Obra literaria completa
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Índice
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Información del libro

Esta recopilación de la obra del etnólogo Francisco Rojas González, preparada por Luis Mario Schneider, incluye cuentos, las novelas La negra Angustias y Lola Casanova, así como ensayos sobre literatura mexicana y crónicas.

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Información

Año
2015
ISBN
9786071624925

CUENTOS

...Y otros cuentos
ATAJO ARRIBA
A J. de Jesús Ibarra,
que bien sabe de estas cosas
ATARDECÍA. El atajo estrecho serpenteaba entre jarales. Las lajas blancas, pulidas, resbalaban barranca abajo, hasta beber en el hilillo de agua zarca del arroyo.
La cigarra decía la oración de la tarde, y el mugir del toro en brama se estrellaba en la falda del cerro.
Y el atajo subía. Subía hasta perderse.
La senda blanca allá en la cumbre se tornaba en roja, teñida por los rayos oblicuos del sol que caía.
Amo y siervo toparon en un recodo del atajo.
El primero, jinete en noble bestia alazana, de finos remos, mirada vivaz y gran alzada.
El segundo tras la yunta de bueyes, que rumiaban el cansancio y azotaban con la cola sus costados calvos por el incansable chuzo.
—¡Buenas tardes le dé Dios al amo...!
—¿Cuántas veces tendré que icirte que desunzas en el potrero y cargues tú sobre el lomo los aperos? ¡Mira cómo andan de estragaos los animales!
—Amo, cuando acabo de barbechar quedo tan cansado, que apenas aguanto el peso de la garrocha. ¿Cómo quere su mercé que cargue con cadenas, coyundas y yugos...? ¡Ah, sólo el que carga el avío sabe lo que pesa!
—¡Uy, pelao hijod’iun, como a ti no te cuestan los bueyes, te importa un canijo trabajarlos hasta que revienten!
—Amo, los bueyes tragan zacate y se hartan... Yo como gordas y no me lleno, ni a juerzas... ¡Es tan probe la ración!
—¿Conque probe, no? Pos traga zacate como los bueyes. ¡Así te llenarás y reventarás en buena hora! ¡Magnífica escuela está haciendo el maistro del pueblo, tratando de convencer a ustedes de que son víctimas, de que están mal pagados, de que son los explotados. Ya verás cómo el chivato no hace güesos viejos...! ¡Revoltoso maldito, yo me encargaré de que eche en olvido eso que él llama ideas redentoras... para eso es el dinero, y cuando éste falla, para eso son las balas! Y tú, desgraciao, arrodíllate. ¡Voy a enseñarte algo más efectivo que la doctrina de ese apóstol muerto de hambre...! ¡Pero arrodíllate, grandísimo cabresto...!
El patrón echó mano al machete. Su hoja chifló como serpiente y cayó rápida sobre las espaldas musculosas del gañán.
Un ronco grito repercutió en la barranca.
La cigarra cortó su oración.
Los pájaros dejaron sus nidos y volaron con todas las fuerzas de sus alas.
Muchas lajas rodaron barranca abajo lanzadas por las pezuñas del caballo, o por los pies descalzos del “ajusticiado”.
Después, sólo el chasquido de la hoja al pegar en los costados hercúleos del peón y el piafar del potro enardecido.
El campesino se dejaba azotar.
Sobre él pesaba una tradición de siglos: el respeto al amo. Una doctrina absurda. La sentencia urdida por los curas: “...y jamás levantes la mano a tu patrono, que es la representación de la divinidad en la tierra”.
La tormenta de cintarazos caía sin tregua sobre la espalda sangrante.
Rendido por el dolor, levantó la cara quizá en demanda de perdón. Vio cómo el sol enrojecía la cumbre de la montaña. Sus rayos hirieron la pupila dilatada por el sufrimiento. En su rostro impávido hasta entonces, se dibujó una mueca. La mueca trocóse en gesto enérgico, gesto estatuario; pero imposible de ser plasmado: el gesto del rebelde. Olvidó la vieja tradición. Tomó el machete por la hoja enrojecida con su sangre y derribó de un tirón al jinete.
La hoja se volvió obediente.
Sólo que esta vez no de plano, sino de filo cortaba el aire y se hundía en carne blanca. Uno, dos, tres, diez, cincuenta... y muchos más furiosos golpes.
La mano poseída de un frenesí de venganza hirió, hirió, hirió, hasta dejar sobre el camino una masa informe que escurría tanta sangre, que la tierra blanca del atajo se hizo roja... roja como la cumbre de la montaña que teñía el sol poniente.
Las raíces de las jaras de la ribera bebieron con fruición de sedientos.
Desunció los bueyes.
Tuvo para ellos un purísimo pensamiento de libertad.
