Teorías de la lírica
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Teorías de la lírica

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Teorías de la lírica

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El escritor venezolano Gustavo Guerrero reúne tres ensayos que constituyen un amplio recorrido a través de la historia de la poesía lírica y traza la trayectoria del género lírico a través del tiempo, ofreciendo al lector la evolución del concepto de poesía lírica, desde sus orígenes griegos hasta la poética prerromántica.

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Información

Año
2014
ISBN
9786071624260

II. AL SON DE LA LIRA Y LA VIHUELA

Los poetas líricos se dijeron así de lyra que significa la vihuela porque los poetas que antiguamente componían estos versos los solían cantar a la vihuela.
Hernán Núñez, Las trescientas del famosísimo poeta Juan de Mena
“HASTA fines del siglo XVI —escribe Michel Foucault—, la semejanza ha desempeñado un papel constructivo en el saber de la cultura occidental. En gran parte, fue ella la que guió la exégesis e interpretación de los textos, la que organizó el juego de los símbolos, permitió el conocimiento de las cosas visibles e invisibles, dirigió el arte de representarlas”.1 Lo sabemos. La episteme que surge en el Renacimiento bajo este imperio de lo semejante es un espacio reversible y equívoco, sembrado de espejos, donde las cosas se asimilan o se oponen sin cesar, y donde la superficie de lo existente ofrece sus signaturas originales a la lectura conjunta de una hermenéutica y una semiología. El sentido se esconde en la semejanza como una verdad secreta y ancestral que quiere ser revelada y que, a su vez, vuelve signo todo aquello que se asemeja. Y la elaboración del saber teje constantemente la red que une la semejanza y lo semejante en las más diversas esferas del pensamiento renacentista, pues las mismas reglas de conducta rigen la aproximación al texto del mundo, escrito por Dios, y al mundo de los textos que han sido creados por los hombres.
Toda la masa de datos producida por la vasta labor de los humanistas, que se difunde entonces a través de la Europa cristiana, entra así en el ámbito de una forma de conocimiento cuya técnica combina armoniosamente, como el propio método filológico, divinatio y eruditio. Aunque los dos mecanismos se sitúen en la práctica a niveles distintos, su funcionamiento cognoscitivo no resulta por ello menos paralelo ante las palabras y las cosas. Para citar a Foucault una vez más:
así como los signos naturales están ligados a lo que indican por la profunda relación de semejanza, así los discursos de los antiguos son la imagen de lo que enuncian; si tienen para nosotros el valor de un signo es porque, en el fondo de su ser, y por la luz que no deja de atravesarlos desde su nacimiento, se ajustan a las cosas mismas, en forma de espejo y de emulación; son, con respecto a la verdad eterna, lo que estos signos a los secretos de la naturaleza (son la marca por descifrar de esta palabra); tienen, con las cosas que develan, una afinidad intemporal.2
En efecto, dentro de la cámara de eco que la episteme renacentista forma, la relación con la verdad a través del documento antiguo pareciera gobernada inicialmente por un pensamiento que desconoce los matices de la alteridad y que a menudo interpreta lo que lee, como si se tratara del gran libro de la naturaleza, desde una perspectiva intemporal. Ante esta comprobación, la tesis de Eugenio Garin, que postula la existencia de un límite definido entre la Edad Media y el Renacimiento con la aparición del concepto histórico de anacronismo, tiene el defecto de generalizar un fenómeno que los más tempranos testimonios de la época raras veces registran y que no cobra amplitud hasta bien entrado el siglo XVI.3 Es verdad que un Valla o un Poliziano, un Erasmo o un Vives, representan la avanzada de una conciencia del pasado y de una nueva percepción del tiempo; pero todos los humanistas no son Vives o Erasmos, y la recepción del legado antiguo se produce sobre un telón de fondo mucho más continuo y homogéneo.
