes nos da una visión panorámica de los conflictos y acontecimientos que tuvieron lugar en las postrimerías del siglo XIX y en los comienzos del XX. Su examen de hechos abarca el ardor de renovación que consumía a la juventud española (El alma española se sacude —escribió Reyes—; está aleteando para que le crezcan nuevas alas) o la crisis de las universidades oficiales de España, en torno a la cuales ya no giraba la verdadera vida intelectual, y el estricto régimen de censura para la prensa que, de uno en otro conflicto, el Gobierno había llegado a establecer.Las páginas de este libro, lejos de representar una actualidad fenecida y sumergida en una especie de arqueología literaria o periodística, conservan aún el calor de las jornadas en que se forjaron: son una lección que sobrevive todavía y nos ayuda a medir y a valorar los sucesos ulteriores. Y es porque Alfonso Reyes observó la vida con un criterio perdurable de historia y no con un sentido simplemente objetivo de crónica. "Lo que en algunos se reduce a una expresión circunscrita de lugar y de instante, adquiere en Alfonso Reyes ecos de universalidad".

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Información

Año
2018
ISBN
9786071656445
Categoría
Literatura

II. DESDE ESPAÑA

1. GRANDES ANALES DE NUEVE MESES

I. ENTRE LA GUERRA Y LA REVOLUCIÓN

(Agosto de 1914)

AFIRMA Unamuno que la guerra europea ha puesto otra vez frente a frente a las dos Españas. Quiere decir que, en todos los órdenes, ha exacerbado los motivos de lucha; pero no quiere decir que la guerra haya dividido al país en dos opiniones francas, definidas y opuestas. De ser así, la siempre esperada revolución hubiera estallado. Y España, a partir de agosto de 1914, ha vivido, según las palabras de Araquistáin, entre la guerra y la revolución.

II. LA REVOLUCIÓN MANSA

(Del 1o de junio al 19 de julio de 1917)

Componen la revolución mansa dos hechos principales, entre muchos otros secundarios: 1o la insubordinación de los oficiales de infantería, seguida después por las otras armas; 2o la asamblea parlamentaria de Barcelona.
1o Los oficiales de infantería crearon una Junta de Defensa con residencia en Barcelona, presidida por el coronel Benito Márquez, con el fin de poner coto a ciertos abusos y errores de que se quejaban en su servicio. Como era ilegal, se trató de suprimirla; fue en vano. Rozamientos con el Gobierno; arrestos en Monjuich, generales desobedecidos: de todo hubo. Y hubo, finalmente, un apremio de las Juntas —secundadas ya por todo el ejército—, por el que se daba al Gobierno un respetuoso plazo de doce horas para que deshiciera lo hecho. Mientras vacilaba aún el Gobierno, llegó a los centros militares, por trasmano, la real promesa de que las Juntas serían reconocidas y quedarían satisfechas, lo cual fue comentado con amargas alusiones históricas y recuerdos de Fernando VII y sus maniobras.
Las Juntas triunfaron. La opinión quiso ver en la actitud del ejército un símbolo del fenómeno nacional. Salvo excepciones como la de un grupo de socialistas, la opinión creyó por un momento que el ejército trabajaba para todo el país, y así, se le perdonó la sedición. Pero los oficiales aseguraban en todos los tonos que sólo se proponían algunas reformas internas; rechazaban toda asociación con los generales, y más tarde abandonarían a los sargentos a su propia debilidad, cuando éstos intentaron también su pequeño complot. Era, pues, algo muy limitado, muy preciso, lo que la oficialidad reclamaba.
Se estaba bajo el gobierno de la infantería, “bajo el gobierno de los hoplitas” —decía Ortega y Gasset—, y era de temer que prendiera en algún jefe la tentación de una dictadura militar. Pero la prensa aseguraba que se abría una nueva era para España: la de los remedios positivos, tras la era de los desengaños que había sido el 98. Desde entonces, los sucesos se precipitan con celeridad manifiesta. Los civiles han aprendido el camino, y crean también unas Juntas que, al pronto —como los civiles no llevan armas—, parecieron ridículas.
2o Entretanto, el maltrecho Gobierno no se apresuraba a abrir las Cortes. Y sabido es que el catalanismo corre como fermento general por la vida pública. El 19 de julio, se reunió en Barcelona un grupo de parlamentarios, los cuales fueron disueltos, simbólicamente hablando, por la fuerza. El gobernador iba poniendo la mano en el hombro de cada diputado, gesto que pasaba por un arresto teórico. Una pareja de guardias iba conduciendo a los diputados hasta la puerta, tras de permitirles que formularan su protesta en un discurso más o menos largo y elocuente. Ya en la puerta, se les dejaba en libertad; y el pueblo —inquieto por las calles— los ovacionaba. Era una preparación, un aprendizaje. Mansa estaba la revolución: podía embravecerse en un momento.

