Abstracción y naturaleza
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Abstracción y naturaleza

Una contribución a la psicología del estilo

Wilhelm Worringer, Mariana Frenk, Elisabeth Siefer, Javier Ledesma, Mariana Frenk, Elisabeth Siefer, Javier Ledesma

  1. 245 páginas
  2. Spanish
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Abstracción y naturaleza

Una contribución a la psicología del estilo

Wilhelm Worringer, Mariana Frenk, Elisabeth Siefer, Javier Ledesma, Mariana Frenk, Elisabeth Siefer, Javier Ledesma

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La lectura de este libro nos remite directamente a la problemática de la estética de nuestro tiempo y abre a nuestra consideración vastas regiones artísticas que la tradición clásica había ocluido o malinterpretado.

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Información

Año
2015
ISBN
9786071631176
Categoría
Art
II. PARTE PRÁCTICA
3. LA ORNAMENTACIÓN
ES UN HECHO fundado en el carácter peculiar de la ornamentación que en ella se expresen con mayor pureza y claridad, con claridad paradigmática, la voluntad artística absoluta de un pueblo y sus particularidades específicas. Esto explica su importancia para el estudio de la evolución del arte; debería ser punto de arranque y base de toda investigación artísticoestética, que tendría que pasar de esta materia, sencilla, a la más complicada. En lugar de ello, el arte figural, el llamado “arte superior” goza de una preferencia parcial. Cualquier trozo de barro torpemente modelado, cualquier garabato trivial, se toman por serias manifestaciones artísticas y se convierten en objeto de estudios históricoartísticos, aunque no son ni remotamente tan reveladores con respecto a las dotes estéticas de un pueblo como lo es la ornamentación. También en esto se manifiesta la unilateralidad con que solemos enfrentarnos al arte desde el punto de vista del contenido y de la imitación de la naturaleza. Las siguientes exposiciones acerca de problemas de la ornamentación no pretenden ser exhaustivas; rozando una que otra cuestión especialmente característica, no se proponen sino bosquejar algunas ideas cuya explicación detallada no cabría dentro de los límites de este trabajo.
Empezaremos por el problema del estilo geométrico. Al usar este término no nos referimos específicamente al estilo geométrico del arte griego sino, en general, al adorno lineal-geométrico, que desempeña tan importante papel en el arte de casi todos los pueblos.
Según nuestra concepción del proceso de evolución psíquica del arte, expuesta en la parte teórica de este estudio, deberíamos encontrar en los comienzos de la ornamentación al estilo geométrico y de él deberían de haber surgido todas las demás formas ornamentales. Efectivamente, la suposición de que el estilo geométrico fue el primer estilo artístico está muy generalizada y totalmente consagrada en lo que concierne al arte europeo-indogermánico. Sin embargo, hay muchos fenómenos que parecen contradecir esta suposición. Toda la producción de la época paleolítica, por ejemplo (los hallazgos de La Dordoña, de La Madeleine, de Thüngen, etc.), muestra un estilo de decoración que aprovecha sólo en muy escasa medida las formas geométrico-lineales y, en cambio, en primer lugar ornamentos acusada y sorprendentemente naturalistas. Y lo que afirmamos con respecto a Europa, puede afirmarse, por ejemplo, con respecto a Egipto. Muy recientemente se han encontrado en Kom-el-achmar obras impregnadas de un naturalismo parecido, de una época egipcia prehistórica, es decir, de una época anterior a la primera dinastía. “Un lenguaje pictográfico primitivo, pero asombrosamente claro, que demuestra que los habitantes del Egipto de aquel periodo se hallaban al nivel de los pueblos primitivos de África” (Springer-Michaelis). Faltan casi por completo relaciones con el estilo característico del dibujo egipcio posterior; más bien se nota en estos murales el mismo naturalismo, basado en una observación ingenua pero aguda de la naturaleza, que muestran los mencionados monumentos paleolíticos.