Aspiró a pulmón lleno.
Arado, yugo, coyundas y cadenas se amontonaron sobre el cuerpo despedazado.
Arrancó un puñado de hojas de jara, limpió el sable con ellas y brincó sobre los lomos del potro alazán.
Se fue cuesta arriba.
Los vecinos del rancho, al darse cuenta del crimen, fueron al lugar de los hechos.
Todos vieron que en la montaña, allá en la cumbre, un jinete rojo cruzaba frente al sol...
Y cuando los “pelones” preguntaban furiosos por el vil asesino, los rancheros encogiéndose de hombros contestaban:
—¡Pos quén sabe, amo; se jue atajo arriba!
—¡Y se perdió en el sol! —agregaba el maestro del pueblo.
“PAX TECUM”
LA FRASE machacada llenaba todo mi pequeño mundo.
—¡Es un hombre que por sus bondades no es para esta tierra! ¡Se ha entregado en cuerpo y alma a la causa de Cristo! —decía la voz desdentada de la directora de mi escuela.
—¡Es en verdad un ministro de Dios! —llegaba a mis oídos la voz tipluda de la maestra del sexto año.
—¡Que Él lo tenga mucho tiempo sobre la tierra, para bien de nosotros los pecadores! —terciaba la profesora de mi grupo llena de erudición gofir, mientras movía coquetamente sus inquietantes ojazos negros.
—¡Qué bueno es el señor obispo, señor San José lo cuide de tantos males como los hay en esta empecatada tierra! —murmuraba la vieja portera, signándose con sus dedos torpes y gruesos.
El hombre santo, el hombre bondadoso, el benefactor de la especie estaba al caer.
Mis deseos de conocerle hacían que la fecha fijada para su arribo se alargara infinitamente.
Los compañeros de escuela eran más felices que yo: ya conocían al prodigio, “cuando el otro año vino a bendecir el salón del sexto”.
Ellos ya habían besado sus manos. El más afortunado en aquella ocasión había tomado el lazo de su gran mula tordilla para que echara pie a tierra; estuvo cerquita de él cuando bendijo a toda la clase, que arrodillada recibía en plena nuca aquellos signos trazados en el aire con el garbo y la fe del taumaturgo acreditado.
Un día me sentí impotente para contener toda mi curiosidad.
El dicho de los muchachos que me rodeaban no satisfacía ni con mucho mi afán de investigaciones. Necesitaba saber algo más del prodigio. Urgía familiarizarme con él antes que llegara a la escuela.
Por eso me atreví a preguntar a mi maestra:
—¿Cómo es el señor obispo?
—¡Oh... es el señor obispo de una sublimidad extraordinaria, su espíritu sutil... su gran talento... su...!
—¡Bueno, maestra, pero yo quiero saber cómo es él!
—Así como te dije es él en cuanto a lo espiritual... Pero no me acordaba que tú no sabes de esas cosas... En cuanto a lo material es distinguidísimo: está en los treinta y tres, la edad de Cristo precisamente... ¡Mira qué coincidencia! Es rubio, de ojos claros, pelo abundante, castaño claro, quebrado; alto su cuerpo; garboso su andar; dulce la mirada y una simpatía que se desborda.
Al describir mi maestra al hombre extraordinario, movía sus grandes ojos negros y relamía sus labios llena de entusiasmo.
Yo creí en el prodigio.
Mi ansia crecía por momentos. Llegué a no escuchar las clases sólo por estar pensando en el momento en que lleno de fe besaría aquella mano pálida, larga, distinguida... Aquella diestra llena de bendiciones, aquel miembro familiarizado con las consagraciones y oliente a incienso.
Cuando nuestra profesora nos enseñó el himno que deberíamos entonar a la llegada del superhombre, mi vocecilla mal educada adquirió raros timbres que me sorprendieron por lo bello. Un calosfrío extraño corría por mi cuerpo, entornaba los ojos hasta llegar a un éxtasis que yo conceptuaba divino... ¡divino, sin género de dudas!
Una mañana llena de sol, al salir de mi casa para la escuela, mi corazón infantil quiso salirse del pecho, cuando vi las calles del pueblo tan bien adornadas; festones de pino cruzaban de acera a acera, grandes banderas tricolores colgaban de las ventanas; el empedrado del piso estaba cubierto con serrín pintado de verde; las muchachas ataviadas de lo mejor posible mostraban su alegre sonrisa tras el férreo enrejado de sus ventanas. En fin, a mi pueblo lo había cambiado la fe inefable de sus moradores. ¡Y la escuela! ¡Uf! Ésta sí que estaba lujosa. ¡El colmo del buen gusto! Desde el cubo del zaguán hasta el último salón, todo estaba transformado... Al personal docente daba gusto verlo: todos ataviados elegantemente. Los grandes ojos negros de mi joven profesora lucían más bajo aquellos rizos que eran resultado de toda una noche de tormentos por el estiramiento cruel de los “enchinadores”.
