Otras sílabas sobre Gonzálo Rojas
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Otras sílabas sobre Gonzálo Rojas

  1. 172 páginas
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Otras sílabas sobre Gonzálo Rojas

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Fabienne Bradu explora la obra del poeta chileno Gonzalo Rojas con una estrategia crítica capaz de ofrecer una verdadera cercanía al poeta y su pensamiento en la lectura de su poesía. Con una intimidad intelectual difícil de superar, Bradu vislumbra la tierra natal, el amor y el exilio de este "místico turbulento", uno de los mayores poetas de nuestra lengua.

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Información

Año
2015
ISBN
9786071628657

[…] vi la circulación de mi sangre… vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo.
JORGE LUIS BORGES, El Aleph
EN UNA ENTRADA DEL CEMENTERIO de Lebu —no la principal, por supuesto, sino una esquinada que mira al río— hay un árbol cuyo nombre nadie conoce. Es verdad que Lebu no es un destino privilegiado por los doctos botanistas. Tal vez el árbol tenga nombre, pero lo cierto es que allí nadie lo conoce. Custodia la entrada al reino de los muertos y es el protagonista de una “Fábula moderna” en las páginas finales de La miseria del hombre.
Sus raíces brotan como cadenas enmarañadas, un verdadero vómito de venas de lava. No despuntan, no apuntan a las alturas como las de cualquier árbol presuroso en erguirse, sino que toman el retorcido recorrido de una paralela a la tierra. El tronco se demora en alzarse como si anduviera tanteando el aire, husmeando el humus de donde emerge, y le regocijara o le doliera revolcarse con las tinieblas. Sus mil años subterráneos los prolonga un poco más a la vista de todos, por puro juego o descaro. De repente, pero no tan de repente, alza su madera gracias a la fuerza muscular de las primeras ramas. En el tramo donde aún corren paralelas a la tierra, en el momento en que parecen aspirar a la verticalidad, las ramas ostentan lomos que son músculos y, a ratos, semejan penes erectos con un surco abombado que atestigua la potencia viril del árbol. Luego comienza el baile de las arterias: giros y volutas, codos y recovecos; en corto, un entramado que desdibuja toda idea de principio y de fin. Lo que las ramas borran con su movimiento pesadillesco es la idea de un desarrollo: difícil seguir la individualidad de cada rama, saber dónde comienza una y sigue la otra, distinguir a la anterior de la próxima. Hacia lo alto, las ramas tejen un tramado más sutil y perturbador. Vistas desde abajo, son las raíces del árbol que rematan en un follaje brillante y casi translúcido. Entre las hojas parpadea el sol y nada se oye al abrigo de la copa. El viento, que es el sello mayor de Lebu, se aquieta al amparo del árbol. Un semblante de silencio se cobija bajo su protección.
Todo es cosa de hundirse,
de caer hacia el fondo, como un árbol
parado en sus raíces, que cae, y nunca cesa
de caer hacia el fondo.1
A la distancia, la silueta del árbol pierde complejidad, pero un caballo aparece sobre el tronco como si subiera del abismo o bajara un despeñadero, según se quiera ver lo Alto y lo Bajo, y frenara la caída con las patas delanteras, tiesas como palos, con “las dos patas delanteras / sangrando fuera de / órbita”.2
El enredo de las ramas evoca una noche mental, las circunvoluciones de un cerebro cautivo en sus indescifrables conexiones, un fondo de cerebro, un posible mapa de la locura, senderos de alma que no condujeran a ninguna parte. Es un raro movimiento inmovilizado en una musculatura de madera; una fuerza oscura que pugna por salir a la superficie, pero que sin cesar regresa a una fosa de incomprensión. Las hojas se antojan anodinas en comparación con la potencia de la savia que retuerce al Árbol.
En el Jardín del Edén, los dos árboles del Bien y del Mal son el mismo árbol en dos direcciones: el que va de la unidad a lo múltiple y el que va de lo múltiple a la unidad: el árbol de la vida eterna. El Árbol de Lebu representa las dos direcciones al mismo tiempo, según lo quiera mirar el ojo de la imaginación.
