Anotaciones para una teoría del fracaso
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Anotaciones para una teoría del fracaso

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Anotaciones para una teoría del fracaso

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La figura del fracaso es el tema central de este título. El autor va relacionando la imagen del naufragio con una reflexión acerca del destino para comprender el devenir de la literatura a través de los siglos XIX y XX y descubrir el momento en que la modernidad perdió la conjunción de la palabra y la imagen. Los ensayos presentados hablan de la vida y obra de escritores -Mallarmé, Melville, Michon y Borges- y pintores -Cézanne, Degas, Friedrich, Eakins, van Gogh, Schiele, Spencer, Freud y Audirac- que parecen no dejar de comunicarse en estos siglos que nos preceden.

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Información

Año
2016
ISBN
9786071636621
Categoría
Literature

Degas
— 9 LÁMPARAS

1. Autorretrato con chaleco verde

Degas tiene veintidós años cuando pinta su Autorretrato con chaleco verde (ca. 1856), habiendo improvisado un estudio en el departamento en el que aún vive con su padre. Su rostro, visto de frente, con el cuello girado a la izquierda, es típicamente francés: ojos semientornados y nariz fina, que divide la cara en dos mitades magras; el bigote incipiente, los labios encarnados, el mentón suave y el pelo abundante y lacio, cuyo aliño y curvatura dejan al descubierto la redondez de la frente. Si Degas es un artista típicamente francés, la luz y la paleta de color de este primer autorretrato denotan ya una influencia y un diálogo con la pintura italiana (la familia paterna de Degas provenía de Nápoles). Verde sobre tierra ocre y color castaño para el pelo; ligero rubor que avanza de los labios hacia la carnación de las mejillas: lozanía y asombro, descubrimiento del mundo en los primeros años de la juventud, pero también templanza. Degas, como Durero en su primer autorretrato con punta de plata, se ve a sí mismo como un artista, y lo proclama desde el foro discreto de su propio estudio en la casa paterna. Este cuadro cumple con la primera pauta indispensable en la carrera de todo pintor: mostrarse a sí mismo como dueño del conocimiento absoluto que la pintura entraña dentro y fuera de sí. Saber que se basta a sí mismo, herramienta para la introspección pero también para el descubrimiento y el análisis de la realidad en torno. Pero lo más sorprendente de la expresión de su rostro es la impasibilidad, el desdén y la sangre fría de quien tiene como misión rendir su testimonio del mundo, convertirse en una suerte de voyeur objetivo que no interviene en aquellas escenas que atestigua ni traiciona un ápice de emoción romántica. En esos años, aún dominados por el romanticismo de Hugo, Degas es un joven voyeur en busca de una pintura que comenzará a cuestionar severamente el imperativo de la perfección para volverse cada vez más flexible, perspicaz e impura.
Desde los años del liceo, a Degas se le recuerda como un muchacho ensimismado, siempre en las nubes. En los autorretratos de su primer periodo no ha dejado de serlo, pero a la nota del ensimismamiento le ha añadido la de la aristocracia de un espíritu que se sabe por encima de los otros, debido al ejercicio consciente de lo que podríamos llamar sensibilidad. Degas era un dandi incluso antes de que Baudelaire encarnara el término para referirlo a las cualidades que hacen del artista un vidente. Pero lo que en Baudelaire es frisson y un aura de desprecio que se ampara en los postulados de un romanticismo tardío, en Degas se traduce en una voluntad de mirar no sólo hacia adentro, concentrando los objetivos de su mirada en la intimidad, sino en devolver nuestra atención al misterio y a la significación de lo nimio, lo intrascendente, lo cotidiano.
En su atelier, con una mezcla de acritud y parsimonia, Degas empieza a definir el contorno de la sensibilidad moderna. Las obras que pinta, al margen de los escándalos mediáticos que se ocupan de la labor de sus contemporáneos (Manet, Baudelaire, Flaubert), marcan un ritmo en la historia de la pintura del siglo XIX, apartándose sensualmente de la tradición, pero construyendo simultáneamente una tradición que marcha en sentido opuesto, hacia el presente.