Los muchachos no deslucíamos ante el profesorado.
La mayor parte fuimos bañados la víspera del gran día y la escuela entera olía a jabón de Zapotlán.
Cuando la esquila mayor fue echada a vuelo, encontró eco en todos los corazones.
Era la señal de que el cortejo de Su Ilustrísima se encaminaba a la escuela.
¡Qué espera tan larga, Dios mío!
Por fin, tras de media hora de penosa intranquilidad, el cortejo obispal dobló la esquina y llegó a la escuela.
Nuestro himno llenó las cuatro paredes del salón de actos. Los profesores corrían de un lado a otro para colocarse finalmente en estrecha valla... y el cortejo precedido por Su Señoría entró en el recinto.
Nubes de humo perfumado y sonar de campanillas.
El obispo marchaba arrogante, sonriente, sus ojos azules se detenían mirando a los presentes con ternura inefable. Su mano larga, fina, se posaba de cuando en cuando sobre la monda cabeza de algún niño, que tembloroso de fe alzaba sus ojillos rasos de lágrimas.
Por fin llegó al solio preparado ex profeso. Volteó hacia el público, alzó la mano y todos caímos de rodillas. La bendición espiscopal llenó la gran sala y sin duda llegó hasta los curiosos que parados de puntillas veían tras de la ventana.
Cuando levanté la vista confortado ya por el sagrado signo, vi que todos los presentes se encontraban aún postrados, con la vista baja; solamente allá lejos, mi maestra, erguida, bailaba más que nunca sus grandes ojos, tan grandes, que eran suficientes para contener toda su coquetería.
Después los niños desfilaron uno a uno; llegaban cerca del prelado, se postraban devotamente y besaban llenos de unción el áureo anillo pastoral.
Me tocó mi turno. El corazón me martirizaba con su incesante traqueteo; llegué a las plantas de Su Ilustrísima quien me tendió la mano larga, fina... Quise antes de besar la joya pastoral ver de cerca el milagro de aquellos ojos claros, tranquilos, llenos de misticismo, de divinidad... ¡Pero oh, aquella mirada dulce hacía poco, se había transformado horriblemente! Ya no estaba perdida en no sé qué encanto celestial; sus párpados ya no caían llenos de beatitud, sino fijos en cierto lugar se clavaban como puñales; el azul apacible se transformó entonces en un color acerado que tenía extraños reflejos; su boca, poco antes risueña, se plegaba hacia adentro en un rictus indescriptible, su rostro pálido, seráfico antes, se coloreaba ahora intensamente. Busqué con mi vista el punto en donde se clavaba la mirada del prelado, y topé con una estupenda pantorrilla de mi joven maestra, que con el pretexto de arreglar un adorno, trepó a una silla y descuidadamente había dado una pequeña muestra de los encantos que guardaba tan secretamente.
Volví a ver al obispo. Su mano sudorosa temblaba... no era aquella diestra familiarizada con las consagraciones y olorosa a incienso; era otra, era una mano pecadora. Cuando el obispo dijo el ritual Pax Tecum, su voz tremolaba extrañamente.
La directora se dio cuenta de que yo en lugar de haber besado la diestra episcopal, había hecho un gesto de repulsión y había bajado en carrera las escaleras del solio. Tal conducta me valió dura reprimenda.
La maestra de mi clase hablaba más seguido de las cualidades físicas del prelado que de sus virtudes espirituales. Cuando tocaba el punto bailaba sus ojazos y relamía sus pequeños labios.
Poco después, echando a meditar mi cerebro de chiquillo, llegué a la conclusión de que el hombre de los ojos de color de acero y mirada caprina no podía ser diferente al dulce mitrado de manos taumaturgas.
Era el primer paso hacia la sublime liberación del espíritu.
“LAS RORRAS” GÓMEZ
EL VICIO triunfaba dentro del estrecho recinto, cuyas cuatro paredes estaban a punto de volar por la fuerza expansiva de una atmósfera capaz de ser tajada con cuchillo.
Ríos de ponche de parras transformaban los semblantes. Alteraban los espíritus. Entorpecían las facultades.
La murga estruendosa hilaba la cadena de danzones y foxes.
El jaleo botaba...

Índice

  1. Portada
  2. Francisco Rojas González en la literatura
  3. CUENTOS
  4. NOVELAS
  5. ENSAYOS
  6. CRÓNICAS
  7. Bibliografía especial de Francisco Rojas González