Aunque contenga todos los símbolos de un arquetipo universal —el árbol ligado de los chinos, figura de la unión del yin y del yang; el Ashvattha de los indios, manifestación de la hierofanía; el árbol de la vida del paraíso; el árbol invertido del Bhagavad Gita o de Platón, para sólo mencionar a algunos—, aunque sea todos estos árboles y sus símbolos reunidos, el Árbol de Lebu se distingue de los demás “que lloran su esclavitud en el paisaje”, porque es distinto y no tiene nombre.
Este Árbol no es un Árbol, les dice. No da flores ni frutos.
Este Árbol es un animal sanguinario
que no existe en el aire ni en la tierra.
Es un error visual, causado por el miedo de la noche.3
Esto es lo que afirma la Vaca Racional de la fábula, y esto es lo que el poeta replica:
Pero el Árbol existe. Trabaja para todos. Los alimenta a todos.
Es capaz de morirse cada día por salvar a los otros de la muerte.
Por darle aire a los muertos, es capaz de vestirse de locura.4
El Árbol existe. Está allí, a la entrada del cementerio de Lebu, pero no existe si se pretendiera tomarlo al pie de su sola letra. Su rareza, su intrínseca diferencia, surge de la tensión entre su existencia real y hasta ordinaria, y su inexistencia literal. El Árbol de Lebu podría ser el mundo, un presumible trazo del mundo; podría ser la vida, el inexplicable movimiento arterial de la vida; podría ser el poeta Gonzalo Rojas y todos los hombres por nacer; podría ser una calca original sobre la cual se superpondría el dibujo de todas las cosas. Es la figura que nada dibuja y no puede nombrarse. Es una aproximación al enigma, que no se asemeja a nada conocido y, no obstante, parece cifrarlo todo. “[…] ¡ninguno / supo lo que el Cristo / dibujó esa vez en la arena! […]”, asegura Gonzalo Rojas en “Concierto”.5 Podría ser que el trazo de Cristo sobre el polvo fuera el nudo sin principio ni fin que, sin saberlo, rehace el Árbol de Lebu a la vista de todos.
Todos los hombres sin excepción, por un instante, hemos entrevisto la experiencia de la separación y de la reunión, escribe Octavio Paz […], la tarde en que vimos el árbol aquel en medio del campo y adivinamos, aunque ya no lo recordemos, qué decían las hojas, la vibración del cielo, la reverberación del muro blanco golpeado por la luz última.
También William Blake afirma:
Los Dioses de la tierra y el mar
Trataron de encontrar a través de Naturaleza este Árbol;
Pero su búsqueda fue completamente en vano:
Crece uno en el Cerebro Humano.
De la experiencia y la imaginación, entre la realidad y sus múltiples nombres, crece el Árbol de Lebu.
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Raro parece decir también ese querer lo imposible hasta el límite, esa aceptación de ser odiado antes que ser normal.6
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Uno de los primeros poemas de Gonzalo Rojas, rescatado del inédito Cuaderno secreto, es “Viendo bailar el aire” (1937). Arranca con una interpelación y una pregunta:
Loco, Tao:
¿quiere decir que está en movimiento?
Entre raro y loco, un parentesco sonoro se forma en los círculos de las oes: expresión del movimiento y, a un tiempo, abismo en el que se despeña el misterio. El sonido gira pero también rebota, como si cayera en profundidades sin fondo, sin fin, “lejos”, y de allí regresara: “¿quiere decir que retorna?” Sugiere el movimiento y una dirección que no apunta únicamente hacia delante, pero tampoco hacia atrás. No alcanza exactamente el mismo punto hacia delante o hacia atrás. La O muerde su cola que no es su cabeza.
El Tao que el taoísmo conoce y del que su arte se ocupa es una red sin costuras de movimiento y cambio ininterrumpidos, una red llena de ondulaciones, olas, vibraciones y ondas estacionarias, transitorias como las de un río.
Así cierra el poema “Viendo bailar el aire”:
Efímero,
imago inmóvil: todo ef...

Índice

  1. Portada
  2. Preámbulo
  3. Otras sílabas sobre Gonzalo Rojas