La perenne desigualdad
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La perenne desigualdad

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La perenne desigualdad

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Esta obra está compuesta por una serie de ensayos, organizados en cinco capítulos, que estudian con una perspectiva principalmente histórica, uno de los problemas más preocupantes de México: la desigualdad. En las primeras secciones se define el objeto del libro, como un problema fundado esencialmente en lo político. Se hace una suma de las acciones de los gobiernos de aquel periodo que condicionaron la acentuación de la crisis, así como el surgimiento de nuevos conflictos (trabajo informal, migración, crimen organizado). Las últimas dos secciones ofrecen alternativas de solución al problema.

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Información

Año
2017
ISBN
9786071650993

II. LA PERENNE DESIGUALDAD:
NUESTRA MARCA HISTÓRICA*

A MANERA DE INTRODUCCIÓN
La desigualdad marca nuestra historia y ha modulado nuestras mentalidades. A pesar de las considerables potencialidades económicas de la nación, si algo marca la faz del México actual son las desigualdades en prácticamente todas las materias y ámbitos de la vida política, económica, social y cultural: desde la distribución de ingresos, la calidad y pago de los empleos, la tecnología y la productividad, el acceso a oportunidades y derechos constitucionalmente consagrados (educación, salud, alimentación, vivienda, etc.), hasta la participación política, las brechas de ingreso y desarrollo humano entre regiones, entre hombres y mujeres, entre indígenas y no indígenas.
Esta desigualdad es profunda y arraigada, y no respeta las migraciones poblacionales ni de recursos, de capital y de riqueza que han caracterizado la geografía humana de México en sus dos siglos de existencia y que tomaron velocidad de crucero en estos últimos tiempos de cambio. La desigualdad se manifiesta en la riqueza, el ingreso, la educación, la salud y el género, y seguramente define también asimetrías tanto en la forma de vivir como de morir. De aquí su carácter matricial y la necesidad de entenderla como un fenómeno que no puede reducirse a sus fuentes y variables económicas. Se aloja en los pliegues del carácter social y tiende a presentarse no tanto como una maldición sino como parte misma de nuestra naturaleza. Lo anterior, sin embargo, no es ni debe verse como una fatalidad inmutable.
México no ha podido encontrar una buena trayectoria para su desenvolvimiento socioeconómico y, con todos los éxitos que se quieran argumentar en materia de lucha contra la pobreza, o en relación con el desempeño en ciertas áreas productivas o regiones del territorio nacional, lo cierto es que tanto el empleo como los salarios, la educación y la vivienda, la alimentación o la seguridad social, nos remiten una y otra vez a formas de vida precarias e inseguras, con un cúmulo creciente de necesidades insatisfechas y de capacidades sofocadas. Y en el centro, la desigualdad inconmovible. En este sentido, desde diferentes miradores1 se ha propuesto que la única vía más o menos cierta para salir del laberinto de nuestra inicua desigualdad es la realización de una tercera reforma: la social. Y ello en función de un propósito político: construir un Estado social, de bienestar, democrático y de derecho. Un Estado incluyente por su vocación y conformación, por Constitución.
Una reforma social del Estado para el siglo XXI que apunte a abatir la desigualdad debería comenzar por la recuperación del derecho al Estado, como lo concibiera Guillermo O'Donnell:2
[…] el Estado es el ancla indispensable de los diversos derechos de ciudadanía implicados y demandados por la democracia. Un Estado consistente con la democracia, es un Estado que […] apunta a consolidar y expandir los derechos de ciudadanía implicados y demandados por la democracia. Esto a su vez significa que los ciudadanos tenemos un derecho público e irrenunciable al Estado, pero no a cualquier Estado sino a uno consistente con la democracia, un Estado de y para la democracia.
Esa política tendría que partir del reconocimiento de la universalidad efectiva de los derechos a la alimentación, la seguridad social, la salud, la educación, la vivienda y los servicios básicos de saneamiento, los derechos al trabajo y del trabajo y a un ingreso básico. Significaría también definir con claridad en la legislación las garantías sociales en las que se traducen esos derechos y los planes y programas de los gobiernos consecuentes con esos principios.3
