Los disidentes
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Los disidentes

Sociedades protestantes y revolución en México, 1872-1911

Jean Pierre Bastian

  1. 373 páginas
  2. Spanish
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Los disidentes

Sociedades protestantes y revolución en México, 1872-1911

Jean Pierre Bastian

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Libro que trata de un fenómeno social surgido en México en los años setenta del siglo pasado; de un espíritu de asociación que animó a la sociedad civil mexicana y a partir del cual se establecieron y desarrollaron sociedades religiosas protestantes.

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Información

Año
2015
ISBN
9786071624956
Categoría
History
Categoría
Mexican History
1

LIBERALISMO Y DISIDENCIA RELIGIOSA, 1857-1872
En la historiografía protestante mexicana existe la costumbre de relacionar los inicios del protestantismo mexicano con la reforma liberal y de considerar a Benito Juárez como el principal promotor de la difusión de esa corriente religiosa en México;[1] no obstante, cuando se releen los textos de los liberales de la primera mitad del siglo XIX, se observa en ellos una gran cautela hacia ese fenómeno religioso importado.
Por lo tanto, quisiera examinar la posición asumida por los liberales respecto al problema de la hegemonía católica romana y cómo llegaron a la decisión de buscar la manera de debilitar esa hegemonía; después expondré la estrategia que adoptó el gobierno de Juárez a partir de 1859 para intentar provocar un cisma católico; y, finalmente, mostraré cómo y por qué fracasó ese intento y cómo dio origen a la formación de nuevas sociedades religiosas reformistas que no tuvieron más alternativa que volverse hacia el protestantismo.
LIBERALISMO Y TOLERANCIA RELIGIOSA
Uno de los temas políticos fundamentales de enfrentamiento entre liberales y conservadores fue el problema de la tolerancia en materia religiosa. El México independiente heredó de la Colonia las experiencias relacionadas con la herejía:[2] durante tres siglos, la Inquisición había perseguido a los herejes de las sectas de Moisés, Mahoma y Lutero y, a partir del establecimiento de las diferenciaciones religiosas europeas en los siglos XVII y XVIII el Santo Tribunal añadió a su repertorio algunas sectas de origen calvinista y otros grupos protestantes disidentes. Por lo demás, a partir de las reformas borbónicas, los ataques se enderezaron también contra las ideas de los filósofos de la Ilustración francesa y contra la “tolerancia” política y religiosa inglesa (Locke). A pesar de los cambios estructurales logrados por las reformas borbónicas, en particular en lo relacionado con el comercio, la autoridad colonial siguió apoyándose en el instrumento coercitivo de la Iglesia y de la Inquisición, que creó durante varios siglos un “ambiente de delación que abarcó la generalidad de los actos”.[3] En 1810, Miguel Hidalgo fue condenado por la Inquisición novohispana por “libertino, sedicioso, cismático, hereje formal, judaizante, luterano, calvinista y sospechoso de ateísmo y materialismo”, y José María Morelos por haber seguido a Hobbes, Helvetius, Voltaire y Lutero. Todavía en 1822, durante el primer año del Imperio de Iturbide, la Iglesia incluía una lista de 142 libros en el Index.[4]
Con la Independencia, surgió nuevamente el problema de la tolerancia religiosa, ligado esta vez a la urgente necesidad que veía el gobierno de poblar las zonas fronterizas para contrarrestar la amenaza de penetración por parte de potencias extranjeras. Además, en el momento de establecer tratados comerciales, varios países europeos intentaban imponer cláusulas de libertad religiosa para sus súbditos, si bien, fuera de las cláusulas aceptadas con dificultad en los tratados con Inglaterra, en 1826, y Estados Unidos y Prusia, en 1831, la idea de la tolerancia religiosa no prosperó e incluso fue rechazada en el tratado con Francia de este último año.[5] La tolerancia religiosa era temida porque afectaba directamente a uno de los pilares del orden social: la Iglesia católica romana, y porque contenía los gérmenes de las ideas políticas modernas, democráticas e individualistas, que amenazaban al poder corporativo y patrimonial heredado de España. Consecuentemente, ni el poder de la Iglesia ni los privilegios de las demás corporaciones se vieron minados inmediatamente con la Independencia.
