Digo yo
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Digo yo

Ensayos y notas

  1. 262 páginas
  2. Spanish
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Ensayos y notas

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Información del libro

Digo yo es un libro que se mueve entre el ensayo, la poética y la crónica; en él, Segovia nos invita a reflexionar sobre cuestiones literarias, científicas, artísticas, históricas, filosóficas y políticas, sobre lo que es humano. El yo se manifiesta como opinión desde una perspectiva personal en relación con el mundo y los acontecimientos reales, se percibe al lenguaje como una entidad viva y en constante cambio, tal como cualquier hombre.

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Información

Año
2013
ISBN
9786071614933
Categoría
Literatura
ENTRE NOS

La verdad ficticia

ANTES de pisar el terreno movedizo donde voy a meterme, me parecen del todo imprescindibles algunas aclaraciones previas. Yo soy aquí un intruso en todos los sentidos de la palabra. Empecemos por dejar sentado que no tengo un pelo de cervantista. En mis tiempos de estudiante leí, por supuesto, las principales obras de Cervantes, y después he releído varias veces, como cualquier hijo de vecino, el Quijote, y de vez en cuando alguna otra obra o parte de obra. Pero nunca se me ha ocurrido aportar, como dicen, nada nuevo personalmente mío a los miles de estudios que existen sobre esta gran figura. Debo decir en seguida que tampoco ahora se me ha ocurrido semejante audacia. Si estoy aquí como un intruso caído desde no se sabe dónde en pleno territorio de los estudiosos, no ha sido por iniciativa propia.
Podría decir en mi descargo que más que un intruso soy lo que en los deportes llaman un emergente, uno que sale al paso de una emergencia, aunque esa emergencia es siempre la misma: la imposibilidad de jugar la partida el verdadero jugador. Esta vez salgo al paso de Del Paso, o sea a cubrir en la cancha la posición que él no ha podido cubrir, para seguir hablando en jerga deportiva. Pero tampoco esa disculpa funciona demasiado bien. En el deporte, un emergente no vive sino para esa eventual oportunidad; en el banquillo donde acecha impaciente su golpe de fortuna, se ha preparado tanto o más que el titular, mientras que yo no estaba en ningún banquillo ni me preparaba para nada cuando me pidieron saltar a una cancha en la que me siento tan perdido como en alta mar. Y además, por emergente que sea, nadie me va a perdonar si fallo un penalty.
¿Qué puede hacer un emergente al que echan así a la cancha, o más bien al ruedo, sin muleta ni espada y vestido de paisano? Supongo que quitarse la chaqueta e intentar torear al bicho. Yo, vestido de paisano, tengo que salir del paso con lo que llevo encima, puesto que tampoco en mi armario tengo toga y birrete. Lo que llevo encima, se entiende, es lo que suele llamarse el bagaje intelectual. Que en mi caso seguramente no merece ese nombre, sino cuando mucho el de bolsa de viaje. Llevo encima estos tiempos, en efecto, algunas preocupaciones con las que me muevo de aquí para allá como con un equipaje, o, como también suele decirse, una impedimenta. Arrojado al ruedo, echo una mirada a mi impedimenta en busca de algo con que pueda echar un capotazo al Quijote, no al personaje, a Don Quijote, que supongo que entraría decididamente al trapo, o sea que se iría derecho al engaño, sino a la obra, Don Quijote de la Mancha, un toro de peso que nunca se dejará abrazar y abarcar y menos aún domesticar y encasillar. En mi impedimenta de estos tiempos, un trapo que tal vez podría echarle por delante al Quijote son mis largas cavilaciones sobre la verdad, la mentira y la ficción, no lejos de otras divagaciones sobre el lenguaje directo y el figurado y otras perplejidades de este tenor. Hace años en efecto que estoy tratando de entender un poco mejor cómo se lee una ficción —o cómo se entiende un cuento. Observo que si al escuchar “Éste era un rey que tenía tres hijas, las metió en tres botijas y las tapó con pez”, alguien exclamara indignado “¡Eso es mentira!”, esa exclamación nos parecería absurda. Y