La economía política mexicana, hay que insistir, sufre una crisis de visión en la que se condensan los resultados de un mal desempeño macroeconómico y unas implicaciones sociales desalentadoras y dañinas para una mínima cohesión, necesaria para la estabilidad y el desarrollo. Esta crisis alimenta y se retroalimenta de los varios extravíos políticos y sociales que han mal acompañado los cambios, pero parte de y desemboca irremisiblemente en la pérdida ya secular de la dinámica económica. En ella se hizo descansar, por décadas, la capacidad del sistema político económico heredado de la Revolución mexicana para modular y dinamizar los conflictos distributivos y por el poder, para así dar lugar a una forma de desarrollo combinada con notable estabilidad monetaria y económica en general, pero también política y social.
Aunque no haya vuelta atrás —decía David Ibarra—,4 el crecimiento de los últimos 20 años desmerece frente a los resultados de la estrategia económica previa. Entre 1950 y 1982, el producto se expandió a una tasa anual de 6.5% y el ingreso por habitante a 3%. Las cifras comparables de los siguientes dos decenios son 2.4% con cuasi estancamiento del producto per cápita […] el ritmo de ascenso del producto mexicano en 1980-2000 es 45% menor que el alcanzado en Estados Unidos, cinco veces inferior al de China, y dos y media respecto a Irlanda y Chile […] La transición mexicana al mundo globalizado no se ha encauzado por las mejores sendas.
FUENTE: OCDE, 2015.
De estas y otras evaluaciones de la dinámica económica y de las políticas puestas en acción por los gobiernos de la época presente, que arranca con las crisis financieras de los años ochenta del siglo pasado, puede concluirse que lo que está en el orden del día es una revisión de la estrategia reformista. Pero no para tratar de continuarla sino para reformarla.
En la gráfica II.1 se puede apreciar no sólo el pobre desempeño per cápita del producto sino su declive en comparación con el de los Estados Unidos. Este comportamiento recoge las diversas crisis financieras y económicas del periodo así como la estrategia y las políticas económicas y sociales adoptadas para encararlas; tenemos así que desde 1980 el producto por persona ha crecido a una tasa anual promedio de 0.6%, muy por debajo del crecimiento en otras economías emergentes5 y, desde luego, de lo necesario para elevar el nivel de vida y bienestar del conjunto de la sociedad mexicana.
Reformar las reformas significa revisarlas en función de una batería de objetivos que ponga en el centro la cuestión social, agravada por el lento crecimiento de la economía. El costo de “volver atrás” sería no sólo elevado sino que su resultado más probable sería un fracaso. Pero obstinarse en el rumbo de las reformas sin fin, de generación tras generación dentro de la misma familia neoliberal, puede ser igual o mayormente perverso. Lo que nos ha faltado es un “reformismo dentro de la reforma”, un proyecto capaz de combinar las políticas destinadas a potenciar las reformas hechas con instituciones viejas y nuevas que les den sustento y visión de largo plazo, acumulen logros y modulen conflictos.
Por ello, resulta indispensable cambiar el lenguaje, la retórica y los términos de la ecuación que han gobernado nuestro mal desarrollo. Sin empleo bueno, seguro y bien remunerado difícilmente puede pensarse en una vida colectiva alentadora, donde la convivencia siempre difícil pueda traducirse en cooperación social y democracia política incluyente, indispensables para la estabilidad y la expansión productiva. Cierto es que la relación democracia-desigualdad es una ecuación inestable que puede ser desestabilizadora; sin embargo, es cada vez más claro que tiene que resolverse dinámicamente en positivo, en favor de la igualdad como requisito central para que la política produzca gobernabilidad basada en legitimidad.
En esta compleja materia no hay mandatos únicos ni desenlaces institucionales inmutables. Empero, en las sociedades modernas, la desigualdad puede y tiene que dejar de ser vista como un fruto del azar o de leyes naturales que explican lo que ocurre con base en argumentos biológicos, culturales ¡y hasta económicos! Como lo ilustra la historia social del siglo XX, la desigualdad puede volverse una cuestión fundamentalmente política que puede cambiar sus perfiles e intensidades si la política se compromete a ello: tal es el mensaje liminar del libro de Thomas Piketty.6
En el mismo sentido, hay que reiterar que las decisiones que estuvieron detrás del cambio estructural para la globalización no fueron el fruto de ninguna ley natural; menos, resultado de un mandato histórico o económico unívoco e inapelable. Las élites dirigentes y los grupos dominantes, por su parte, nunca consideraron que la desigualdad y la falta de equidad fueran temas cruciales y vitales que debieran inscribirse en la agenda del mencionado cambio. En los hechos y en sus dichos prefirieron pensar, como muchos de sus antecesores, que su atención podía posponerse sine die.
