Prensa, democracia y libertad
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Prensa, democracia y libertad

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Prensa, democracia y libertad

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Prensa, democracia y libertad es un libro siempre actual porque pone en íntima relación tres elementos fundamentales para enfrentarse a la comunicación: la libertad de los medios y de los ciudadanos como garantes del buen funcionamiento de la democracia. De una forma sencilla y agradable destaca en sus líneas la necesidad de que los profesionales de los medios de comunicación, los periodistas, tengan la formación adecuada para desempeñar su trabajo sin ceder a presiones empresariales o del poder gubernamental. Además se presentan los principios que sustentan los orígenes del periodismo español y su evolución a través de diversas empresas de comunicación, académicas y políticas al hilo de la vida de su autor. Antonio Fontán es una de esas figuras señeras que merece letras de oro en el libro de la historia de la prensa española por su actividad como periodista, por ser director de empresas de comunicación y maestro de periodistas. Entre sus actividades destaca la difícil etapa en la que dirigió el diario Madrid, un lugar de convergencia de reporteros, escritores, políticos y profesores de significación democrática, donde logró una heroica defensa de la libertad de expresión bajo la dictadura franquista que terminó con el cierre del diario en noviembre de 1971.

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Información

Año
2017
ISBN
9786071651112
LA PRENSA Y LA MISIÓN DEL PERIODISTA
LA IMPORTANCIA DE LA PRENSA

4 de abril de 1952
La Actualidad Española, núm. 13.

La prensa constituye un fenómeno social propio del mundo moderno, sin directos precedentes históricos mucho más antiguos, porque es un fenómeno que depende de las condiciones sociales del mundo moderno. Al hacer historia del periodismo, los escritores suelen gustar de remontarse a través de las publicaciones regulares del siglo XVI o XVII, hasta la noticia manuscrita o los chismorreos venecianos del siglo XV, y aun más allá, a través de las crónicas diarias de los monasterios medievales o de las crónicas reales, a los anales romanos o las inscripciones cuneiformes de los ladrillos sirios. Esto es, sencillamente, ridículo. En este sentido podemos decir que el automóvil tiene un precedente en el carro o en el hombre prehistórico, que se trasladaba a pie de un sitio a otro. Decimos que hay prensa cuando unos hombres o empresas publican diariamente impresos, los llamados «periódicos»: una colección volandera de hojas que se reparten profusamente y en las que se acumulan con carácter misceláneo y atención universal toda clase de asuntos, noticias nacionales y extranjeras, políticas, deportivas o económicas, etc.
Para que este hecho se dé realmente con todo su alcance social han sido precisas una serie de previas condiciones históricas: técnicas, como el progreso en el arte de imprimir y la sustitución de la máquina plana por la rotativa, que permite una rapidísima impresión de miles y millones de ejemplares, junto con unas técnicas secundarias de transportes, distribución y organización; económicas, otras, como la empresa moderna, con su organización financiera y su organización de producción o propiamente económica: es lo que permite la reunión del capital necesario para una empresa de esta envergadura, y un rendimiento efectivo del capital empleado; sociales otras, como el interés del público por las noticias que tiene muy distintas y efectivas raíces; otras políticas, en fin, como el interés por la vida pública, la presencia en la política de la opinión pública y el consiguiente interés de los políticos profesionales por conducirla, orientarla y formarla.
