Las vísperas de España
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Las vísperas de España

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Las vísperas de España

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El mendigo y la calle de Madrid son un solo cuerpo arquitectónico: se avienen como dos ideas necesarias. La calle sin él —escribe Alfonso Reyes— fuera como un rostro sin nariz. Esta obra recoge una colección de impresiones, crónicas y viajes del autor que van de los "primeros prejuicios de la retina" a interpretaciones sobre la historia y el alma del pueblo español. Escritas en forma de instantáneas que capturan rasgos de interés o momentos característicos de la vida peninsular, y con el humor que lo caracteriza, en estas páginas Alfonso Reyes da cuenta, por ejemplo, de cómo "el paseante de los barrios bajos tropieza con una teoría de deformes. Comienza por contemplar, a lo Velázquez, un monstruo, dos monstruos, tres. Ve pasar enanos, hombres con brazos diminutos o con piernas abstractas, caras que recuerdan pajarracos y pupilas color de nube. Al cabo, la frecuencia de la impresión se dilata en estado de ánimo. Ya no cree haber visto monstruos, sino una vida monstruosa".En este libro se atraviesan, además, imágenes de Burdeos e Italia, desde donde Reyes sigue contemplando España. Sobre algunos textos comprendidos en esta obra, el escritor y periodista Carlos González Peña escribió: "Visión pintoresca de Madrid que nos sabe a Goya". A la totalidad de Las vísperas de España podría otorgársele un juicio similar.