sin embargo, según la idea habitual de la verdad, es obvio que ese relato no es verdad. Entonces es que hay cosas que no son verdad y que sin embargo no son mentira —o más precisamente que es absurdo llamarlas mentiras. Porque no es lo mismo ser falso que ser absurdo. Decir por ejemplo que Cervantes era italiano es falso, pero no es absurdo. Pero sin duda hay también afirmaciones que son a la vez falsas y absurdas, como por ejemplo decir que Cervantes se pasea ahora por Nueva York. Lo que no es tan claro es si puede haber afirmaciones que sean absurdas sin ser falsas. Y sin embargo hay en la ciencia moderna afirmaciones absurdas que no son falsas, o por lo menos no lo son para la ciencia, como por ejemplo decir que un fotón puede estar en dos lugares distintos al mismo tiempo. Pero no hace falta ponernos tan modernos para acoger con científico júbilo las ideas más absurdas. Ya antes de Einstein, toda la física clásica se funda en dos ideas absurdas: que el movimiento no es un cambio, sino un estado, y que los cuerpos no pesan. Me refiero, por supuesto, a la ley de la inercia y a la ley de la gravedad, que se justifican la una a la otra y que la ciencia de tiempos de Newton y Descartes sólo pudo digerir tras grandes convulsiones.
Pero no teman: ciertamente no he venido aquí a darles una clase de epistemología. Lo que pasa es que conviene darle algunas vueltas al concepto de lo absurdo, porque tiene bastante que ver con lo que discutiremos luego. Por lo pronto saco ya algún principio importante de lo poco que llevo dicho: que la cuestión de la verdad y la mentira no puede plantearse adecuadamente sin referencia a la ficción. Que el hombre ha convivido siempre con sus ficciones parece indudable, pero ¿las ha entendido siempre igual? Los viejos relatos míticos que nosotros tomamos como leyendas, parábolas o alegorías, pa-rece seguro que los antiguos los tomaban literalmente. Toda-vía hoy vemos que muchas personas toman como verdaderos ciertos relatos o aseveraciones que muchas otras personas consideran patrañas y que algunas otras miran como relatos simbólicos o acaso incluso ficciones estéticas. Siempre he pensado que valdría la pena dilucidar un poco cómo funcionan esas creencias. Un hombre del siglo XXI que acepta a la vez que es verdad que Cristo resucitó al tercer día y que es verdad que la materia está hecha de átomos, es evidente que recurre a dos ideas diferentes de la verdad. Es la oscuridad sobre estas clases de verdad lo que hace absolutamente estériles las discusiones sobre cuestiones de fe entre creyentes y no creyentes de cualquier religión o ideología.
En todo caso, la confrontación con la mentalidad de un creyente contemporáneo puede ayudarnos a entender la de un “primitivo”. Por primitivo que sea, un hombre que cree que Palas Atenea combate junto a los aqueos, u otras cosas más arcaicas aún, tiene también dos ideas de la verdad, como lo han mostrado algunos etnólogos a propósito de ciertos mitos de algunas tribus primitivas. Sin duda hay diferencias: el hombre moderno de nuestro ejemplo difícilmente puede ignorar que esas afirmaciones son de diferentes planos, seguramente porque piensa que los hechos a que apuntan son de diferentes planos. Es de suponer que esa diferencia es más nebulosa para un primitivo, pero, a su manera, tampoco él puede ignorar que no cree con la misma clase de creencia que Zeus se transformó en cisne y que su vaca parió un becerro la semana pasada, aunque sólo sea porque la una es una creencia divina y la otra profana.