El hecho actual de la prensa se presenta, por lo tanto, con un carácter muy complejo, por su misma naturaleza. Más aún por sus manifestaciones.
El hombre moderno se ve obligado a hacerse cuestión de muchas cosas que no entiende y a las que, sin embargo, no puede permanecer totalmente ajeno. Hay algunas cosas que caen dentro de la órbita de la experiencia personal, de su visión física inmediata. La mayor parte, no. Así, en los juicios de los hombres públicos, en el enfoque de las situaciones políticas, en su información de los países extranjeros, en las noticias elementales y más importantes de la literatura y el arte, el hombre medio —que no lee libros, y si los lee no está formado con criterio propio para juzgar— depende de lo que le digan los periódicos: consciente y directamente en algunos casos, cuando por adscripción intelectual política o religiosa al grupo que el periódico representa, acepta, a priori sus ideas; involuntariamente, cuando, sin quererlo, pero a fuerza de no tener otra fuente de información que su periódico, las ideas y el espíritu de este van penetrando en él.
Con esto se produce el hecho de la enorme influencia social de la prensa, porque los periódicos son los que extienden las patentes de prestigio y de honestidad, y los que sellan en la frente a los personajes con el estigma imborrable del mal. Muy pocos y cada cual en cierta clase de materias tan solo puede tener un conocimiento, no ya directo, sino técnico o científico, a través de los libros o las explicaciones personales de un técnico. Todo lo demás lo sabemos por los periódicos, y así puede darse el caso monstruoso de un país en el que toda la prensa depende del Gobierno de una manera tan directa y exclusiva como la Unión Soviética, en el que está conseguido el más perfecto aislamiento que nunca se ha conseguido en la historia, y comprenderán fácilmente por qué la actual generación joven rusa no tiene más remedio que ser decididamente comunista, materialista y antioccidental.
Si se calcula, como suele hacerse en Inglaterra, que cada ejemplar de un periódico tiene tres lectores, un solo semanario británico, el News of the World, es leído cada domingo por 22 millones y medio de personas, y un solo diario londinense, el Daily Express, de lord Beaverbrook, tendrá más de los 11 millones de lectores, una cifra superior a la población de Londres: o sea que de cada cuatro ingleses, uno lee el popular periódico del viejo Aitken, y uno casi de cada uno de los otros tres británicos es demasiado joven para leer ningún periódico.
En menores proporciones ocurre lo mismo en casi todos los países, si bien en España, por el inferior nivel cultural del país, el número de ejemplares diarios por habitante es mucho menor, y al lado de los 15 millones de ejemplares que entre los 34 periódicos de la mañana inglesa se tiran a diario, en España no llegamos, de seguro, a los 2 millones, una cifra en proporción con nuestra población, solo comparable en el mundo occidental al índice portugués, e inferior al francés y al italiano.
LOS TÓPICOS Y LA OPINIÓN