Darle solidez a nuestra nación, en medio y de cara a una globalización impetuosa y sin orden, implica tomar riesgos para imaginar y activar un nuevo curso de desarrollo, hacia la igualdad y la equidad con democracia y libertad. Éste es un punto de partida obligado para el diseño de una estrategia centrada en convertir la cuestión social contemporánea de México en el objeto de una tercera reforma del Estado, cuyo eje esté basado en la articulación de un nuevo pacto social que combine el mejoramiento del bienestar para el conjunto de la población —priorizando la condición de las grandes mayorías desfavorecidas—, la ampliación ambientalmente responsable de las capacidades productivas de la economía y el fortalecimiento de la convivencia política, en el marco de la democracia y el Estado de derecho.
El valor de la igualdad es una condición de la libertad. Pero está lejos de las mentes de nuestro tiempo el igualitarismo sin matices. La justicia distributiva ha de tener como objetivo el igual acceso de todos a los bienes más básicos. A eso le llamamos “igualdad de oportunidades”, “igualdad de capacidades” o, sencillamente, “equidad”. No se trata de suprimir las diferencias, sino de conseguir que éstas no sean discriminatorias ni excluyentes. Se trata de pensar una igualdad compatible con las necesidades particulares de los distintos grupos. Se trata de señalar a aquellos grupos que históricamente han sufrido más discriminaciones y actuar positivamente a su favor.7
Lo anterior requiere una reforma hacendaria8 con clara intención redistributiva, que dé sustento a cambios institucionales que permitan dar otro sentido a las reformas laboral y de seguridad social que se han realizado, para destinarlas a crear una red de protección social más fuerte, que desemboque en el establecimiento de un sistema de protección y seguridad único y universal. De esta forma, los derechos fundamentales serían vistos también como el cemento básico de la cohesión social y, en particular, serían entendidos como el acicate moral e institucional para que, desde la democracia, se avance en la reforma social. Al poner a esta última en el centro de una nueva “función objetivo”, podría iniciarse la búsqueda de otros caminos y veredas, políticas e instituciones, dirigidas a “aceitar” las reformas realizadas en la economía y la política.
Desde esta perspectiva, reformadora y reformista, el desempeño económico tendría que evaluarse con criterios diferentes a los empleados por los analistas de inversiones o los gobernadores del Banco Central y los encargados de la Secretaría de Hacienda. Para decirlo con la aspiración que nos legara Karl Polanyi: la economía sería incrustada, arraigada, en la sociedad y serían sus necesidades, identificadas y encauzadas democráticamente, las que irían redefiniendo la estructura productiva, así como la división del trabajo y las pautas distributivas del esfuerzo social plasmado en la producción material.
Lo primero, entonces, para el aquí y el ahora, es que la economía ofrezca empleo digno y duradero, entendido como la fuente principal y la base material (por ahora insustituible), de un régimen republicano basado en los derechos sociales. Mientras el sistema económico se organice mercantilmente y a partir de criterios de máxima rentabilidad, el empleo se mantendrá como la contraparte obligada de cualquier método de evaluación social de la economía. Por lo demás, vale insistir en ello, es en el empleo y sus remuneraciones, así como en su calidad, donde se dirime la composición y el ritmo del mercado interno, de cuya extensión y profundidad depende la capacidad que tengan la economía y la sociedad para interiorizar las ganancias provenientes de la exportación y, más en general, del proceso globalizador. Es ahí, en el empleo, donde también puede realizarse una virtuosa y duradera transferencia tecnológica y una efectiva y robusta capacitación del trabajo en la cual sustentar los procesos de diversificación indispensables para el desarrollo económico.
Los criterios anteriores, entre otros, permitirían imaginar alternativas congruentes en el plano del crecimiento económico, de la hacienda pública, de la justicia tributaria y distributiva, de la seguridad social o en el de la vinculación entre los derechos individuales y los sociales, entre la libertad y la igualdad. Permitirían, también, inscribir en la política económica y social los valores fund...

Índice

  1. Portada
  2. Reconocimientos y algo más
  3. I. La desigualdad: hacia un panorama general
  4. II. La perenne desigualdad: nuestra marca histórica
  5. III. La mesa de tres patas: sobre la reforma social del Estado
  6. IV. De la compensación social al desarrollo con equidad y democracia
  7. V. Democracia y equidad: el eslabón perdido