Derecho adminstrativo mexicano
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Derecho adminstrativo mexicano

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Derecho adminstrativo mexicano

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Instrumento de trabajo sobre conceptos, principios, leyes y prácticas administrativas que sea útil a los estudiantes de derecho y a los empleados de gobierno, que facilite la actividad de los litigantes y que contribuya a aligerar la tarea de los jueces. Así, el autor contribuye con esta obra a resolver la problemática acerca de aplicar una legislación administrativa compleja y cambiante.

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Información

Año
2011
ISBN
9786071605986
Categoría
Derecho

Segunda Parte

Administración Pública Federal

IV. Nuevo tamaño de la administración pública

Desorbitado crecimiento de la administración

Han transcurrido más de 80 años de administración pública federal dentro del marco de la Constitución de 1917, aún vigente. Es posible en consecuencia juzgar con toda objetividad cuál ha sido su trayectoria y qué es hoy.
Podría afirmarse que en este lapso la evolución de la administración pública federal ha corrido paralelamente al crecimiento ascendente de las tareas que ha ido asumiendo el Estado y, por ende la administración. Son diversos factores los que han motivado, provocado o impulsado la cada vez mayor intervención del Estado en todos los asuntos de la vida nacional.
Entre esos hechos destaca el crecimiento sostenido de la población, que sólo interrumpieron las dos guerras mundiales pero que en varias décadas ha sido acelerado. Gracias a la política de planeación familiar prohijada por la Ley General de Población de 1974, vigente, el fenómeno poblacional ha disminuido su veloz marcha. Empero el aumento de la población, y sobre todo la concentración excesiva de ésta en los centros urbanos, sigue gravitando en toda la actividad estatal. Los servicios públicos vitales se vuelven pronto insuficientes e irregulares, como el suministro de agua potable, el transporte público, la seguridad pública, la salud, la educación, la justicia, la vivienda social, que hacen crisis en las grandes metrópolis de la República y especialmente en la mayor de todas: la ciudad de México, cuya población desmesurada le tiene ganado el primer lugar en el mundo.
Del mismo tamaño que la problemática poblacional —multiplicada casi en proporción geométrica, como lo anunció proféticamente Malthus— es la económica. En los cuatrienios y sexenios transcurridos de los gobiernos autocalificados como revolucionarios, la economía nacional ha caminado con mil tropiezos, lo que se ha traducido en una constante inestabilidad económica, que en los periodos de 1970 en adelante se ha intensificado.
En nuestra economía es natural la inestabilidad, que a la larga genera más empobrecimiento de la población e inseguridad en los grandes capitales inversionistas.
Por largos años, más de 50, la política económica instauró el proteccionismo a la industria y a los fabricantes nacionales con dos grandes decisiones: la sustitución de importaciones y el otorgamiento de subsidios. Así, proliferaron las leyes administrativas y fiscales protectoras, y nacieron numerosas dependencias y organismos públicos de fomento económico. Quiso el Estado contribuir más directamente en su política nacionalista y empezó a ser empresario; después, convencido de su nuevo papel y ya que en Europa era la corriente en boga, se convirtió en productor de empresas públicas, para finalmente adueñarse de casi toda la economía nacional.
Nada pudo verse de extraño en que el gobierno emprendiera continuamente cambios en la estructura orgánica de la administración, aumentara el número de secretarías de Estado, multiplicara los organismos descentralizados y las empresas de participación estatal mayoritaria e inventara sin límite fideicomisos públicos. Después de todo, la administración es una herramienta de trabajo siempre al servicio de los fines políticos de los gobiernos, y los cambios o reformas que sufra serán invariablemente impuestos por estos criterios.
Lo mismo que vivía México sucedía en los países subdesarrollados latinoamericanos, africanos, asiáticos, los del Este europeo y no pocos países desarrollados. En Francia, como en otras naciones del área, surgió el derecho público económico, el derecho de la actividad económica del Estado y especialmente de su sector empresarial.