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Información

Año
2018
ISBN
9786071656544
Categoría
Literatura

FRONTERAS

I. RUMBO AL SUR

1

DESDE México me habían cortado el cordón umbilical y, en París, la guerra europea se echaba encima. Uno y otro castillo de naipes se me desbarataban a un tiempo. Fuerza era emigrar hacia el Sur, como en las grandes invasiones históricas.
Hacía días que había yo cruzado el pabellón tricolor sobre mi librería, para —en el peor caso—, como decían los médicos de Molière, mourir selon les règles. Hacía días que me había provisto de toda clase de conservas alimenticias, como por lo demás lo recomendaba el Estado a los vecinos. Los hombres inquietos que formaban grupo en las esquinas veían con rencor pasar los coches burgueses, llenos de paquetitos. En verdad, los establecimientos “Maggi” fueron las únicas víctimas de mi barrio, y entonces tuve ocasión de bendecir la providencia de mis botes de leche condensada. Pero estos errores del primer instante pronto se purificaron, orientándose hacia más altas inquietudes.
Todo París resollaba guerra —res venteando el temporal. Hinchadas las narices del tiempo, las sienes del día congestionadas, y una pulsación presurosa, que ya no cabía en los relojes. Los periódicos descargaban extras cada hora, ametrallando con palabras al enemigo. Los hombres, por la calle, se atravesaban con los ojos, como tratando de sorprender, bajo el disimulo de la piel, la gota, siempre sospechada, de sangre hostil.
Y dos interrogaciones pintadas en el aire:
—¿Qué hará Inglaterra?
—¿Qué hará Italia?
Poco después, rumbo a las estaciones, vehículos a todo correr, pesados de hombres metálicos; mientras, por todas las ventanas, las mujeres gritaban y decían adiós, dejando ver unas caras pálidas y unos ojos enrojecidos.
Harta de ser amada por todos, de pronto la ciudad se puso espartana:
—¡Ahora vamos a ver de quién es París!
Los extranjeros huían a toda prisa. En la nerviosidad creciente, la vieja sarna burocrática y policíaca de Europa alcanzó momentos de paroxismo. Un rebaño de viajeros caía en el embudo administrativo, y no acababa de salir nunca. Los trenes, acaparados por la movilización. Detrás de toda ventanilla, un hombre agobiado de trabajo, malhumorado e intratable. Frente a las comisarías de barrio, larga teoría de emigrantes esperando el turno para obtener el permiso de salida, con cestas de bastimento, sillas plegadizas y paraguas, como quien hace día de campo en la calle.
Todos los hispanoamericanos de París pasaron entonces por la casa de México. Nunca ha existido más nuestra Legación en Francia que cuando dejó de existir. Cortado a cercén el Cuerpo Diplomático Mexicano, o más bien considerado como inexistente, la Revolución no quería contactos equívocos, y la notificación del nuevo régimen llegaba al Bulevar Haussmann, por parábola, en un piadoso pliego anónimo, copia al carbón de una copia a máquina de cierto oficio dirigido a una tercera persona. No había, pues, contagio posible: pasteurización completa. Pero, en tanto que los nuevos representantes eran designados y se hacían cargo de los papeles, los antiguos continuaban, mecánicamente, sus funciones. Desde su equilibrio inestable, la Legación mexicana tuvo una idea feliz: proponer a las demás Legaciones de Hispanoamérica (la Hispanoamérica neutral de los primeros días) una acción conjunta ante el Quai d’Orsay, a fin de obtener facilidades para el viaje hasta la frontera española. Aceptado el plan, la acción quedó concentrada en la oficina de México; y allí se formaba todos los días la lista de viajeros para la mañana siguiente y, de acuerdo con la Embajada de España, todos los días se prendía el coche americano a la cola del expreso español.
Cierta mañana —hacía tres días que los aeroplanos y zeppelines bombardeaban París— descubrí, en el patio de la Embajada de España, un campamento de maletas. Un vago instinto militar, provocado por la electricidad ambiente, me hizo preparar las maletas en llegando a casa. Nuestra tarea, por lo demás, estaba terminada: doblados pacientemente sobre las bombas administrativas, habíamos logrado vaciar a París de hispanoamericanos. Pocas horas después, un telegrama del Quai d’Orsay nos anunciaba para en la tarde la salida del equipaje del Gobierno rumbo a Burdeos.
Y dije a mi cocinera bretona:
—Salgo para Burdeos. No sé si volveré a París. Ni siquiera sé si tendré que abandonar el suelo de Francia. Mi brújula da en señalar el Sur. Me parece, además, que voy a cambiar de oficio. (En el bolsillo del pecho, mi pluma batuta, mi Waterman —Brentano’s, Av. de l’Opéra, 40 francos antes de la Guerra— se sintió aludida, y me dio un toquecito en el corazón.) Creo, en suma, que voy a pasar trabajos. A pesar de una carta de M. William Martin, el Crédit Lyonnais no entiende de cortesía y me tiene estrangulada la bolsa con la moratoria general. Pero aquí, en estos cajoncitos estorbosos de mi falso escritorio Enrique VIII, tengo bastante en efectivo para costear un viaje a Bretaña. Diga usted a sus padres pescadores que no olvidaré nunca las hermosas langostas que me obsequiaban, y que usted es la mejor muchacha de Finisterre.
Pero aquella hija de celtas me hizo saber que nos seguiría hasta el fin del mundo, por mucho que yo le aconsejé a tiempo —con la autoridad de Gracián— apartarse de la mala suerte.
Años más tarde, regresó de España a Douarnenez, donde se casó con un pescador de su costa y tuvo hijos e hijas. Habrá olvidado sin duda el español, que aprendió a hablar tan bien y en tan poco tiempo, y no sabrá leer esta página que mi gratitud le consagra. A través de mis personales asociaciones, no puedo encontrar el nombre de Renan sin pensar en ella. Mi memoria se asoma a la ventanilla del tren, y se figura leer, en las sucesivas paradas del camino:
—Renan, Bretaña, Tréguiers, Douarnenez, Rue Docteur Paugam, Anna Quéau.