Georges Perrot, en su Histoire de l’art dans l’antiquité (Historia del arte en la antigüedad) se da cuenta de la incompatibilidad de estos fenómenos con el arte propiamente dicho; su juicio se siente perplejo frente a ellos y por lo tanto salva la situación diciendo que se encuentran fuera de los límites de su exposición histórica. Riegl observa con respecto a estas obras: “En realidad los hallazgos de las cuevas de Aquitania no tienen nada manifiestamente en común con la evolución de las artes de la antigüedad. Si contemplamos uno de los más antiguos tiestos con ornamentos geométricos, descubriremos en él más puntos de referencia históricos con el arte helénico posterior que en los más perfectos ejemplares de los mangos tallados y las figuras incisas de animales de La Dordoña”. Y también hace notar “que de ninguno de los pueblos europeos y del occidente del Asia en que se encontró el estilo geométrico de vasos, podemos suponer con suficientes razones que todavía se hayan hallado a un nivel tan bárbaro como los trogloditas de Aquitania”.
Tenemos, pues, que ver con un fenómeno en contradicción con el desarrollo histórico del arte. Esta contradicción se elimina al interpretar el concepto del arte tal como inteligentemente debe interpretarse. Esas estructuras naturalistas de los trogloditas de Aquitania nos proporcionan la grata oportunidad de mostrar a qué consecuencias absurdas conduce la identificación de la historia del arte con la del impulso de imitación, es decir de la habilidad imitativa manual. Aquellos son meros productos del impulso de imitación y de la seguridad de observación y pertenecen por consiguiente a la historia de la habilidad artística, si se permite usar esta expresión equivocada y desorientadora.
Pero nada tienen que ver con el arte propiamente dicho, con el arte accesible a la estética, cuya evolución conduce no menos consecuente y coherentemente a las pirámides egipcias que a las obras maestras de Fidias. Quien se enfrenta al arte con el criterio del acercamiento a la realidad, forzosamente tiene que considerar artísticamente más adelantados a los trogloditas de Aquitania que a los creadores del estilo Dipylon, con lo que está demostrado lo absurdo de este criterio.
Springer, muy justificadamente, compara aquellos productos con las “creaciones artísticas” de los pueblos salvajes del África. También hubiera podido parangonarlos con los monigotes de los niños. Pero tratándose de arte auténtico, no caben, a mi ver, las comparaciones con las producciones de pueblos salvajes o con los monigotes infantiles. Estas comparaciones sólo parecen lógicas desde ese concepto parcial e inferior del arte contra el cual ya hemos protestado varias veces en el curso de este estudio. Pero si hay estéticos de renombre que reducen el arte exclusivamente al impulso del juego, no hay que admirarse de que esta clase de opiniones haya echado raíces en el gran público. Se pasa por alto que la mayoría de los pueblos en estado de naturaleza —que además, según el criterio de la ciencia moderna, no son pueblos en la edad de la infancia, sino restos rudimentarios de grupos humanos no susceptibles de evolución, de tiempos remotos— carece en el fondo, a pesar del tan decantado naturalismo de sus representaciones, de dotes artísticas, y por lo tanto también de evolución artística. La investigación históricoartística, únicamente interesada en las creaciones naturalistas, ha hecho caso omiso, claro está, del alto genio artístico de algunos pocos pueblos primitivos, manifestado exclusivamente en la ornamentación, que sólo desde hace poco es apreciado como lo merece. Esta paulatina depuración de nuestra visión históricoartística se debe en gran parte al descubrimiento de un fenómeno artístico tan excepcional como lo es el arte japonés. El japonismo en Europa marca una de las más importantes etapas en el proceso de rehabilitación que va restableciendo la interpretación del arte como creación puramente formal, es decir, como una creación que apela a nuestros sentimientos estéticos elementales. Por otra parte, el japonismo nos salvó del peligro de ver las posibilidades de la forma pura únicamente dentro del canon del arte clásico.