Fue natural que la administración no pensara en receta alguna para conservar un modelo de figura, pues su creciente obesidad era vista también como normal. Su pesadez orgánica era consecuencia casi inevitable de la desorbitada actividad del Estado. Nuestra Constitución registra, en las numerosas reformas que se han hecho a su texto, lo mucho que el mismo Estado se ha atribuido como propio.
Inevitable crecer orgánico, pero también presupuestal, patrimonial, administrativo y legislativo. Imposible ahora particularizar los incrementos presupuestales, las nuevas y múltiples adquisiciones de bienes muebles o inmuebles, los numerosos arrendamientos, la nueva prole burocrática y sobre todo la plétora de ordenamientos legales administrativos que se han expedido en las dos últimas décadas y que han servido de base a la desconcentración. Pero la verdad final es que, por todos lados, ha aumentado su corpulencia la administración.
Fue la era de la producción masiva de empresas públicas. Cuando en los años veinte del siglo pasado empezaron a surgir los primeros organismos descentralizados por servicio, equivalentes a los establecimientos públicos en Francia, se encontró en ellos la fórmula feliz para ciertos servicios públicos que requerían un mejor administrador que la centralización administrativa. Prosperó la fórmula, y para los años cuarenta hacía falta poner orden en la acción de tales organismos (su número en exceso crecido lo exigía).
Los primeros cubrieron servicios públicos administrativos; pocos incursionaban en campos económicos, como Petróleos Mexicanos, Comisión Federal de Electricidad, Ferrocarriles Nacionales de México, Banco Nacional de Crédito Agrícola, S. A., Banco Nacional de Crédito Ejidal, S. A. de C. V., Comisión Nacional del Café, Comisión Nacional del Olivo, Comisión Nacional de la Caña de Azúcar, las comisiones del Papaloapan, del Río Balsas, del Río Fuerte, del Río Grijalva, etcétera.
En tiempo paralelo, el gobierno federal empezó a ser accionista mayoritario o minoritario de sociedades anónimas y adoptó el papel de empresario. Los motivos para adueñarse de las acciones eran diversos, bien para recuperar adeudos que empresarios privados no pudieron solventar a Nacional Financiera, S. A., o bien porque interesaba al Estado vigilar de cerca importantes actividades económicas, o finalmente por razones políticas.
Cualesquiera que hubiesen sido los motivos, con el correr del tiempo el gobierno federal se hizo propietario de numerosas empresas, organizadas bajo la figura mercantil de la sociedad anónima. No existía limitación alguna, económica ni legal, para la adquisición de empresas privadas. El gobierno asumió un importante papel de industrial, dedicándose a la producción de los más heterogéneos bienes: acero, fertilizantes, carros de ferrocarril, automóviles, minerales, cemento, papel, telas, barcos, azúcar y productos forestales, entre otros. Así destacaron Altos Hornos de México, S. A., Fertilizantes Mexicanos, S. A., Constructora Nacional de Carros de Ferrocarril, S. A., Siderúrgica Nacional, S. A., Sosa Texcoco, S. A., Astilleros Unidos de Veracruz, S. A. de C. V., Ayotla Textil, S. A., Chapas y Triplay, S. A., Compañía Real del Monte y Pachuca, S. A., Compañía Industrial de Atenquique, S. A., y otras.
A esas empresas de participación estatal mayoritaria se sumó la propiedad menor de empresas de participación estatal minoritaria que también se ocupaban de la producción de los bienes más diversos: alimentos, azufre, bolsas de papel, cobre, celulosa, tabaco, metales, servicios marítimos, alojamiento turístico, etc. Acrecentó todas estas propiedades empresariales con otras que facilitó la fórmula mercantil del fideicomiso, y para fines de los años ochenta los fideicomisos públicos se aproximaban a 300. Estos fideicomisos, a los que la Ley Orgánica de la Administración Pública Federal de 1976 vigente les dio personalidad de entes paraestatales, servían a propósitos múltiples del gobierno que en muchos casos difícilmente se podían aceptar como propios del Estado. Así, administraban balnearios, conjuntos habitacionales, parques industriales, museos (por ejemplo, el de Diego Rivera y el de Frida Kahlo); otorgaban créditos para siembras y riego agrícolas, a astilleros, para cooperativas escolares, fomento de actividades industriales, turísticas, forestales, ganaderas, culturales, agrícolas, pesqueras, artesanías, danza popular; daban financiamiento a ciertas investigaciones, tales como “Historia de la Revolución mexicana”, “Seis siglos de la historia gráfica de México”, “Diccionario en español” y otras.