Este trabajo fue dado a conocer por su autor en una conferencia pronunciada en el Ateneo de Madrid el día 9 de abril de 1956, dentro del ciclo de lecciones sobre escritores-periodistas y publicado posteriormente como un folleto con los siguientes datos: Antonio Fontán, Los tópicos y la opinión, Madrid, Ateneo de Madrid-Editora Nacional, Colección O crece o muere, 1956.

Misión del escritor
Los que escribimos para el público pertenecemos a un linaje ilustre y muy antiguo. Somos los epígonos —los descendientes—, o mejor aún, los diádocos —sucesores— de una profesión milenaria. Porque ser sucesor entraña una condición más ardua que la del simple descendiente. Quiere decir que con la vida del oficio libremente elegido hemos recibido un patrimonio secular, y, somos, por lo tanto, responsables de la conservación y el acrecentamiento de los bienes de la estirpe.
Ahora se nos dice periodistas y escritores.
Larra, igual que Balmes, nos llamaba escritores públicos. Antes éramos autores. Nuestros antepasados romanos eran rerum scriptores, oratores o poetas. A los primeros del linaje, a nuestros «padres fundadores», les dieron el nombre de «poetas», una palabra griega que significa precisamente eso: el que hace o el que crea. Hemos sido siempre hermeneutas o intérpretes y nuestro lugar ha estado entre los hombres de una parte y los hechos de otra. De modo que hemos ido conduciendo de la mano —como el pedagogo a los niños— a los hombres por la historia.
En nuestra genealogía se hallan nombres de todos los colores y de los signos más diversos. Podría seguirse el camino de la humanidad —el de nuestra humanidad occidental, al menos— por las páginas de los libros y papeles que en los siglos se han escrito. De hecho no hay otra manera de seguirlo. Cuando calla el testimonio de la palabra escrita y no hay más voz que los restos de otra clase, calla también la historia de los hombres. Estamos en la prehistoria; en un reino mudo, oscuro y nebuloso. En el dominio de lo cósmico.
Nuestra condición de intérpretes nos coloca en la postura de un diálogo total y permanente: hemos de hablar y ver, escuchar y traducir constantemente. Porque sin el esclarecimiento que aporta nuestra voz, los hechos enmudecen y los hombres, ocupados en mil cosas, no se entienden. Tenemos un deber de claridad y de sinceridad al mismo tiempo. Porque la historia es siempre irreversible y, en definitiva, lo que nosotros digamos o escribamos ha de ser el báculo en que apoyarán su vacilante caminar todos los hombres.
Hay en nuestro oficio una inmensa variedad de menesteres: hay poetas y filósofos, historiadores y escritores de política, hombres de ciencia y de derecho, y este último y más modesto grado de la escala que formamos los escritores de periódico, la gente de a pie, la infantería del ejército de las letras.
Es preciso que haya entre nosotros jerarquía y que todos seamos fieles a nuestra concreta condición particular en el oficio. Y que los filósofos hagan filosofía; los historiadores, historia; los científicos, ciencia, y los poetas, versos, dramas o novelas. Y que nosotros, los escritores de periódico, estemos en nuestro puesto: atentos a los filósofos, historiadores y poetas, atentos a los sucesos que ocurren aquí y en otras partes, atentos a todo lo que llamamos —con notoria impropiedad— actualidad. Y atentos —es muy importante— a los centenares de miles de personas que van a conocer todo eso por el intermedio de nuestra voz y nuestra pluma. Del mismo modo que hemos de ser también la voz de los lectores: intérpretes de sus cuidados, de sus inquietudes y sus necesidades; fieles a nuestra misión intermediaria de clasificar aspiraciones y juicios, ordenar opiniones e ideas con una permanente voluntad de vigilancia y de servicio. Para ellos somos nosotros como el orator que acompañaba a las clásicas embajadas de las épocas antiguas.
Colocado en esta posición el escritor público encuentra por delante una tarea penosa y dura. Pero no es otra —no nos engañemos— su condición esencial. Cuando lo olvida y presta el concurso de su pluma, presa del miedo, de la comodidad o del soborno, a los bajos menesteres de la adulación y del halago, es ya moralmente un desertor. Sería mejor que su voz callara para siempre, porque el silencio no se oye y no puede turbar, por consiguiente, la paz de las conciencias y la paz de las repúblicas.
Ejemplos ilustres
Este exordio tiene por objeto centrar con más exactitud el tema de mis palabras de esta tarde. Porque quería considerarlo desde las dos vertientes que hemos señalado en el oficio de escritor. Siempre cara al público, como esas populares emisiones de la radio, unas veces para hablar y otras para oír. Y siempre, en todo caso, para traducir e interpretar.
El escritor puede recibir los tópicos y la opinión de labios de su público, pero también es al mismo tiempo el escritor quien los ha creado, o les dio forma, o les ha prestado difusión con el poderoso altavoz que los medios modernos de las comunicaciones y la transmisión han puesto entre sus manos.
