El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, 4
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El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, 4

  1. 112 páginas
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El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, 4

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El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha por Miguel de Cervantes Saavedra, cuarto tomo. La cuarta parte abarca los capítulos XV al XXI de la primera parte y está prologada por Alfonso Reyes.

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Información

Año
2018
ISBN
9786071652928
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

CAPÍTULO XX

De la jamás vista ni oída aventura que con más poco peligro fue acabada de famoso caballero en el mundo, como la que acabó el valeroso Don Quijote de la Mancha
—No es posible, señor mío, sino que estas yerbas dan testimonio de que por aquí cerca debe de estar alguna fuente o arroyo que estas yerbas humedece, y así, será bien que vamos un poco más adelante; que ya toparemos donde podamos mitigar esta terrible sed que nos fatiga, que, sin duda, causa mayor pena que la hambre.
Parecióle bien el consejo a Don Quijote, y tomando de la rienda a Rocinante, y Sancho del cabestro a su asno, después de haber puesto sobre él los relieves1 que de la cena quedaron, comenzaron a caminar por el prado arriba a tiento, porque la escuridad de la noche no les dejaba ver cosa alguna; mas no hubieron andado doscientos pasos, cuando llegó a sus oídos un grande ruido de agua, como que de algunos grandes y levantados riscos se despeñaba. Alegróles el ruido en gran manera; y parándose a escuchar hacia qué parte sonaba, oyeron a deshora otro estruendo que les aguó el contento del agua, especialmente a Sancho, que naturalmente era medroso y de poco ánimo. Digo que oyeron que daban unos golpes a compás, con un cierto crujir de hierros y cadenas, acompañados del furioso estruendo del agua, que pusieran pavor a cualquier otro corazón que no fuera el de Don Quijote. Era la noche, como se ha dicho, escura, y ellos acertaron a entrar entre unos árboles altos, cuyas hojas, movidas del blando viento, hacían un temeroso y manso ruido; de manera, que la soledad, el sitio, la escuridad, el ruido del agua, con el susurro de las hojas, todo causaba horror y espanto, y más cuando vieron que ni los golpes cesaban, ni el viento dormía, ni la mañana llegaba; añadiéndose a todo esto el ignorar el lugar donde se hallaban. Pero Don Quijote, acompañado de su intrépido corazón, saltó sobre Rocinante y, embrazando su rodela, terció su lanzón, y dijo:
—Sancho amigo, has de saber que yo nací, por querer del cielo, en esta nuestra edad de hierro para resucitar en ella la del oro, o la dorada, como suele llamarse. Yo soy aquel para quien están guardados los peligros, las grandes hazañas, los valerosos hechos. Yo soy, digo otra vez, quien ha de resucitar los de la Tabla Redonda, los Doce de Francia y los Nueve de la Fama, y el que ha de poner en olvido los Platires, los Tablantes, Olivantes y Tirantes, los Febos y Belianises, con toda la caterva de los famosos caballeros andantes del pasado tiempo, haciendo en éste en que me hallo tales grandezas, extrañezas y fechos de armas, que escurezcan las más claras que ellos ficieron. Bien notas, escudero fiel y legal, las tinieblas desta noche, su extraño silencio, el sordo y confuso estruendo destos árboles, el temeroso ruido de aquella agua en cuya busca venimos, que parece que se despeña y derrumba desde los altos montes de la Luna, y aquel incesable golpear que nos hiere y lastima los oídos; las cuales cosas, todas juntas y cada una por sí, son bastantes a infundir miedo, temor y espanto en el pecho del mesmo Marte, cuanto más en aquel que no está acostumbrado a semejantes acontecimientos y aventuras. Pues todo esto que yo te pinto son incentivos y despertadores de mi ánimo, que ya hace que el corazón me reviente en el pecho, con el deseo que tiene de acometer esta aventura, por más dificultosa que se muestre. Así que aprieta un poco las cinchas a Rocinante y quédate a Dios, y espérame aquí hasta tres días no más, en los cuales si no volviere, puedes tú volverte a nuestra aldea, y desde allí, por hacerme merced y buena obra, irás al Toboso, donde dirás a la incomparable señora mía Dulcinea que su cautivo caballero murió por acometer cosas que le hiciesen digno de poder llamarse suyo.