Todo el ejército de organismos paraestatales quedó identificado en la relación que de los mismos hizo la entonces Secretaría de Programación y Presupuesto en diciembre de 1980 y que se publicó en el Diario Oficial de la Federación el 15 de enero de 1981. Quedaron registrados 77 descentralizados, 450 empresas mayoritarias, 54 empresas minoritarias y 199 fideicomisos públicos; un total de 780 organismos.
Pero el caso es que todavía faltan otros en la cuenta. Sin que tengan un registro oficial ni poseamos su número exacto, existen organismos públicos desconcentrados, no periféricos, de la administración centralizada, que se localizan en su mayoría en los reglamentos interiores de las secretarías, y que sumados a los anteriores bien se aproximan a la cifra final de 900. Son organismos creados a veces por ley del Congreso de la Unión y en otras por decreto del Ejecutivo federal, y aunque dependen jerárquicamente de las secretarías, la individualidad de su comportamiento es ostensible, como se puede comprobar en comisiones intersecretariales, consejos nacionales, institutos de investigación, etcétera.
Al cerrar sus puertas el sexenio del presidente López Portillo en 1982, se tomó la audaz decisión política de expropiar la banca privada (llamada indebidamente nacionalización), y de esta manera el gobierno federal enriqueció su caudal de empresas públicas ya de por sí rebosante, excesivo. Calificados finalmente los bancos como sociedades nacionales de crédito, su adquisición trajo consigo la propiedad de numerosas empresas privadas en las que eran accionistas mayoritarios aquéllos. Imposible contar las nuevas propiedades públicas.
El de 1990 es un año histórico, como lo fue el de 1982; en él otra gran decisión política privatizó la banca pública, o sea, se dio marcha atrás. El Ejecutivo federal —con aprobación del Congreso de la Unión y las legislaturas de los estados— reformó el artículo 28 constitucional —y el 123— para quitar al Estado el monopolio del servicio público de la banca y crédito y puso a la venta los “bancos del Estado”.
No hay duda de que al finalizar la década de los ochenta la administración pública federal, horizontal y verticalmente había crecido en forma desproporcionada, y que para los años noventa tendría la misma figura descomunal.
En los días y meses del gobierno federal que empezó en 1988, se trabajó con firmeza para reducir las dimensiones de la administración: se desincorporaron empresas, se fusionaron y se extinguieron. Pero en el mismo tiempo se crearon otros organismos públicos, cuya cifra no es fácil saber. En octubre de 1991 se publicó El proceso de enajenación de entidades paraestatales por la Secretaría de Hacienda y Crédito Público y se sabe que para tal fecha quedaban sólo 247 entidades paraestatales: 79 organismos descentralizados, 123 empresas de participación estatal mayoritaria y 45 fideicomisos públicos, y ninguna empresa de participación estatal minoritaria.[1] Enorme reducción de la administración paraestatal, si en diciembre de 1982, informa el mismo documento, eran 1115 entidades. La disminución se hace notable en las empresas mayoritarias: de 744 en 1982, sólo quedaban 123 en 1991; y en los fideicomisos públicos, de 231 en 1982, sólo había 45 en 1991.
A más de 10 años, las cifras han cambiado. En la Relación de Entidades Paraestatales de la Administración Pública Federal de la Procuraduría Fiscal de la Federación, Secretaría de Hacienda y Crédito Público, publicada en el Diario Oficial de la Federación el 14 de agosto de 2003, el número total de entidades es de 209; 87 organismos descentralizados, 101 empresas de participación estatal mayoritaria y 21 fideicomisos públicos. Mucho contribuyó a la disminución la acentuada política de privatizaciones en ese lapso del gobierno federal (es decir, desincorporación y enajenación de entidades), política que persiste. Excluye la Procuraduría Fiscal de su lista a tres entidades que prevé la Constitución, la Comisión Nacional de Derechos Humanos, el Banco de México y el Instituto Federal Electoral, que por tal sede gozan de privilegiada gran autonomía; tampoco incluye a varios organismos descentralizados que refiere el artículo 3º de la Ley Federal de las Entidades Paraestatales, a saber: universidades, instituciones de educación superior a las que la ley otorgue autonomía, la Procuraduría Agraria y la Procuraduría Federal del Consumidor. A pesar del propósito de adelgazar al sector paraestatal, el gobierno federal sigue creando organismos descentralizados y desconcentrados.