Hace unos meses, en esta misma casa, José María Pemán cumplía esta misión de claridad. Él había elegido el tema concreto de los juegos de palabras producidos en torno a la figura de Menéndez y Pelayo. Al hilo de su palabra se iban uno tras otro deshaciendo como castillo de naipes o pompas de jabón. Pero al oírle, yo pensaba que si Pemán había de andar manoteando para reventar las pompas de jabón, es porque antes otros escritores las habían lanzado al aire hasta asfixiar la atmósfera. Pemán, de esta manera, limpiaba un ambiente y daba brillo y esplendor a este oficio de los escritores públicos. Si la revolución se ha abierto paso muchas veces en la historia y las masas se han dejado arrastrar por sus eslóganes es, desde luego, porque primero en unas cuantas mentes se habían turbado las ideas. Pero, después y sobre todo, porque otras plumas y otras veces hicieron de estas ideas envenenadas patrimonio común y las convirtieron en eslóganes.
Hay en la Historia de nuestro siglo xix un caso extraordinario de ejemplar fidelidad a la misión del escritor público, creador y constructivo, firme como una roca e incansable como ella, en medio de la marea hostil, creciente, abrumadora, de la legión de sus adversarios. Me refiero a Jaime Balmes, a quien todavía no se ha hecho la justicia universal que objetivamente merece. Todos conocen El criterio y saben, más o menos, que su autor fue un curita joven que escribió filosofía. Pero al mismo tiempo Balmes —en sus innumerables artículos políticos, escritos deprisa y con ingenio al paso de los días— fue un intérprete ejemplar para el diálogo entre los hombres y los hechos. Sabía oír y sabía ver, y nunca doblegó su pluma en el servicio de una causa menos noble. Incansable y sereno en la polémica cuando el estado de las cosas, la confusión o los errores de sus adversarios la exigían. Claro siempre y rectilíneo, Balmes supo esclarecer la opinión y conducirla, interpretar los tópicos sin rehuirlos por miedo o por desdén. Un día tal vez podrá decirse, cuando las cosas hayan sido estudiadas suficientemente, cómo Balmes fue el freno más sólido, seguro y eficaz frente a los avances, a mediados del siglo xix, de la confusión de las ideas y de la revolución política. Sus grandes cualidades para ello fueron la claridad, la firmeza y la prudencia. Tres virtudes ejemplares que debían ser colocadas en el prontuario ético de todos los escritores públicos como las tres normas principales o supremas de su conducta o de su pluma.
El otro ejemplo más reciente fue Maeztu, a quien Vicente Marrero ha consagrado el esfuerzo de un libro indispensable y valiosísimo, del que con verdad podría decirse que es el más importante para España, de los que se han publicado en 1955.11 Maeztu, como Balmes, supo hacer norma de conducta de la más estricta fidelidad a los deberes de su oficio. Cuando se busquen modelos o maestros para nuestros jóvenes escritores de periódicos, esos dos nombres deberían ocupar un lugar de preeminencia. Dentro de la línea ideológica y política que los periodistas españoles de hoy hemos de seguir, si se aspira como meta a la lealtad y a servir la continuidad histórica de nuestra patria, no es posible hallar (en estos dos últimos siglos) unos ejemplos más altos.
Maeztu fue un gigantesco luchador, como lo había sido Jaime Balmes en la aparentemente apagada modestia de su cara de niño y sus hábitos de clérigo. Ambos fueron deshaciendo entuertos sin miedos a la izquierda ni miedos a la derecha. Supieron descifrar innumerables veces, en lo que parecía la temible y poderosa agitación de los brazos de un gigante, los molinos de viento de la fábula. Y como eran cuerdos no saltaron por el aire como don Quijote, y lograron destruir todos los encantamientos.
Pero detallaré mi propósito sobre la opinión y de los tópicos, no tanto para hacer historia ni para una disertación abstracta o académica, sino más bien para ejemplificar en torno a ellos la misión y los deberes del que escribe para el público. Porque los unos y la otra son un terreno resbaladizo y cotidiano en el que es fácil caer sin darnos cuenta. Y esto no es lo malo si antes hemos sabido examinarlos y detectar sus lazos. Lo malo es cuando nos cazan sin saberlo, y cuando los tópicos o la opinión de que hemos sido intérpretes o difusores carecen de verdadero fundamento y nosotros lo ignorábamos.
Es preciso, por lo tanto, fijar, al examinarlos, los ...

Índice

  1. Portada
  2. Prólogo. Antonio Fontán, precursor de la Ciencia del Periodismo
  3. Nota introductoria
  4. PRESENTACIÓN DE ANTONIO FONTÁN
  5. LA PRENSA Y LA MISIÓN DEL PERIODISTA
  6. EL DIARIO MADRID Y MI EXPERIENCIA COMO DIRECTOR
  7. LA TRANSICIÓN: DE LA LEY DE PRENSA A LA LIBERTAD
  8. PRENSA, RADIO, TELEVISIÓN. HOY Y MAÑANA DE LOS TRES GRANDES MEDIOS
  9. ALGUNAS NOTICIAS SOBRE ANTONIO FONTÁN
  10. Relación de artículos citados por orden alfabético de autores
  11. ÍNDICE DE ARTÍCULOS DE ANTONIO FONTÁN