Cuando Sancho oyó las palabras de su amo comenzó a llorar con la mayor ternura del mundo, y a decille:
—Señor, yo no sé por qué quiere vuestra merced acometer esta tan temerosa aventura. Ahora es de noche; aquí no nos ve nadie; bien podemos torcer el camino y desviarnos del peligro, aunque no bebamos en tres días; y pues no hay quien nos vea, menos habrá quien nos note de cobardes; cuanto más que yo he oído predicar al cura de nuestro lugar, que vuestra merced bien conoce, que quien busca el peligro perece en él; así que no es bien tentar a Dios acometiendo tan desaforado hecho, donde no se puede escapar sino por milagro, y bastan los que ha hecho el cielo con vuestra merced en librarle de ser manteado, como yo lo fui, y en sacarle vencedor libre y salvo de entre tantos enemigos como acompañaban al difunto. Y cuando todo esto no mueva ni ablande ese duro corazón, muévale el pensar y creer que apenas se habrá vuestra merced apartado de aquí, cuando yo, de miedo, dé mi ánima a quien quisiere llevarla. Yo salí de mi tierra y dejé hijos y mujer por venir a servir a vuestra merced, creyendo valer más, y no menos; pero como la cudicia rompe el saco, a mí me ha rasgado mis esperanzas, pues cuando más vivas las tenía de alcanzar aquella negra y malhadada ínsula que tantas veces vuestra merced me ha prometido, veo que, en pago y trueco della, me quiere ahora dejar en un lugar tan apartado del trato humano. Por un solo Dios, señor mío, que non se me faga tal desaguisado; y ya que del todo no quiera vuestra merced desistir de acometer este fecho, dilátelo, a lo menos, hasta la mañana; que, a lo que a mí me muestra la ciencia que aprendí cuando era pastor, no debe de haber desde aquí al alba tres horas, porque la boca de la Bocina2 está encima de la cabeza, y hace la media noche en la línea del brazo izquierdo.
—¿Cómo puedes tú, Sancho —dijo Don Quijote—, ver dónde hace esa línea, ni dónde está esa boca o ese colodrillo que dices, si hace la noche tan escura, que no parece en todo el cielo estrella alguna?
—Así es —dijo Sancho—; pero tiene el miedo muchos ojos, y ve las cosas debajo de la tierra, cuanto más encima, en el cielo; puesto que, por buen discurso, bien se puede entender que hay poco de aquí al día.
—Falte lo que faltare —respondió Don Quijote—; que no se ha de decir por mí, ahora ni en ningún tiempo, que lágrimas y ruegos me apartaron de hacer lo que debía a estilo de caballero; y así, te ruego, Sancho, que calles; que Dios, que me ha puesto en corazón de acometer ahora esta tan no vista y tan temerosa aventura, tendrá cuidado de mirar por mi salud y de consolar tu tristeza. Lo que has de hacer es apretar bien las cinchas a Rocinante y quedarte aquí, que yo daré la vuelta presto, o vivo o muerto.
Viendo, pues, Sancho la última resolución de su amo, y cuán poco valían con él sus lágrimas, consejos y ruegos, determinó de aprovecharse de su industria y hacerle esperar hasta el día, si pudiese; y así, cuando apretaba las cinchas al caballo, bonitamente y sin ser sentido, ató con el cabestro de su asno ambos pies a Rocinante, de manera que cuando Don Quijote se quiso partir no pudo, porque el caballo no se podía mover sino a saltos. Viendo Sancho Panza el buen suceso de su embuste, dijo:
—¡Ea!, señor, que el cielo, conmovido de mis lágrimas y plegarias, ha ordenado que no se pueda mover Rocinante; y si vos queréis porfiar, y espolear, y dalle,3 será enojar a la Fortuna y dar coces, como dicen, contra el aguijón.