Unos años después de haberse proclamado la República, ante la continuación de la alianza entre los poderes estatal y clerical, la lucha de los liberales se dirigió en contra del artículo tercero de la Constitución de 1824, que aseguraba la protección oficial a la Iglesia católica romana con exclusión de toda otra empresa religiosa, y en contra del artículo 154, que perpetuaba los privilegios jurídicos del clero y de los militares.[6]
En los decenios de 1830 y 1840, la discusión sobre el tema de las relaciones entre inmigración y tolerancia religiosa tuvo un repunte, pero no fue sino hasta la guerra de intervención norteamericana de 1846 cuando la discusión de esos problemas cobró mayor fuerza.
En 1831, al defender la tolerancia religiosa en su ensayo sobre este tema, Vicente Rocafuerte hizo cristalizar la polémica. Además, el relato que hiciera Lorenzo de Zavala de su viaje a Estados Unidos reforzó la correlación planteada por los liberales entre progreso económico y social, por una parte, y pluralismo religioso, por la otra.[7] Por su lado, católicos y conservadores atacaban estas posiciones liberales al mismo tiempo que consideraban que Estados Unidos era un pueblo “mixto, de mercaderes y aventureros, hez y desecho de todos los países”; y México, por el contrario, era para ellos un pueblo homogéneo, cuya unidad estaba garantizada por el catolicismo, razón por la cual, si bien la política de tolerancia religiosa era buena para Estados Unidos por su propia cultura, pluralista de origen, México no debía perder su identidad aceptando un pluralismo religioso que nunca le había sido propio.[8]
José María Luis Mora adoptó posiciones más equilibradas que contribuyeron a matizar la interpretación liberal de la tolerancia religiosa. Él deseaba una reforma profunda de la Iglesia y, con ese fin, desde 1827 apoyó a James Thomson, agente de la Sociedad Bíblica de Londres, en la difusión que éste hacía de la versión católica de la Biblia, llamada de Scio. En su Revista Política de 1837,[9] Mora defendió el programa de reformas anticlericales del régimen de Valentín Gómez Farías: desamortización de los bienes de la Iglesia, restricción de los fueros y difusión de la educación pública, como parte del proceso político hacia el progreso.
No obstante, Mora se mostró sensible también a los argumentos de los conservadores y de la Iglesia.[10] Como bien lo hace notar Charles Hale, “el problema de Mora consistía en cómo modernizar la sociedad hispánica tradicional sin ‘norteamericanizarla’ y sin sacrificar su identidad nacional”. [11] Por ello fue partidario de la tolerancia religiosa hacia los extranjeros, pero no del pluralismo religioso que abriera las puertas de México a otras formas de asociación religiosa, en particular a las sociedades protestantes estadunidenses. En este sentido, Mora abogaba porque “México consagrara toda clase de esfuerzos para atraer a inmigrantes católicos franceses, belgas y, especialmente, españoles, en contraposición a los protestantes anglosajones”.[12] Conforme a este criterio, en 1846, cuando el representante del gobierno prusiano pidió al gobierno mexicano la autorización para abrir una capilla protestante en la embajada y el permiso para que asistieran a ella los protestantes de la capital, la respuesta fue negativa, por lo que como relata Zarco, el consejo de ministros de Prusia cesó de proteger los proyectos de colonización en México.[13]
Los liberales de la segunda generación, los contemporáneos de la Reforma, heredaron el dilema entre la necesidad de combatir a la Iglesia como enemigo político y los riesgos que acarreaba la libertad de culto en cuanto a la pérdida de la homogeneidad y de la identidad nacionales ante el vecino del norte.