La pulverización de la administración es otra realidad que alimenta su desproporción. Pudiera parecer que en un lapso de más de medio siglo el número de secretarías no ha crecido en forma alarmante, ni siquiera preocupante. Aparte de la cifra de 18 a que se ha llegado, hace falta enterarse de la vida interna de cada secretaría, conocer los órganos que forman su estructura, los procedimientos que siguen para el desarrollo de sus actividades, la cantidad y calidad de sus recursos humanos, la suficiencia y tecnología de sus recursos materiales y, especialmente, la magnitud y complejidad de sus atribuciones y campos propios. Sólo de esta manera se podrá encontrar la explicación, mas no la justificación necesaria, a su robustez exagerada.
Al gigantismo de esa organización interna ha contribuido el poderoso fenómeno administrativo legal y económico de la desconcentración administrativa. La idea de emplazar o crear órganos en lugares distintos del territorio nacional para que prestasen los servicios —los mismos que ofrecían en la ciudad de México las diversas dependencias y entidades de la administración— requeridos por las personas que precisamente habitaban en tales lugares, se convirtió en directa y principal acción gubernamental a partir de la presidencia del licenciado Luis Echeverría Álvarez, en 1970. Esto no desconoce que antes de ese año ya había casos evidentes de desconcentración administrativa, aunque no se les calificaba así.
Antes de 1970, por ejemplo, existían en todos los estados de la República las oficinas federales de Hacienda, órganos dependientes de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, que incluso tenían oficinas subalternas para así cumplir mejor su papel de recaudadoras de los créditos fiscales federales. De la misma secretaría dependían las juntas calificadoras del impuesto sobre la renta y las aduanas fronterizas e interiores (estas últimas aún subsisten). También fueron desconcentrados los célebres centros SCOP de la Secretaría de Comunicaciones y Obras Públicas, los servicios coordinados de salubridad de la Secretaría de Salubridad y Asistencia, las agencias federales de la Secretaría de Agricultura y Ganadería y, de esta misma, las comisiones forestales, así como las delegaciones de la Secretaría de Educación Pública, las delegaciones federales de la Secretaría de Industria y Comercio, las juntas federales de mejoras materiales de la Secretaría del Patrimonio Nacional, entre varias más.
Cuando en Europa, en los años setenta, la desconcentración administrativa —especialmente en Inglaterra y Francia— era un fenómeno común y corriente, para México resultaba una novedad. Esta realidad se puso de relieve en el Seminario Franco-Mexicano sobre Desconcentración Administrativa que organizó la Secretaría de la Presidencia, durante los días 5 a 31 de julio de 1974. Entonces dijimos:
Sólo así podríamos entender el panorama jurídico que se presenta actualmente y que permite ver que falta mucho por realizar en el campo del derecho y que esto último precisamente es lo que nos permite afirmar que no contamos todavía con un verdadero sistema o régimen de desconcentración administrativa.[2]
Junto a la maquinaria de reforma administrativa construida por el gobierno echeverrista, la acción desconcentradora pareció encontrar fácil el camino. Pronto cada secretaría de Estado localizó los servicios que podía y le era necesario desconcentrar. No todo era desconcentrable, pero sí hubo conciencia plena acerca de que ciertos servicios era urgente prestarlos en el lugar mismo donde se demandaban, evitando así —o reduciendo— una población flotante en la capital de la República. Empero, el inicio de la desconcentración tropezó con serios problemas. Se dudó de si la desconcentración comprendería tanto el trámite como la decisión de los asuntos administrativos, si los recursos económicos y materiales para el sostenimiento de los nuevos organismos serían propios de éstos o se proveerían por los órganos centrales, si el financiamiento de los servicios o de las obras públicas relativas a su función saldrían previa autorización de la metrópoli o serían autónomos para cada caso y, en fin, cuál era la forma jurídica a seguir para su constitución: una ley o decreto del Congreso de la Unión, un reglamento o decreto del Ejecutivo federal, o bien un simple acto administrativo de delegación de atribuciones.
Mantenida la desconcentración como tarea gubernamental durante los dos sexenios siguientes, nunca se llegó a formar un solo patrón legal, administrativo y económico. A veces se desconcentraba la dec...

Índice

  1. Portada
  2. Primera Parte. El Derecho Administrativo
  3. Segunda Parte. Administración Pública Federal
  4. Tercera Parte. Administración Pública del Distrito Federal
  5. Cuarta Parte. El acto administrativo
  6. Bibliografía