El programa mismo de los humanistas, que aspira a “recrear” la Antigüedad y que desemboca en el dogma de la imitatio veterum, resulta en buena medida incomprensible sin esta perspectiva intemporal que tácitamente le da un fundamento. Pues, en último término, la valoración de los antiguos y de lo antiguo reposa en la apreciación de una ejemplaridad que ignora —o que pretende ignorar— los avatares del cambio. No en vano los humanistas son los descendientes directos de los dictatores medievales, como recuerda Kristeller.4 Por eso, al igual que los signos de la naturaleza, los textos rescatados y revivificados por el humanismo evocan realidades que el hombre del Renacimiento puede reconocer o interpretar en su presente, sin sombra aparente de discontinuidad. La misma lógica interpretativa explica por qué el redescubrimiento de las literaturas clásicas marcha prácticamente a la par con la formación del campo literario moderno. Y es que si éste se constituye en un comienzo a imagen y semejanza de aquéllas, si es posible efectuar la transferencia global y a menudo indiscriminada de las categorías poéticas antiguas a las literaturas romances, es porque, en el proceso de apropiación de la herencia conceptual de la Antigüedad, se pasa por alto la otredad de lo antiguo, su esencial diferencia.
La fortuna renacentista de los nombres genéricos griegos y romanos está íntimamente vinculada a las condiciones de esta trasposición y al papel capital que la teoría de los géneros estaba llamada a desempeñar en el nuevo contexto, a saber: erigir un límite y una escala de valores, una frontera de la literariedad y un criterio de juicio. La reconstrucción paradigmática de la literatura antigua y el proyecto de fundar una literatura moderna han de conjugarse así en el carácter descriptivo y prescriptivo de las especulaciones teóricas, como dos caras de una misma moneda.5 En este sentido, François Lecercle se ha referido con razón a una “política” de los géneros a propósito de las teorías renacentistas, pues con ellas no sólo se va a evaluar el texto vulgar en función de la norma clásica, sino que, además, se le va a conceder o a rehusar un estatuto literario.6 El fundamento de tal actitud está también en la manera como se leen los documentos antiguos de teoría poética. Pues, interpretado desde un punto de vista deductivo, el conjunto que forman los géneros mencionados por Platón, Aristóteles, Cicerón y Horacio, representa inicialmente, para los teóricos, un todo armonioso y, al mismo tiempo, cerrado, que delimita el campo de lo literario. Como fruto de una reflexión que parte, en principio, de la esencia permanente de la poesía, su objeto escapaba al devenir y tendía a hacerse, en consecuencia, “intemporal”. De ahí que la función de la teoría genérica, paralela a la del análisis de la naturaleza, consiste básicamente en detectar las semejanzas textuales y en interpretar las signaturas con que se manifiestan: la agudeza del soneto se convierte en la marca textual que remite al epigrama, la variabilidad estrófica de la canción es el signo que denota a la oda, las hazañas guerreras que los romanzi narran dejan traslucir la epopeya. En el marco de este pensamiento analógico, las distintas correspondencias, más o menos motivadas, traducen el papel estructurante de la literatura antigua a la manera de un macrocosmos que se refleja límpidamente en el microcosmos literario vulgar —su versión reducida— y le impone, a la vez, un sentido y un término. Como los humanistas, los textos literarios escritos en lengua romance son también homúnculos montados en hombros de gigantes, pero que, además, aspiran a formar un solo cuerpo con ellos. Pues, en el fondo, a través de la trasposición de los nombres genéricos antiguos se expresa una forma de concebir la analogía en la cual toda semejanza equivale a una identidad específica: el soneto es un epigrama, la canción es una oda y los romanzi, por supuesto, son epopeyas.