Tampoco los monigotes infantiles son accesibles a la valoración estética. El impulso artístico, en la auténtica acepción de la palabra, surge más tarde, aunque por cierto aprovecha para sus fines la capacidad imitativa, entretanto desarrollada. Considerar como productos artísticos las figuritas garabateadas por un niño, por muy perspicaz que sea la observación en que se basan, por muy hábilmente que estén hechos, contradice una concepción más elevada, que reconoce como arte sólo aquello que, brotando de necesidades psíquicas, satisface necesidades psíquicas.
Así es que los mencionados productos de los tiempos prehistóricos de Europa y Egipto son seguramente interesantes desde el punto de vista históricocultural, pero incorporarlos a la historia del arte sería un error, ante el cual se arredran también Perrot y Riegl, aunque por otras razones. Estos monumentos no constituyen, pues, ningún argumento en contra de la tesis según la cual el estilo geométrico es el primer estilo artístico. Dondequiera que podamos enterarnos de los comienzos artísticos de pueblos cuyo arte deja ver una evolución, encontramos confirmada la suposición de que los primeros productos no son naturalistas, sino de tipo ornamental-abstracto. Los principios del afán estético tienden hacia lo lineal-inorgánico, contrario a toda proyección sentimental.
La educación histórica de nuestra época tuvo como consecuencia el que todo fenómeno artístico se explicara no desde sí mismo, sino desde otros fenómenos. Por lo tanto, la averiguación de influencias llegó a ser el principal objeto de estudio de la historia del arte. Se buscaba el punto de partida local de algún fenómeno artístico y luego se indagaba la trayectoria de su propagación. Así se explica que no se haya aceptado una aparición espontánea y universal del estilo geométrico y que se haya procurado reducirlo a unos cuantos centros de origen, si no a uno solo. Riegl, en contraposición con el resto de sus concepciones acerca de las condiciones psicoartísticas de un estilo, es también de los que niegan la eclosión espontánea del estilo geométrico. Esta inconsecuencia de Riegl sólo se explica por el hecho de que quiere utilizar la demostración de una influencia y propagación histórica de este estilo como arma en la lucha contra sus principales enemigos, los materialistas en cuestiones de arte. Pues la teoría de éstos conduce consecuentemente a la suposición de que condiciones técnicas idénticas harán surgir, en todas partes, sin que haya influencias mutuas, un mismo estilo ornamental. Y siendo la tesis de la aparición espontánea del estilo geométrico uno de los argumentos sustantivos de aquellos materialistas, es contra ella contra que se dirige con toda energía la crítica de Riegl. Aunque esta crítica no puede convencernos de que el estilo geométrico, partiendo de un solo lugar de origen, se haya generalizado por todo el Viejo Mundo, agradecemos a Riegl que en la lucha contra los partidarios de Semper demuestra con el método historicista, que frente a una investigación histórica resultan poco convincentes las teorías aparentemente tan bien fundadas en las causas técnico-mecánicas de un estilo y que aquellos monumentos artísticos sobre los que existen auténticos datos históricos, se hallan más bien en contradicción con ellas.
En el sentido de nuestra teoría, que aspira a reducir a un mínimo indispensable la de las influencias, la tesis de una aparición espontánea y general del estilo geométrico es convincente y una verdadera necesidad lógica. El afán artístico de un pueblo había de llevarlo forzosamente a la abstracción lineal-inorgánica, pero en un nexo causal no con la técnica y los métodos de confección imperantes en cada caso, sino con su estado anímico. Frente a estos factores psíquicos, de orden primordial, las influencias que puede haber no desempeñan sino un papel secunda rio.