2. La familia Bellelli

En 1860, durante un viaje a Italia con motivo de estudio, Degas comienza a pintar el famoso retrato de la familia Bellelli. Los modelos —la baronesa, tía de Degas; su marido, el barón, y sus dos hijas— no parecen posar sino ser parte de una composición premeditada que obedece a las pautas del ritmo propio de la estabilidad y la quietud. La baronesa Bellelli, Laure de Gas por su nombre de soltera, es la encarnación misma del recato; el rigor de su vestido negro y el recogimiento de su peinado contrastan vivamente con el azul del papel tapiz que recubre la pared del fondo. Su mirada está perdida en algún punto fuera del cuadro y es la sugerencia de una nostalgia o de una aprehensión que se encuentra más allá de nuestro entendimiento. Su mano derecha, en un gesto familiar y protector que carece de la rigidez de su mirada, está colocada en el hombro de su hija, mientras que la mano izquierda se apoya en el escritorio de su marido, el barón Bellelli. Jeanne, la niña protegida por el brazo de su madre, es el único personaje en este cuadro que nos está mirando. De pie al lado de la baronesa, parece una emanación del vestido y del cuerpo de su madre, cuya construcción piramidal se antoja la fundación misma de este cuadro.1 Sus manos son visibles y están recogidas sobre su regazo, remarcando la cintura de su mandil blanco. Julie, en cambio, está sentada con las manos ocultas detrás de su espalda; una de sus piernas, la izquierda, está doblada bajo la falda negra de su vestido, y su cara está girada en el mismo sentido que el rostro de su madre. Si la madre, con su gesto, abunda en una sensación de recato, su hija, a través de las formas liberales en las que acomoda su cuerpo sobre la silla, mostrando y ocultando sus manos y sus piernas a un tiempo, parece la imagen de cierta liberalidad de espíritu, dos notas —recato y liberalidad— que se alternan en el arte y la biografía de Degas.
El barón Bellelli, sentado en un mullido sillón de terciopelo negro, mira a su hija. Su peinado guarda la misma dirección de su mirada (se puede sentir incluso el virtuosismo de la muñeca, dando dirección e impulso a la brocha en una curvatura ascendente). Su perfil izquierdo y la leve torsión de su tronco parecen una forma de condescender con el joven Degas, que ha pedido a sus tíos posar para su retrato. Sobre la repisa de la chimenea descansa un pesado reloj pendular, custodiado por dos platos que acentúan el sentido de tradición que anima el conjunto de la escena. A un lado hay una vela y en el espejo del fondo se refleja el que podría ser el marco de una puerta y el marco de otro cuadro, colgado en la pared de enfrente: mundos paralelos, susceptibles de reproducirse a sí mismos hasta el infinito; ¡y los marcos, tan caros a la sensibilidad de Degas! El espejo es un emblema de la condición fantasmagórica que reviste el arte de la representación pictórica. Aquí, la luz de una lámpara parece incidir de manera directa sobre la superficie del espejo, volviendo irreales las figuras geométricas que se encuentran reflejadas en esta suerte de estanque, hecho del mismo material que el tiempo.