La rebelión de Ayutla, cuyo plan fue proclamado el 1º de marzo de 1854, puso fin al dominio conservador de Santa Anna e inició el largo proceso de reforma de las instituciones políticas mexicanas. Secundada por otros caudillos, como Santiago Vidaurri en Nuevo León, la rebelión de Juan Álvarez triunfó con la salida de Santa Anna al exilio en agosto de 1855. Poco después, entre finales de ese año de 1855 y 1857, fue promulgada una serie de leyes que reflejaron particularmente el triunfo de una posición moderada en materia religiosa entre los liberales, y con las que éstos esperaban poder establecer la igualdad jurídica y secularizar la sociedad sin atacar abiertamente a la Iglesia católica;[14] de esta manera, aceptaban el carácter corporativo de la sociedad mexicana —en parte por su temor a las masas indígenas—, pero, a la vez, esperaban restringir el poder de las corporaciones, la Iglesia entre ellas. Esta misma ambigüedad marcó la expedición de las leyes conocidas con los nombres de “Juárez” y “Lerdo”.
La “Ley Juárez” de noviembre de 1855 suprimió los tribunales especiales, pero no los eclesiásticos ni los militares, y aunque con ella se pretendía limitar algunos de los privilegios de las corporaciones, en realidad éstas resultaron fortalecidas y, así, se debilitó la soberanía del Estado en materia jurídica.[15] Al año siguiente, la “Ley Lerdo” del 25 de junio de 1856 atacó la propiedad eclesiástica, ya que ordenaba la venta de los bienes de mano muerta, prohibía a las corporaciones adquirir bienes raíces y proscribía las rentas por el alquiler de propiedades corporativas; sin embargo, aunque esa ley prohibía a la Iglesia la adquisición de propiedades, dejaba intacta la riqueza del clero. En este sentido, como escribió Manuel Payno, las dos leyes mencionadas fueron “un compromiso para consolidar la paz entre la Iglesia y el Estado”.[16]
Esa intención de no atacar frontalmente a la Iglesia católica se reflejó también en los debates del Congreso Constituyente reunido a partir de febrero de 1856. A este respecto, es revelador el apasionado debate en torno al artículo 15 de la Constitución en proyecto. Como lo hace notar Luis González, ese artículo “parecía inclinarse por una religión de estado, aunque suprimiendo el exclusivismo de las constituciones anteriores”.[17] Se preveía que el Estado no podía prohibir o impedir el ejercicio de ningún culto religioso, pero se protegía al catolicismo romano por haber sido la religión exclusiva del pueblo mexicano. A pesar de su moderación, el artículo fue rechazado y devuelto a la comisión encargada de su redacción porque tocaba uno de los puntos más delicados, el de la libertad de culto y de conciencia, a la que parecía favorecer y para la que los moderados juzgaban que las condiciones aún no estaban maduras.
Por su parte, como lo había hecho en años anteriores,[18] el clero reaccionó vivamente ante la idea de la tolerancia religiosa; y hubo varios diputados que incluso adoptaron el argumento de aquél en el sentido de que la destrucción del monopolio católico podía llevar al país al desorden y aun al caos.[19]
Consecuentemente, la idea de la tolerancia de cultos fue abandonada y se buscó llegar a un arreglo en la redacción del artículo 123. En dicho artículo se le reconocía al gobierno la autoridad (en forma de patronato) sobre la Iglesia y se le otorgaba el derecho de intervenir en los asuntos religiosos; con todo, aunque la Iglesia había sufrido una pérdida de prestigio, conservó todavía una gran parte de sus privilegios históricos.[20]
No obstante, si bien en los debates predominaba la posición liberal moderada, en el país persistía una corriente liberal radical minoritaria que se había propuesto combatir a la Iglesia hasta destruirla. A principios de 1856, por ejemplo, Juan Amador, un escribano de hacienda radicado en Fresnillo, Zacatecas, escribió un violento panfleto anticlerical intitulado “El apocalipsis o la revelación de un sans culotte”. Amador, allegado del general Jesús González Ortega, defendía los principios revolucionarios franceses de la igualdad, la soberanía del pueblo y la tolerancia religiosa, “sin la cual no podía haber verdadera democracia ni garantías para la inmigración extranjera”.[21] El autor del panfleto denunciaba virulentamente los abusos del clero, así como “su inmoralidad y su riqueza”, exigía la derogación del fuero eclesiástico, la exclaustración de las órdenes religiosas y la separación de la Iglesia y el Estado.[22] El folleto se agotó en pocos días, a pesar de que su precio subió cuando el obispo de San Luis Potosí compró cuantos ejemplares pudo para quemarlos.