Ahora bien, ¿cómo podemos insertar la aparición del ornamento vegetal en la línea evolutiva que hemos establecido hipotéticamente? Hasta ahora hemos tenido que contentarnos con dos explicaciones de este hecho. Se ha interpretado el repentino penetrar de elementos vegetales en la ornamentación como resultado de tendencias imitativas de tipo naturalista, y, por otra parte, se ha señalado el valor simbólico de estos motivos. A la primera interpretación, producto de un concepto mezquino de la creación artística, le vamos a conceder desde luego una importancia mínima. La idea —desgraciadamente tan obvia dentro de la confusión que impera hoy día en las cuestiones de arte— de que sólo por su aspecto agradable se haya escogido de pronto una planta cualquiera para convertirla en motivo ornamental, se halla en radical contradicción con la sensibilidad artística de la antigüedad. También Riegl se dirige contra esta opinión. “El estudio del ornamento vegetal nos enseña que la representación realista de flores para fines decorativos, tal como hoy día está en boga, pertenece exclusivamente a los tiempos modernos.” Y luego, para determinar el carácter del ornamento vegetal antiguo, prosigue: “La ingenua sensibilidad artística de periodos de civilización anteriores exigía ante todo que se observara la simetría, aun en la representación de seres naturales. En la del hombre y del animal, en cambio, comenzó pronto un proceso de emancipación del arreglo simétrico, que quedó sustituido por una disposición en forma heráldica u otra parecida. En cambio, un ser aparentemente inanimado y de categoría tan baja como lo es la planta, todavía se siguió estilizando y simetrizando en los estilos más maduros de los siglos pasados, siempre que se tuviera la intención de trazar un puro ornamento y no se atribuyera a la imagen de la planta alguna significación objetiva”. Que Riegl, en estos pasajes de las Cuestiones estilísticas —los cuales, frente al punto de vista que adopta en la Spätrömische Kunstindustrie, acusan en lo general un carácter de transigencia— no comprende en absoluto el factor esencial de este proceso, se infiere del hecho de que la simetrización y estilización es mucho mayor en el ornamento vegetal egipcio, cuya significación objetiva está fuera de duda, que en el griego, en que ya casi no hay significación objetiva. Estas concepciones de Riegl son también incompatibles con un párrafo posterior de la misma obra, en que el autor demuestra que, por ejemplo, los más antiguos motivos de acanto carecen precisamente de las características esenciales de esta planta y que su designación como tal debe datar de tiempos muy posteriores, de una época en que este ornamento se fue acercando en su evolución al aspecto del acanto. Y muy acertadamente agrega: “Es raro que hasta ahora a nadie le haya parecido demasiado inverosímil que de pronto una mala hierba cualquiera se elevara al rango de motivo artístico”.
La segunda explicación señalaba el valor simbólico de los diferentes motivos. Éste es un caso más complicado. Pues en el arte antiguo oriental y muy especialmente en el egipcio, el valor simbólico del motivo juega en realidad un papel muy importante. Pero este hecho incontrovertible no debe llevarnos a extender su significación sobre toda la trayectoria evolutiva del ornamento vegetal. Por una parte, el valor de símbolo del motivo desaparece precisamente entre los egipcios —como ya lo hemos dicho— bajo la voluntad artística superior; por otra parte, si en realidad hubiera existido dentro de todo el círculo de cultura tal entrañable relación entre ornamento y símbolo, no se explicaría por qué cada uno de los pueblos pertenecientes a éste, no se opuso mucho más a la adopción de determinado motivo y sería totalmente inexplicable el dominio universal de ciertos motivos. Contentémonos, por lo tanto, con admitir el valor simbólico de algunos motivos como un factor considerable en la aparición de determinados ornamentos vegetales y pasemos a ocuparnos de otros factores superiores y de validez más general.
La mayor verosimilitud psicológica encierra, a nuestro ver, la siguiente idea, que resulta lógicamente de nuestra teoría: No la estructura vegetal, sino su ley constitutiva, fue lo que el hombre trasladó al arte. Para fines de ilustración vamos a recurrir a una comparación extrema.