3. Carrera de caballeros

El carácter introvertido de Degas lo volcaba naturalmente a la pintura de interiores, cuartos iluminados por lámparas donde reina una sensación de movimiento en la quietud, donde las cosas más importantes están por decirse y están ahí, veladas por la mano del artista. Pero Degas era un merodeador de las calles y de los espectáculos que comenzaban a definir la fisonomía del París moderno. En particular, y durante mucho tiempo, Degas fue un aficionado constante a las carreras de caballos. El tema apareció en su pintura por primera vez hacia 1862, año en el que comienza a pintar Carrera de caballeros. Antes de la salida. La composición aglutinada de los jinetes sobre sus monturas, en el primer plano, y la fusión de éstos con un paisaje que se pierde en la lontananza, recuerda los experimentos compositivos de Pàolo Uccèllo sobre el tema de los jinetes, los caballos y la cacería. Aunque la influencia del pintor florentino parece indudable en estos cuadros, Degas se distingue de Uccèllo porque su obra en general se constituye como un pronunciamiento a favor de la flexibilidad y el carácter imprevisible de lo animado, en oposición a la rigidez (aún medieval) de los valores geométricos propios de la pintura de Uccèllo. Esto no impide, sin embargo, que Degas participe de la inmanencia que explica la naturaleza milagrosa de las pinturas de Uccèllo, donde la descripción detallada de un acontecimiento histórico (las batallas de San Romano) se convierte en la expresión de una idea compleja, de carácter eminentemente formal, debido a la aplicación rigurosa de principios matemáticos y geométricos. Los jinetes del primer plano, en la escena ecuestre de Degas, concentran la mirada del espectador en un punto que se encuentra en el centro hipotético de la pintura. Sin embargo, después de unos minutos de contemplación minuciosa, uno percibe que los jinetes están desplazando sus monturas hacia la derecha, obedeciendo a una espiral dinámica que se origina en los árboles y las montañas del fondo y que continúa, en hilera ascendente, mediante la distribución estratégica de la muchedumbre que se apresta a ocupar su sitio para contemplar el espectáculo de las carreras. El movimiento, en la pintura, va de lo minúsculo a lo mayúsculo, con la intención manifiesta de captar una forma de dinamismo que trasciende las capacidades interpretativas del espectador; esto explica que el jinete de la camisa y el chaleco marrones que se encuentra casi encima de nuestros ojos, en el ángulo inferior derecho del cuadro, esté recortado arbitrariamente por el filo del bastidor que lo contiene.
Las chimeneas de la ciudad industrial han sustituido a las lanzas y a las ramas caídas de los árboles de las pinturas de Uccèllo, en un ejercicio de perspectiva que se ha fijado como principal cometido el apunte sobre el devenir de la ciudad moderna. El suburbio, entendido como el contorno que delimita las funciones espaciales de la ciudad, es el lugar donde se realiza la metamorfosis del campo en la metrópoli. No parece gratuito que Degas lo escogiera como el antecedente formal inmediato de obras que se desarrollarían en interiores hasta entonces inusuales de la ciudad de París. Las pinturas ecuestres de Degas dan cuenta de una afición pero también son ensayos sobre la gracia, la armonía y la voluptuosidad de escenas construidas en la retina de una memoria cada vez más concentrada en la fabulación que en la reproducción fiel de escenarios tomados del natural. Degas sigue siendo un voyeur, en el sentido baudeleriano del término: no sólo es un observador morboso, pasivo, del espectáculo que se presenta a la mirada, sino un espectador visionario que tiene el encargo de descorrer el velo de la realidad. Como Proust años más tarde, Degas se dio a la tarea de trastocar los contenidos del arte poniendo al descubierto la emergencia de la vida privada en el París de la segunda mitad del siglo XIX. Ambos, pintor y escritor, pertenecieron a familias de la alta burguesía francesa, y ambos estuvieron conscientes de un mismo despertar y una misma decadencia —el final de la burguesía como clase dominante y el advenimiento del pueblo llano como principal motor de los cambios históricos y sociales de finales de siglo—.
Más importante aún, debido a la preponderancia del dibujo, es Caballos frente a las gradas, 1866-1868. La técnica que emplea Degas, pintura a la esencia sobre papel, tiene la finalidad de resaltar las cualidades plásticas del dibujo por encima del modelado propio de la pintura al óleo; es decir, incrementar la exactitud del dibujo en detrimento de la densidad y el modelado de la pintura propiamente dicho. El sol de la mañana tiende una alfombra de amarillo y verde sobre la pista que ocupan jinetes y caballos. Se trata de una fusión o de una armonía casi perfecta entre el hombre y la bestia. En un primer plano, jinetes y caballos, conformando unidades armónicas de belleza y prestancia físicas, se encuentran de espaldas a nosotros, los espectadores reales de esta escena. El primer caballo de la hilera derecha, obedeciendo a una estrategia propia de la pintura de Degas, tiene la cabeza recortada a la altura del cuello. Esta innovación, recortar la escena según el límite de un hipotético encuadre, era una manera de provocar la participación del azar en la concepción activa de la obra y así poner de relieve el papel del artista como un cazador furtivo en busca de instantes. Para Degas, el artista tendría que operar en el mismo sentido que un fotógrafo; es decir, un cronista fidedigno de lo que ocurre en torno suyo. Ni un decorador ni un escenógrafo; tampoco, en sentido estricto, un psicólogo, sino un observador privilegiado de una realidad que se construye y se deconstruye a cada instante. Un recolector de esencias o de atmósferas, que se traducen en momentos pasajeros adheridos a la corteza de la memoria a través de su representación estética. De acuerdo con esta concepción, el artista moderno tendría que ser un alquimista, con la función de convertir lo banal —una característica distintiva del presente— en una construcción plástica inmediata, transitiva y novedosa.
Esta doble tensión entre lo perecedero y lo imperecedero, lo transitorio y lo fijo, explica en gran medida que Degas se fuera alejando de la pintura al óleo y prefiriera cada vez más el uso del pastel, el gouache, el carboncillo y la tinta para el desarrollo de su obra. Como Baudelaire en literatura, que se valió del poema en prosa para reflejar el vaivén afectivo de la ciudad moderna, Degas recurrió a técnicas menores y soportes inusuales para retratar la vida de los suburbios y los barrios obreros del París de la segunda mitad del XIX. Su elección táctica a favor de la “modestia” y la diversidad encubría, en el fondo, un desplazamiento que lo llevó del centro a la periferia; del salón aristocrático de la familia Bellelli al bar donde dos artistas fracasados beben su ajenjo; de las minuciosas pinturas al óleo de su p...

Índice

  1. Portada
  2. Índice
  3. Agradecimientos
  4. Prefacio
  5. Donde la Nada se honra
  6. Retrato de Achille
  7. Degas — 9 lámparas
  8. Un hombre arruinado
  9. El hundimiento del Pequod
  10. Eakins
  11. Los jugadores de ajedrez
  12. Los jugadores de cartas
  13. Café de noche
  14. Egon — la conciencia de sus manos
  15. Stanley Spencer
  16. Retrato de un hombre
  17. Fábula de Polifemo y Galatea
  18. Los caminos llevan a Roma
  19. Poetas apóstatas
  20. Come en casa Borges
  21. Anémonas en espejo negro