En un primer momento, las condiciones que hacen posible la trasposición de las categorías antiguas al mundo renacentista suponen así la formación de clases analógicas y el consecuente empleo analógico de las denominaciones genéricas. En otras palabras, su conceptuación y su aplicación en la esfera de las literaturas romances se basa en semejanzas textuales que no tienen un fundamento causal y mediante las cuales se ignora —o se pretende ignorar— el hiato que separa dos universos heterogéneos.7 Sin embargo, el proceso es indudablemente mucho más complejo, pues, poco a poco, a medida que avanza el siglo XVI, se asiste a la afirmación de otro modo de interpretar las semejanzas que modifica decisivamente su sentido. Este cambio interpretativo conlleva una percepción distinta del factor tiempo al introducir una perspectiva que hace posible pensar la variación contextual y que socava veladamente la ejemplaridad de los antiguos. Con ello pasamos, de manera subrepticia y casi insensible, de la noción de identidad a la postulación de un origen: ahora el soneto procede del epigrama, la canción deriva de la oda y los romanzi se presentan como descendientes de la epopeya.
Las repercusiones de la famosa querella ciceroniana, el paso de la imitación latina a la vulgar y la vindicación literaria de las lenguas nacionales preparan el terreno para esta mutación que transforma las clases analógicas añadiéndoles un fuerte contenido genealógico, hipertextual. La línea de demarcación que se esboza entre los rhétoriqueurs y Ronsard, entre Santillana y Garcilaso, entre Ariosto y Tasso, resulta sin lugar a duda muy difícil de definir, pero, de algún modo, pasa por esta transformación que no afecta tan sólo el grado de hipertextualidad que encierra la escritura de una obra, sino también —y sobre todo— el concepto de genericidad que con ella se trasmite.
En el plano de la teoría genérica, esta mutación se traduce en el paso de una lectura deductiva de la Poética o del Ars a una lectura inductiva que relativiza la auctoritas de los antiguos y atenúa la fuerza normativa de sus análisis y categorías. La Antigüedad comienza a alejarse así del mundo moderno, aunque su presencia no deja de ser indispensable más allá del ocaso del Renacimiento. Pues, como modelo perpetuo o como origen cierto, la literatura clásica seguirá siendo la referencia que garantiza la dimensión institucional de las literaturas romances, una referencia asumida, desvirtuada o discutida, si se quiere, pero referencia al fin que, como tal, se vuelve inevitable.
El pensamiento literario del Renacimiento se desarrolla en el marco de estos dos movimientos que se suceden en el tiempo, pero entre los cuales es imposible establecer un límite preciso. Ambos se encabalgan y a menudo conviven en los mismos textos, dentro de una dinámica que nuestra descripción tiende a fijar quizá de un modo demasiado esquemático. En realidad, es necesario concebirlos en constante interacción, como lo demuestra la reelaboración renacentista de la noción de “poesía lírica”. Y es que, al igual que muchas otras denominaciones que forman parte del legado antiguo, ésta representa un verdadero híbrido categorial que acaba designando una clase de textos cuya lógica de constitución es doble: por un lado, analógica, en la medida que refleja una semejanza desprovista de vínculo causal; por otro, genealógica o hipertextual, cuando sanciona de manera efectiva el encadenamiento causal entre sus miembros.
Definida en extensión, la clase “lírica” abarca de tal suerte textos disímiles y comprende un buen número de subcategorías que se asocian siguiendo dos lógicas distintas. En un principio, el factor común del grupo es, sin embargo, una obra asimilada a un tipo textual ideal y capaz de funcionar como matriz descriptiva y como paradigma del género. Su autor nos es ya conocido y está en el origen mismo de la reactivación del nombre genérico tras el largo entreacto medieval: se trata, una vez más, de Horacio.
LA HUELLA HORACIANA
Es sabido que, para Jakobson y los formalistas rusos, la evolución literaria obedecía a menudo a un cambio en la manera de leer los textos trasmitidos por la tradición. En el caso de la reactivación de la categoría lírica, esta regla se aplica a las mil maravillas, como podemos observarlo a propósito del corpus horaciano. Dos citas bastante conocidas, a las que separa el espacio de casi dos generaciones, describen claramente el sentido de la evolución que nos interesa. La primera procede del canto IV del Infierno. Recordemos que Dante contempla allí el desfile de los grandes poetas antiguos bajo un domo de fuego. Como es de esperar, Homero abre la marcha, pero le sigue de cerca el poeta de Venusia. Al verlo, Dante exclama: l’altro è Orazio satiro che viene.