Otra manera casi inevitable de tratar de entender la mentalidad mítica es compararla con la mentalidad infantil. Es una idea peligrosa, por supuesto, porque un adulto, por primitivo que sea, no es lo mismo que un niño; pero a la vez es claro que hay paralelismos, y aunque siempre hay que tener cuidado de no confundir la ontogenia con la filogenia, es inevitable aclarar aspectos de la una con aspectos de la otra. José Luis Pardo ha mostrado lúcidamente que hay dos maneras de inmadurez: la infantil, que cree que las ficciones son verdad, y la juvenil, que piensa que las ficciones son cochinas mentiras. Nada más cierto, pero es sabido que las buenas ideas no son nunca literales. Tampoco un niño cree en la existencia de los Reyes Magos como cree en la de sus padres. Mejor dicho, en sus padres no cree, sino que sabe que existen. Se dirá que dónde está la diferencia, si creer tiene los mismos efectos que saber, puesto que en el fondo saber y creer son dos maneras de creer que se sabe. Nosotros los adultos tenemos criterios para decidir cuáles de las cosas que creemos saber son engaños y cuáles no, pero un niño no tiene todavía manera de poner a prueba si su creencia está justificada o no. Tiene que apoyarse en nosotros, y eso es lo que lo deja tan expuesto a nuestras impunes manipulaciones de sus creencias. Lo rodeamos de toda clase de triquiñuelas para impedirle descubrir el engaño, lo cual implica obviamente que estamos seguros de que el niño está destinado a descubrir el engaño. Tarde o temprano, todos los niños dejan de creer en los Reyes Magos. Si una fe está destinada al desengaño, eso significa que, de momento, en su significación tomada en un instante inamovible, no se distingue de una verdad inatacable, pero en su sentido las dos son claramente diferentes: el sentido de la una es engañar, el de la otra es revelar. Por eso, si podemos decir también que los niños dejarán de creer en sus padres, es claramente en un sentido muy diferente: no queremos decir con ello que el niño descubrirá que sus padres no existen, sino que en todo caso descubrirá que no significan lo que antes creía que significaban. Todo esto para sugerir que, aun cuando estuviéramos autorizados a afirmar que el primitivo es como un niño, de todas formas la creencia no es exactamente la misma cuando cree la ficción y cuando cree la realidad literal.
Pero en el curso de esta exploración ha asomado otra cosa tal vez más interesante: que esa diferencia es una diferencia de sentido, y que el sentido implica de una manera o de otra al tiempo. ¿Qué sentido concreto es el que hemos puesto en juego para intentar mostrar esa diferencia? Por ahora, nada más que el sentido común. Voltaire dijo que el sentido común es el menos común de todos los sentidos, y sin embargo concuerda con los clásicos en que el sentido común es la humanidad misma. Podemos decir también que el sentido común es el sentido mismo, el sentido como tal, el sentido en sí, por lo menos el bueno, el bon sens, que en el francés de Voltaire es sinónimo bastante exacto de sens commun. Es que no es común porque todos lo tengan, sino como es común un nombre común por oposición a un nombre propio. Aldea es un nombre común, Parangaricutirimícuaro es un nombre propio. O sea que cada aldea tiene su nombre propio, pero si somos incapaces de pronunciarlo, o de alguna otra manera no disponemos de él, no hemos perdido irremediablemente la capacidad de pensarla con un nombre, porque también se llama aldea. Todas las aldeas se llaman también aldeas y todos los sentidos se llaman también sentido común.
Saltaré ya al ruedo desplegando de mi impedimenta una idea que he expresado ya antes en algún otro lugar: que el Quijote es una obra que hace del sentido común una especie de santidad. Con esta humilde prenda intentaré dar algunos capotazos a un libro de tanto trapío como el Quijote. Como toda obra narrativa, este libro ofrece algunos enigmas en cuanto al funcionamiento de la ficción. Intentaré mostrar que todo ello son cuestiones del sentido, distinguido, a la manera de los lingüistas, de la significación pura inseparable de las formas significantes. Una primera toma de posición, a la manera de las primeras verónicas antes de la faena, será declarar que, a mi entender, el sentido del Quijote, como el de toda significación, no puede estar autocontenido en la obra, aislado de cualquier otro sentido que conviva con él, como tampoco de la realidad exterior. Una moda reciente, o más bien un dogma reciente, porque los dogmas han vuelto a estar de moda, era insistir en que el sentido de las obras de arte, co...

Índice

  1. Portada
  2. Índice
  3. Para empezar por el principio
  4. Entre nos
  5. Allá afuera
  6. Estrado
  7. Ya que usted lo pregunta