Desesperábase con esto Don Quijote, y por más que ponía las piernas al caballo, menos le podía mover; y, sin caer en la cuenta de la ligadura, tuvo por bien de sosegarse y esperar, o a que amaneciese, o a que Rocinante se menease, creyendo, sin duda, que aquello venía de otra parte de la industria de Sancho; y así le dijo:
—Pues así es, Sancho, que Rocinante no puede moverse, yo estoy contento de esperar a que ría el alba, aunque yo llore lo que ella tardare en venir.
—No hay que llorar —respondió Sancho—; que yo entretendré a vuestra merced contando cuentos desde aquí al día si ya no es que se quiere apear y echarse a dormir un poco sobre la verde yerba, a uso de caballeros andantes, para hallarse más descansado cuando llegue el día y punto de acometer ésta tan desemejable aventura que le espera.
—¿A qué llamas apear, o a qué dormir? —dijo Don Quijote—. ¿Soy yo, por ventura, de aquellos caballeros que toman reposo en los peligros? Duerme tú, que naciste para dormir, o haz lo que quisieres; que yo haré lo que viere que más viene con mi pretensión.
—No se enoje vuestra merced, señor mío —respondió Sancho—; que no le dije por tanto.
Y llegándose a él, puso la una mano en el arzón delantero y la otra en el otro, de modo que quedó abrazado con el muslo izquierdo de su amo, sin osarse apartar dél un dedo: tal era el miedo que tenía a los golpes que todavía, alternativamente, sonaban. Díjole Don Quijote que contase algún cuento para entretenerle, como se lo había prometido; a lo que Sancho dijo que sí hiciera si le dejara el temor de lo que oía.
—Pero, con todo eso, yo me esforzaré a decir una historia que, si la acierto a contar y no me van a la mano, es la mejor de las historias; y estéme vuestra merced atento, que ya comienzo. Érase que se era, el bien que viniere para todos sea, y el mal, para quien lo fuere a buscar… Y advierta vuestra merced, señor mío, que el principio que los antiguos dieron a sus consejas no fue así como quiera, que fue una sentencia de Catón Zonzorino, romano, que dice: “Y el mal, para quien le fuere a buscar”, que viene aquí como anillo al dedo, para que vuestra merced se esté quedo y no vaya a buscar el mal a ninguna parte, sino que nos volvamos por otro camino, pues nadie nos fuerza a que sigamos éste, donde tantos miedos nos sobresaltan.
—Sigue tu cuento, Sancho —dijo Don Quijote—, y del camino que hemos de seguir déjame a mí el cuidado.
—Digo, pues —prosiguió Sancho—, que en un lugar de Extremadura había un pastor cabrerizo, quiero decir, que guardaba cabras, el cual pastor o cabrerizo, como digo, de mi cuento, se llamaba Lope Ruiz; y este Lope Ruiz andaba enamorado de una pastora que se llamaba Torralba; la cual pastora llamada Torralba era hija de un ganadero rico; y este ganadero rico…
—Si desa manera cuentas tu cuento, Sancho —dijo Don Quijote—, repitiendo dos veces lo que vas diciendo, no acabarás en dos días; dilo seguidamente y cuéntalo como hombre de entendimiento, y...

Índice

  1. Una interpretación del “Quijote”. Alfonso Reyes
  2. CAP. XV.—Donde se cuenta la desgraciada aventura que se topó Don Quijote en topar con unos desalmados yangüeses.
  3. CAP. XVI.—De lo que sucedió al Ingenioso Hidalgo en la venta que él imaginaba ser castillo.
  4. CAP. XVII.—Donde se prosiguen los innumerables trabajos que el bravo Don Quijote y su buen escudero Sancho Panza, pasaron en la venta que, por su mal, pensó que era castillo.
  5. CAP. XVIII.—Donde se cuentan las razones que pasó Sancho Panza con su señor Don Quijote, con otras aventuras dignas de ser contadas.
  6. CAP. XIX.—De las discretas razones que Sancho pasaba con su amo y de la aventura que le sucedió con un cuerpo muerto, con otros acontecimientos famosos.
  7. CAP. XX.—De la jamás vista ni oída aventura que con más poco peligro fue acabada de famoso caballero en el mundo, como la que acabó el valeroso Don Quijote de la Mancha.
  8. CAP. XXI.—Que trata de la alta aventura y rica ganancia del yelmo de Mambrino, con otras cosas sucedidas a nuestro invencible caballero.
  9. Plan de la obra