La Iglesia católica, por su parte, publicó unos meses después “una censura e impugnación” del panfleto, escrita por José María Chávez, cura de la iglesia de Zapopan, a instancias del obispo de Guadalajara.[23] En esa respuesta se resumían todas las posiciones ideológicas tomistas del clero ante el pensamiento liberal radical. En contra del principio de igualdad, se defendía el orden natural y “las distintas posiciones en que la Divina Providencia ha colocado a los hombres en este mundo”, contra la afirmación de la soberanía popular, se aclaraba que el soberano era Dios y no el pueblo; se hacía observar que las elecciones “no son sino el torpe manejo e intrigas del partido que tiene el poder”; se combatía la tolerancia religiosa porque abría el camino al protestantismo, a la indiferencia, al comunismo y al socialismo; se reafirmaba que el gobierno de la Iglesia no era democrático porque “el hijo de Dios quiso que hubiese una jerarquía”; se aclaraba que la Iglesia era soberana e independiente del Estado y que éste no era sino un “hijo de la Iglesia”; y, en fin, se consideraba que, si bien la Iglesia era rica, tal riqueza era útil sobre todo a la sociedad mexicana, que así recibía los beneficios de la Iglesia.[24]
Pero la Iglesia no se limitó a contrarrestar los escritos de los liberales radicales. También reaccionó violentamente contra la nueva Constitución, a pesar de lo moderado de su contenido, mediante la publicación de cartas pastorales y decretos eclesiásticos en los que se excomulgaba de antemano a los que prestaran juramento al nuevo código político, debido a que éste aseguraba la libertad de reunión, de educación, de prensa y de expresión y, sobre todo, la intervención del Estado en los asuntos eclesiásticos;[25] consecuentemente, cuando el clero comenzó a estimular, financiar e incluso dirigir rebeliones antiliberales, las posiciones políticas se radicalizaron.
A finales de diciembre de 1856, el estado de Puebla se vio amenazado por las fuerzas antiliberales, mientras en otras regiones del país se producían levantamientos menores al grito de “religión y fueros”;[26] y en diciembre de 1857, el pronunciamiento conservador de Tacubaya, apoyado por la Iglesia, triunfó sobre el gobierno liberal y lo expulsó de la capital de la República. Esta acción alteró para siempre las relaciones entre la Iglesia y el Estado en México. Antes de Tacubaya, pocos liberales consideraban al clero como enemigo de la nación y a la Iglesia católica como antimexicana; después de Tacubaya, el sentimiento anticatólico se exacerbó incluso entre los sectores liberales moderados.[27]
Después de año y medio de lucha, la nueva posición liberal respecto a la Iglesia católica fue definida en el manifiesto del 7 de julio de 1859, difundido desde Veracruz por Benito Juárez, Melchor Ocampo, Manuel Ruiz y Miguel Lerdo de Tejada. En el documento se acusaba al clero de haber estimulado y financiado la guerra civil y, por lo tanto, se proclamaba la separación absoluta de la Iglesia y el Estado, la supresión de las órdenes religiosas, la abolición de las cofradías y el cierre de los noviciados y se disponía que todas las contribuciones parroquiales serían voluntarias.[28] En Zacatecas, el general Jesús González Ortega se había anticipado por su lado...

Índice

  1. Portada
  2. Agradecimientos
  3. Introducción
  4. 1. Liberalismo y disidencia religiosa, 1857-1872
  5. 2. Sociedades protestantes y anticatolicismo liberal, 1872-1877
  6. 3. Expansión y difusión de las sociedades protestantes, 1877-1911
  7. 4. Una pedagogía liberal y protestante
  8. 5. La oposición protestante a la política de conciliación, 1877-1900
  9. 6. Las sociedades protestantes entre el magonismo y el maderismo, 1900-1910
  10. 7. Los protestantes en la revolución maderista, 1910-1911
  11. Conclusión
  12. Anexo I
  13. Anexo II
  14. Fuentes y bibliografía
  15. Índice de nombres
  16. Índice analítico
  17. Referencias
  18. Índice