2

El viaje de París a Burdeos no tuvo más tropiezo que la intervención de cierto personaje que se presentó en los andenes cuando ya todos estábamos instalados a nuestro gusto, y nos obligó —de acuerdo con una listita que traía consigo— a cambiar de sitio y a acarrear nuestros equipajes con nuestras propias manos, porque ya no había un solo mozo de cuerda a la vista: maleta hubo que conoció la honra de viajar un momento sobre lomos plenipotenciarios. A mí me acomodaron en un departamento que decía: “Consulados de México y de Bolivia”, porque —como me lo hizo saber con malos modos un profesional de la cortesía— Legación y Consulado eran la misma cosa, y México y Bolivia eran vecinos, no sé si en la geografía o en el alfabeto. Los bolivianos —jóvenes, solteros— huyeron discretamente ante mi aparato familiar, dejándonos dueños absolutos de la plaza.
Se oyó un estrépito como de cien bombas que estallaran a un tiempo sobre la Gare d’Orléans. Nunca he sabido lo que fue. Es mi último recuerdo de aquel París. El tren echó a andar.
Yo dormí bien. Yo duermo siempre. Mientras yo conserve el sueño, mío es el mundo.
Y así salimos de París, presintiendo que íbamos a la ventura, y dejando el piso puesto en el 15 de la Rue Faraday, a dos pasos del mercado Torricelli, barrio de Ternes: una callecita donde la numeración pasa del 11 al 15 sobre el puente del 11 bis, para evitar el 13 fatídico; una callecita cuyos ruidos y pregones he recordado más tarde en los Cartones de Madrid.
Don Benito Juárez salvó la República en un coche, como Eneas escondió en el seno los dioses de Troya, como Noé resguardó en un arca la población terrestre. En la primitiva carreta —origen de la ciudad— cabe una tribu. En un coche de Burdeos habité yo con mi familia durante doce horas cabales, horas de enojosa y triste recordación.
Pobre grano de arena perdido en el Sahara de las Naciones, todos los hoteles, las pensiones y las posadas, las casas que disponían de cuartos alquilables, me rechazaban a una, porque todo lo había requerido el Gobierno para aposentar a sus funcionarios y a lo principal del Cuerpo Diplomático. La inexistencia fulminada desde México contra el Bulevar Haussmann me seguía hasta las Avenidas de Tourny, que tantas veces vieron ir y venir mi coche.
Durante quince minutos tuve la ilusión de encontrar posada —espejismo que hizo más sensible mi fatiga bajo aquel sol agobiador. Porque apenas comenzaba yo a libertarme de los ligámenes de cuello, cinturón y tirantes —que el fuego de Burdeos, invadiendo mi coche abierto, me había estampado sobre la piel—; apenas las mujeres empezaban a deshacer sus menudos fardos; apenas mi hijo, tumbado en la cama y semidesnudo, lanzaba al aire un montón de risa para deshacerlo entre un pataleo de regocijo, cuando la voz del destino gritó furiosamente a mi puerta:
—¡Que salgan ustedes al instante, porque la señora no admite niños en casa!
—No tengo más que uno —gemí— y todavía no he tenido tiempo de enseñarlo a llorar.
Mais je m’impatiente!… —gritaba la voz del destino, mientras yo, nerviosamente, anudaba a toda prisa mi corbata.
Y volvimos otra vez a la calle, posada de todos, donde es pecado de las repúblicas el no consentir que los hombres duerman en el suelo. Y fuimos a dar al Consulado. Y nos encontramos con que nuestro Cónsul estaba muriéndose de neumonía y faltaba de la oficina hacía una semana. Pero el Vicecónsul Contreras no se dio punto de reposo hasta lograr la gran merced de que su hospedera —ocultamente y a precios criminales— nos diera habitación en las buhardillas de su casa. Allí no...

Índice

  1. Portada
  2. Prólogo
  3. Cartones de Madrid [1914-1917]
  4. En el ventanillo de Toledo
  5. Horas de Burgos
  6. La saeta
  7. Fuga de navidad
  8. Fronteras
  9. De servicio en Burdeos
  10. Huelga (ensayo de miniatura)
  11. Notas