III. LA HUELGA GENERAL

(18 de agosto de 1917)

Duró varios días la huelga general. Había sobrevenido de un modo muy súbito: parte de la opinión creyó que la había precipitado Sánchez Guerra, Ministro de la Gobernación, para que abortara y ahogarla en sangre. Otros hablaban de “oro aliado”, uno de los “ídolos del teatro”. Más tarde, las revelaciones del anarquista Miguel Pascual (El Sol, 4 de marzo de 1918) afirman que el personal de la Embajada Alemana había estado en tratos con anarquistas; que éstos, con el fin de alterar el orden a todo trance, pesaban sobre los gremios obreros de Madrid, y al fin obligaron al comité a lanzarse a la huelga. Los regionalistas no sabían nada, declaró Cambó. Los encarcelados del comité (Besteiro, Anguiano, Largo Caballero y Saborit) fueron unas completas víctimas. Fue ultrajado Marcelino Domingo. Las ametralladoras barrieron las calles y hubo muertos. Cuando se le iba viendo el fin al desorden, unos mentecatos se ofrecieron como “policías honorarias”. Sánchez Guerra fue condecorado. Se dijo que todo había terminado bien. ¿Era posible?*

IV. LA CONVULSIÓN

(17 de octubre. 1o de noviembre de 1917.—31 de enero de 1918).
No era posible. Cayó el gobierno el día 27 de septiembre y la crisis duró una semana. En plena crisis, el día 30, se celebraba una asamblea parlamentaria en el Ateneo de Madrid, hija en cierto modo de la asamblea de Barcelona. El grupo catalán, regido por Cambó, alcanzó una autoridad considerable. El rey quiso consultar a Cambó, y éste fue a palacio, tras de obtener de los asambleístas un compromiso de lealtad.
Y así se formó el nuevo gobierno, que llevaba en su seno, junto a dos ministros catalanes regionalistas, representantes de las bases de la asamblea, a Juan de la Cierva en la cartera de Guerra. Llevaba en su seno la tempestad.
Por lo pronto, parecía que el viejo régimen de los “partidos turnantes” había caducado. Era fuerza comenzar por disolver a las Cámaras y nombrar otras nuevas, genuinas. Se las disolvió el día 31 de enero de 1918.
Entretanto, el problema de las subsistencias sigue amargando, por instantes, el ánimo popular.
La Cierva comienza su complicada política con las Juntas, hace suyas las reivindicaciones de la oficialidad y sacrifica a Benito Márquez. Poco políticos, los oficiales casan fortunas y adversidades con La Cierva.

V. LA EXPERIENCIA ELECTORAL

(24 de febrero de 1918)

Mientras Cambó recorría varias partes de España haciendo campaña regionalista, los socialistas se organizaban para las nuevas elecciones. Se dijo que había dos peligros, y así fue, en efecto: uno, que aún quedaban ministros educados en el “encasillado” o fraude electoral; otro, que no se podría evitar la venta de votos. A última hora, se dijo también que los socialistas, separados de los republicanos, habían dado entrada a algunos elementos de la derecha.
Por las calles, contra la venta de votos, decían los carteles: “Vendes el voto: mañana venderás a tu hija”. Herido por la grosería del concepto, Ortega y Gasset aseguraba que la venta de votos era, en todo caso, un camino de la democracia, y que no convenía ponerse solemnes. Censurado por El Sol, Gabriel Maura —quien, durante su campaña, había ofrecido dar tanto dinero como su contrincante— se defendía diciendo que, puestos ante un mal inevitable, lo mejor era neutralizarlo. Pueblo hubo, como Aguarón, que dejó sus 494 papeletas en blanco. Sarampión de la democracia.
Ello es que las elecciones revelaron el ocaso de los partidos turnantes. Éstos están formados por grupos personalistas, ya se llamen conservadores, ya liberales, que de tiempo en tiempo se sucedían en el poder sin programa político definido, en un tira y afloja o convenio de sucesión por completo ocioso. Ahora circulaba por el Parlamento una nueva savia. Lo que era una octava parte en la Cámara de 1914 pasaba a ser la tercera parte: mauristas, regionalistas, republicanos, reformistas, socialistas, independientes, jaimistas, católicos e indefinidos.
Araquistáin sacó así la moraleja: es el triunfo de la organización. La organización obrera es la que ha permitido esta victoria parcial, no los ideales regionalistas, porque éstos han existido siempre, y aun el separatismo, y de poco habían servido.
Y nótese que los encarcelados del comité de huelga, ya antes elegidos para puestos municipales, ganaron ahora votos de diputados, en un plebiscito espontáneo, manifestación de la voluntad nacional. La amnistía era, pues, voz pública.

