El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, 9
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El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, 9

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El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, 9

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El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha por Miguel de Cervantes Saavedra, noveno tomo. Este libro contiene los capítulos XLII al XLVI de la primera parte y un prólogo de Irving A. Leonard

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Información

Año
2018
ISBN
9786071652973
Categoría
Literature
Categoría
Classics

CAPÍTULO XLIII

Donde se cuenta la agradable historia del mozo de mulas, con otros extraños acaecimientos en la venta sucedidos
Marinero soy de amor,
y en su piélago profundo
navego sin esperanza
de llegar a puerto alguno.
Siguiendo voy a una estrella
que desde lejos descubro,
más bella y resplandeciente
que cuantas vio Palinuro.
Yo no sé adónde me guía,
y así, navego confuso,
el alma a mirarla atenta,
cuidadosa y con descuido.
Recatos impertinentes,
honestidad contra el uso,
son nubes que me la encubren
cuando más verla procuro.
¡Oh clara y luciente estrella,
en cuya lumbre me apuro!
Al punto que te me encubras,
será de mi muerte el punto.
Llegando el que cantaba a este punto, le pareció a Dorotea que no sería bien que dejase Clara de oír una tan buena voz; y así, moviéndola a una y otra parte, la despertó, diciéndole:
—Perdóname, niña, que te despierto, pues lo hago porque gustes de oír la mejor voz que quizá habrás oído en toda tu vida.
Clara despertó toda soñolienta, y de la primera vez no entendió lo que Dorotea le decía y volviéndoselo a preguntar, ella se lo volvió a decir, por lo cual estuvo atenta Clara; pero apenas hubo oído dos versos que el que cantaba iba prosiguiendo, cuando le tomó un temblor tan extraño, como si de algún grave accidente de cuartana estuviera enferma, y abrazándose estrechamente con Dorotea, le dijo:
—¡Ay señora de mi alma y de mi vida! ¿Para qué me despertastes? Que el mayor bien que la fortuna me podía hacer por ahora era tenerme cerrados los ojos y los oídos, para no ver ni oír a ese desdichado músico.
—¿Qué es lo que dices, niña? Mira que dicen que el que canta es un mozo de mulas.
—No es sino señor de lugares —respondió Clara—, y el que le tiene en mi alma con tanta seguridad, que, si él no quiere dejalle, no le será quitado eternamente.
Admirada quedó Dorotea de las sentidas razones de la muchacha, pareciéndole que se aventajaban en mucho a la discreción que sus pocos años prometían, y así, le dijo:
—Habláis de modo, señora Clara, que no puedo entenderos; declararos más y decidme qué es lo que decís de alma y de lugares y deste músico, cuya voz tan inquieta os tiene. Pero no me digáis nada por ahora, que no quiero perder por acudir a vuestro sobresalto, el gusto que recibo de oír el que canta, que me parece que con nuevos versos y nuevo tono torna a su canto.
—Sea en buen hora —replicó Clara.
Y por no oílle se tapó con las manos entrambos oídos, de lo que también se admiró Dorotea; la cual estando atenta a lo que se cantaba, vio que proseguían en esta manera:
Dulce esperanza mía,
que rompiendo imposibles y malezas,
sigues firme la vía
que tú mesma te finges y aderezas;
no te desmaye el verte
a cada paso junto al de tu muerte.
No alcanzan perezosos
honrados triunfos ni vitoria alguna,
ni pueden ser dichosos
los que, no contrastando a la fortuna,
entregan desvalidos
al ocio blando todos los sentidos.
Que Amor sus glorias venda
caras, es gran razón y es trato justo;
pues no hay más rica prenda
que la que se quilata por su gusto,
y es cosa manifiesta
que no es de estima lo que poco cuesta.
Amorosas porfías
tal vez alcanzan imposibles cosas;
y ansí, aunque con las mías
sigo de amor las más dificultosas,
no por eso recelo
de no alcanzar desde la tierra el cielo.
Aquí dio fin la voz, y principio a nuevos sollozos Clara; todo lo cual encendía el deseo de Dorotea, que deseaba saber la causa de tan suave canto y de tan triste lloro; y así le volvió a preguntar qué era lo que le quería decir denantes. Entonces Clara, temerosa de que Luscinda no la oyóse, abrazando estrechamente a Dorotea, puso su boca tan junto al oído de Dorotea, que seguramente podía hablar sin ser de otro sentida, y así le dijo:
—Éste que canta, señora mía, es un hijo de un caballero natural del reino de Aragón, señor de dos lugares, el cual vivía frontero de la casa de mi padre en la Corte; y aunque mi padre tenía las ventanas de su casa con lienzos en el invierno y celosías en el verano, yo no sé lo que fue, ni lo que no, que este caballero, que andaba al estudio, me vio, ni sé si en la iglesia o en otra parte; finalmente, él se enamoró de mí y me lo dio a entender desde las ventanas de su casa con tantas señas y con tantas lágrimas, que yo le hube de creer y aun querer sin saber lo que me quería. Entre las señas que me hacía, era una de juntarse la una mano con la otra, dándome a entender que se casaría conmigo; y aunque yo me holgaría mucho de que ansí fuera, como sola y sin madre, no sabía con quién comunicallo, y así, lo dejé estar sin dalle otro favor si no era, cuando estaba mi padre fuera de casa y el suyo también, alzar un poco el lienzo o la celosía, y dejarme ver toda; de lo que él hacía tanta fiesta que daba señales de volverse loco. Llegóse en esto el tiempo de la partida de mi padre, la cual él supo, y no de mí, pues nunca pude decírselo. Cayó malo, a lo que yo entiendo, de pesadumbre, y así el día que nos partimos nunca pude verle para despedirme dél siquiera con los ojos; pero a cabo de dos días que caminábamos, al entrar de una posada en un lugar una jornada de aquí, le vi a la puerta del mesón, puesto en hábito de mozo de mulas, tan al natural, que si yo no le trujera tan retratado en mi alma, fuera imposible conocelle. Conocíle, admiréme y alegréme: él me miró a hurto de mi padre, de quien él siempre se esconde cuando atraviesa por delante de mí en los caminos y en las posadas do llegamos; y como yo sé quién es y considero que por amor de mí viene a pie y con tanto trabajo, muérome de pesadumbre, y adonde él pone los pies pongo yo los ojos. No sé con qué intención viene ni cómo ha podido escaparse de su padre, que él quiere extraordinariamente, porque no tiene otro heredero y porque él lo merece, como lo verá vuestra merced cuando lo vea. Y más lo sé decir: que todo aquello que canta lo saca de su cabeza, que he oído decir que es muy gran estudiante y poeta. Y hay más: que cada vez que le veo o le oigo cantar tiemblo toda y me sobresalto, temerosa de que mi padre le conozca y venga en conocimiento de nuestros deseos. En mi vida le he hablado palabra, y con todo eso le quiero de manera que no he de poder vivir sin él. Esto es, señora mía, todo lo que os puedo decir deste músico cuya voz tanto os ha contentado, que en sola ella echaréis bien de ver que no es mozo de mulas, como decís, sino señor de almas y lugares, como yo os he dicho.
—No sigáis más, señora Doña Clara —dijo a esta sazón Dorotea, y ésta besándola mil veces—; no digáis más, digo, y esperad que venga el nuevo día; que yo espero en Dios de encaminar de manera vuestros negocios, que tengan el felice fin que tan honestos principios merecen.
—¡Ay señora! —dijo Doña Clara—. ¿Qué fin se puede esperar si su padre es tan principal y tan rico que le parecerá que aun yo no puedo ser criada de su hijo, cuanto más su esposa? Pues casarme yo a hurto de mi padre no lo haré por cuanto hay en el mundo. No querría sino que este mozo se volviese y me dejase; quizá con no velle y con la gran distancia del camino que llevamos se me aliviaría la pena que ahora llevo; aunque sé decir que este remedio que me imagino me ha de aprovehar bien poco. No sé qué diablos ha sido esto, ni por dónde se ha entrado este amor que le tengo, siendo yo tan muchacha y él tan muchacho, que en verdad que creo que somos de una edad mesma, y que yo no tengo cumplidos diez y seis años; que para el día de San Miguel que vendrá dice mi padre que los cumplo.
No pudo dejar de reírse Dorotea oyendo cuán como niña hablaba Doña Clara, a quien dijo:
—Reposemos, señora, lo poco que creo queda de la noche, y amanecerá Dios y medraremos, o mal me andarán las manos.
Sosegáronse con esto y en toda la venta se guardaba un grande silencio; solamente no dormían la hija de la Ventera y Maritornes su criada, las cuales, como ya sabían el humor de que pecaba Don Quijote, y que estaba fuera de la venta armado y a caballo haciendo la guarda, determinaron los dos de hacelle alguna burla, o, a lo menos, de pasar un poco el tiempo oyéndole sus disparates.
Es, pues, el caso que en toda la venta no había ventana que saliese al campo, sino un agujero de un pajar, por donde echaban la paja por de fuera. A este agujero se pusieron las dos semidoncellas y vieron que Don Quijote estaba a caballo, recostado sobre su lanzón, dando de cuando en cuando tan dolientes y profundos suspiros, que parecía que con cada uno se le arrancaba el alma. Y asimesmo oyeron que decía con voz blanda, regalada y amorosa:
—¡Oh mi señora Dulcinea del Toboso, extremo de toda hermosura, fin y rescate de la discreción, archivo del mejor donaire, depósito de la honestidad y, ultimadamente, idea de todo lo provechoso, honesto y deleitable que hay en el mun...

Índice

  1. PRÓLOGO. Irving A. Leonard
  2. CAP. XLII.—Que trata de lo que más sucedió en la venta y de otras muchas cosas dignas de saberse.
  3. CAP. XLIII.—Donde se cuenta la agradable historia del mozo de mulas, con otros extraños acaecimientos en la venta sucedidos.
  4. CAP. XLIV.—Donde se prosiguen los inauditos sucesos de la venta.
  5. CAP. XLV.—Donde se acaba de averiguar la duda del yelmo de Mambrino y de la albarda, y otras aventuras sucedidas, con toda verdad.
  6. CAP. XLVI.—De la notable aventura de los cuadrilleros y la gran ferocidad de nuestro buen caballero Don Quijote
  7. Plan de la obra