Unos 40 años más tarde, hacia 1350, Petrarca decide dirigirle a Horacio una de sus famosas epístolas a los grandes hombres de la Antigüedad, pero no duda en saludarlo en términos muy distintos. El encabezamiento reza ad Horatium Flaccum lyricum poetam, y el apóstrofe se abre con un Regem te lyrici carminis italus / Orbis quem memorat… (Familiares XXIV, 10). Huelga subrayar que, entre las dos semblanzas, la imagen del poeta de Venusia ha cambiado, y este cambio, como reflejo de la evolución en los hábitos de lectura, es radical.
En efecto, al hacer hincapié en el Horacio satírico, Dante recoge una opinión medieval a la que ya nos referimos y que valoraba sobre todo al moralista, al poeta ethicus como se le llamaba en las escuelas. Los carmina no sólo quedaban al margen de esta apreciación, sino que suscitaban además cierto recelo entre los letrados, que preferían las epístolas y los libros de sátiras, fuentes inagotables de sentencias.8 Petrarca, por el contrario, valora especialmente al poeta lírico y, de hecho, pasa por ser el primer occidental que supo hacerlo a cabalidad. Muestras de esta predilección son el sinnúmero de alusiones a los carmina que se encuentran en sus obras latinas y toscanas y la estructura misma de la epístola que le dirige al poeta, escrita en versos asclepiadeos. Dentro del corpus de Petrarca, sólo Virgilio supera al venusino en la cantidad y en la calidad de las citas, y es el único poeta romano que comparte con él un lugar en el epistolario —privilegio que, dicho sea de paso, no tiene ni siquiera Ovidio, el magister amorum de toda la Edad Media—. Sin embargo, lo esencial es aquello que señalan Reynolds y Wilson: que en el catálogo de autores elaborado por Petrarca, “a Horacio se le celebra con un praesertim in odis que se contrapone totalmente a la opinión medieval”.9 Pues, para Petrarca, el poeta de las Odas es, ante todo, un poeta “lírico”, como lo recuerda el encabezamiento de la epístola. Aún más, es el poeta lírico por excelencia: aquel que le presta sus rasgos al adjetivo que lo denota, aquel que comienza a darle un sentido más preciso a un nombre genérico poco o mal entendido a lo largo de la Edad Media.
Gracias a la influencia de Petrarca y del primer humanismo, los poetas italianos del Quattrocento y algunos castellanos como Santillana y Juan de Mena conocen sin duda mejor a Horacio que sus predecesores. Pero para asistir al verdadero auge del horacianismo hay que esperar prácticamente hasta la segunda mitad del siglo XV. La editio princeps de 1470, y la posterior publicación de los comentarios de Acron (1474) y Porfirión (1476) preparan el terreno para una ascensión fulgurante que se inicia con la aparición de la primera edición comentada por un humanista: la gran publicación florentina de 1482 preparada por Cristóforo Landino y su discípulo Poliziano, uno de los mejores imitadores neolatinos del poeta.
Si esta edición marca un hito en la historia del texto horaciano, es también capital en lo que atañe a la reactivación de la categoría lírica, pues, en ella los cuatro libros de carmina se presentan como el eje central de la obra de Horacio. Efectivamente, al poner el acento en la producción lírica del poeta de Venusia, el poema preliminar de Poliziano y la introducción de Landino caracterizan al autor básicamente en función de este tipo de poesía. Landino traza el mito del origen de la lira, sabe que se trataba de una poesía cantada al son de este instrumento y que Platón, en el Ion, le reconoce al poeta que la practica el don de la inspiración. Además, tiene noticias de la lista de los nueve poetas canónicos y ha leído a Quintiliano, lo que le permite decir que Horacio es el único de los líricos romanos que vale la pena frecuentar. Paralelamente, no ignora que, entre los griegos, Píndaro pasa por ser el primero; pero...

Índice

  1. Portada
  2. Introducción
  3. I. De una antigua herencia
  4. II. Al son de la lira y la vihuela
  5. III. En el camino de lo sublime
  6. Colofón
  7. Bibliografía
  8. Índice