VI. LA DICTADURA

(28 de febrero a 8 de marzo de 1918)

Las Cámaras aún no se abrían. La Cierva procuraba imponer en el Consejo las reformas militares solicitadas por las Juntas, y quería que se las aprobara por Real Decreto. Provocó entonces una crisis parcial, de que resultó la salida de Rodés y Ventosa, los representantes de la asamblea parlamentaria en el gabinete. La Cierva, ya solo, impuso las reformas militares por Real Decreto del 6 de marzo. Rechinidos de la máquina gubernamental, agitación en los centros políticos, temores de sedición, gran sobresalto público. Las nuevas Cortes habían sido ahogadas en su cuna. Hasta se habló de que se iban a quemar las casas de los periódicos contrarios a La Cierva.
Al día siguiente, en pleno arrebato —como Sánchez de Toca, ex-presidente del Senado, hubiera protestado contra aquella imposición—, el Ministro de la Guerra, La Cierva, le amenaza en nombre del ejército. Era demasiado: el presidente del Consejo ya no puede tolerar más y plantea la crisis total; crisis patética, sin solución a la vista, mientras que las Juntas civiles se agitaban, amenazadoras.

VII. POR LA FUERZA DEL PUEBLO

(21 de marzo)

Algunos servicios públicos en que se notaba la naciente inquietud habían pasado a manos del Ministro de la Guerra. El cuerpo de correos y telégrafos se declara en huelga; primero en una especie de semi-huelga, luego en una huelga franca aunque respetuosa. El Ministro de la Guerra disuelve el cuerpo de correos y telégrafos, llama a las reservas; pretende, sin éxito, poner los servicios en manos militares. Se suspende la vida. Se cortan las comunicaciones. Hacienda y otros departamentos siguen el ejemplo de los correos y telégrafos. Huelga severa, iniciada por Madrid, que volvió a ser, con este acto de civilidad ejemplar, la capital de España. Huelga sin sangre ni bombas, a la castellana, hecha toda de voluntad. Los empleados civiles también merecen, y la reclaman, alza de sueldos, como todos los militares. Pero parecía que todo iba a hundirse; y cundía, aunque sin extremos, cierto sentimiento de pavor.
Los viejos políticos, en tanto, desfilaban ante el monarca, y la crisis no se resolvía. Un último esfuerzo lo salvó todo. Los viejos políticos, depuestas sus antiguas querellas, y aceptando la colaboración con elementos novísimos como Cambó, se unen y forman, bajo el viejo Maura, un gabinete de primera talla constituido por los mismos jefes de los partidos. El pueblo, que aislados los habían condenado ya, juntos los aplaude. Comprende su sacrificio: él lo ha provocado, con intensa voluntad cordial.
La ola de alegría se vio rodar por las calles. El rey salió a confundirse con el pueblo, y los paisanos y los militares se abrazaban. Del pueblo proceden todas las cosas buenas de España.
El nuevo gobierno se presenta, en plenitud de prestigio, a las nuevas Cortes, con un programa de reconstrucción, de amnistía, de administración y reformas militares. ¿Es escaso aún su programa, como quieren algunos? ¿Se ha jugado la última carta, como dicen otros, temblando ante lo que pueda venir, si el nuevo Gabinete fracasa? ¿O será verdad, como anuncian los maliciosos, que la verdadera última carta es La Cierva, reservado para la ocasión desesperada? La Cierva, retirado en Murcia, oye y espera.
Madrid, 1o de abril de 1918.
Las Novedades, Nueva York, 1918.

2. LA ANDALUCÍA EFICAZ

LA ESPAÑA pintoresca es el primer paso en el conocimiento de España. Pero lo pintoresco, aquí como en todas partes, sin ser falso, es limitadísimo, es instantáneo: no bien se lo mira, desaparece. Hay, con todo, regiones donde lo pintoresco español parece remansarse, para deleite de los viajeros curiosos. Tal es Andalucía. No se puede hablar de Andalucía sin que acudan a nuestra mente todos los lugares comunes del amarillo y del rojo, mantones, rejas y claveles, guitarras, ferias y bailes. Está toda Andalucía en aquella mula que sacude las colleras en mitad de la plaza; toda Andalucía en aquel gesto de apurar la copa, encorvando después la espalda y encogiendo los hombros; toda Andalucía en los mismos nombres de “Charito” y “Consolación”.
Hubo un tiempo en que la Andalucía pintoresca era para Europa la única representación posible de España. Los poetas franceses hablaban de las noches “andaluzas”, ¡de Barcelona! Carmen corrió por esos teatros arrebatando voluntades. Nietzsche descubrió que existían tierras solares, y huyó de la Europa atlántica y brumosa. Poco a poco se decolora el color: el antiguo salteador de caminos se anunciaba a su amante disparando dos o tres arcabuzazos en mitad de la noche, con sobresalto de la gente; pero ya este “Pernales” de nuestro tiempo entra de incógnito a visitar a su esposa (que no amante), a su “Concha del alma”, como dicen los pliegos sueltos de las aleluyas, y a lamentarse con ella de tener que hacer esa vida de forajido. Más que un salteador, el pobre Pernales es un sablista: de tiempo en tiempo se presenta en algún cortijo y pide unos veinte duros; el administrador se los da, porque tiene orden del amo; y el Pernales se marcha sin haber derramado una gota de sangre, para reapa...

Índice

  1. Portada
  2. Prólogo, por Alberto Gerchunoff
  3. Prefacio
  4. I. EN TORNO AL SIONISMO
  5. II. DESDE ESPAÑA
  6. III. DESDE FRANCIA