Lo mismo que el estilo geométrico reproduce la ley constitutiva de la materia inanimada, pero no la materia misma en su aspecto exterior, el ornamento vegetal no reproduce originalmente la planta misma sino la ley a que está sujeta su formación exterior. Así es que ambos estilos ornamentales carecen propiamente de modelo natural, aunque sus elementos se encuentran dentro de la naturaleza. En el primer caso se emplea como motivo artístico la sujeción a la ley inorgánico-cristalina, en el segundo la sujeción a la ley orgánica, que se nos manifiesta de la manera más pura y evidente en la configuración de las plantas. Todos los elementos de la formación orgánica: regularidad, disposición en torno a un centro, compensación entre fuerzas centrífugas y fuerzas centrípetas (es decir: redondez circular), equilibrio entre los factores de carga y sostén, proporcionalidad de las relaciones y todos los otros prodigios que nos impresionan al contemplar el organismo de la planta, llegan a constituir el contenido y el valor viviente de la obra de arte ornamental. Quedó reservado a tiempos posteriores aproximar al naturalismo este estilo ornamental, que en principio no tiene mucho más que ver con el modelo natural que el estilo geométrico. El proceso consiste, pues, en que un ornamento puro, es decir, un producto abstracto, es acercado posteriormente a la naturaleza, y no en que se estiliza posteriormente un objeto natural. Esta síntesis es decisiva, pues de ella se infiere que lo prístino no es el modelo natural sino la ley abstraída de él. Lo que provocaba, gracias a la íntima relación orgánica de todas las cosas vivientes, la experiencia estética del espectador era la proyección al terreno artístico de la sujeción a la ley inherente a la estructura orgánica, y no la coincidencia con el modelo natural.
Ambos estilos, la ornamentación lineal, como la vegetal, constituyen en el fondo una abstracción; y su diferencia a este respecto no es sino gradual, lo mismo que para una concepción monista la sujeción a la ley orgánica es, en el fondo, sólo gradualmente diferente de la sujeción a la ley inorgánico-cristalina. A nosotros sólo nos importa el valor que esta diferencia gradual de los estilos tiene con respecto al problema de la proyección sentimental o abstracción. Desde este punto de vista resulta, sin lugar a dudas, que la sujeción a la ley orgánica, hasta en su representación abstracta, nos impresiona como más suave y se halla más íntimamente vinculada con nuestros propios sentimientos vitales; que nos induce más enérgicamente a poner éstos en juego y por lo tanto es más adecuada para ir despertando leve y paulatinamente el afán de proyección sentimental, latente en el hombre.
Al estudiar la evolución de la ornamentación animal nórdica obtenemos resultados parecidos. Sophus Müller, a base de profundas investigaciones en este terreno, ha llegado a la convicción de que estos motivos animales se desarrollaron en una trayectoria puramente lineal ornamental, es decir, sin modelo natural, y que, por ejemplo, las designaciones “lacería serpentina” y “lacería dragontina” inducen a un error fundamental, puesto que originalmente no había existido la intención de reproducir algún modelo natural. Con no menor energía niega el carácter simbólico de los motivos en cuestión. “Si de acuerdo con ello se supusiera que todo el movimiento recibió apoyo de afuera por un conocimiento exacto de ciertas formas animales, de animales domésticos, animales sagrados, animales utilizados en los sacrificios, animales de caza, por la representación de seres fantásticos o por concepciones religiosas, sería difícil refutar esta hipótesis con argumentos arqueológicos, pero por otra parte no se encontraría en todo el material arqueológico nada que lo apoyara. Claro que es inconcebible la creación de imágenes ornamentales de animales sin una idea general de los animales, pero el ornamento no da lugar a la suposición de que se haya querido representar este o aquel animal.” (Sophus Müller, Tierornamentik im Norden [Ornamentación animal en los países nórdicos]. Traducción del danés de Westorf, Hamburgo, 1881).
Lo mismo puede decirse con respecto al ornamento animal de todos los demás estilos, trátese de la ornamentación grecorromana, de la árabe o de la medieval. Lo que se reproduce no es el modelo natural sino ciertas características constitutivas de los animales, por ejemplo la relación entre ojos y nariz o pico, la relación entre cabeza y tronco, o entre alas y cuerpo, etc. Con estas relaciones, con estas particularidades de la formación animal, se enriquecía el acervo formal de estructuras lineales. Que en ello ya no emergía el recuerdo de determinado modelo na...

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