Sueños, memorias y asociaciones
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Sueños, memorias y asociaciones

A cien años de "la interpretción de los sueños"

  1. 142 páginas
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Sueños, memorias y asociaciones

A cien años de "la interpretción de los sueños"

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Como homenaje a los cien años del clásico de Freud, Teresa del Conde publica precisamente sus sueños, memorias y asociaciones. Nos muestra su inconsciente para dejarnos ver que en sus sueños se despliega toda una secuencia involuntaria de vida. Importante aportación a la literatura onírica, al tiempo que nos invita a detenernos un momento para escuchar, observar y pensar a partir de los sueños de ella y también de los nuestros.

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Información

Año
2014
ISBN
9786071622648

SUEÑOS

CONOZCO EL LUGAR, PERO SÓLO EN SUEÑOS
(SÍNTESIS DE SUEÑOS RECURRENTES)
MARZO-MAYO DE 1998
Tengo un sueño recurrente. Se trata de cierto barrio ubicado en una ciudad en la que se supone que he estado varias veces y el pensamiento del sueño consiste en que no puedo recordar bien de qué ciudad se trata, salvo que sé que es una ciudad mexicana. La primera vez que soñé eso, los escenarios fueron tan reales que en el curso de varios días no me parecía posible distinguir si se trataba de un recuerdo muy vívido que me estaba asediando o de un sueño. En estado de vigilia me puse a pensar cuándo pude haber estado en esa zona que tanto me interesó y a qué sitio correspondía. Parecerá increíble, pero el recuerdo de la ciudad me asaltó en varias ocasiones y tenía la certeza de que se trataba de una reminiscencia antigua, de que el sitio realmente existía, ¿cuál podría ser? Sólo al sucederse otros sueños algo similares caí en cuenta de que he estado allí varias veces, pero nunca en vigilia ni en la realidad, sólo “virtualmente” conozco los lugares. No hay sitio en ciudad alguna que corresponda al que soñé.
El sueño más reciente que he tenido sobre este asunto se inicia con el intento de recordar el nombre de la ciudad. Yo me encuentro cavilando y empiezan a sucederse nombres de ciudades. Aguascalientes viene como primera opción, pero yo sé que no se trata de Aguascalientes, a menos que las remodelaciones a las que fue sometida cuando la industria pesada entró allí hubiesen acabado con esas calles, si es que alguna vez existieron. Me viene entonces el pensamiento de Ciudad Valle (estado de Tamaulipas), pero tal opción presenta conflicto porque en el pensamiento del sueño lo que recuerdo es que allí se llegaba sólo por Tamazunchale, cruzando la Sierra Madre; al elucubrar eso en el sueño sobreviene la imagen de una piscina y me digo que “es un viaje que tomaría unas 10 horas o más desde la capital”. Se me ocurre Ciudad Valle porque el lugar donde se supone que he estado no debe ser tan directo por carretera y además porque siempre he deseado ir a Xilitla, el sitio donde Edward James, el excéntrico y rico aristócrata británico, dejó unas construcciones fantásticas. Digo en el sueño, mientras miro la piscina, de cantos un poco descascarados: “Si el lugar que quiero identificar estuviese cerca o fuese de fácil acceso, recordaría sin duda dónde se encuentra o a que estado corresponde”. Por eso tal vez, o por algún mecanismo represivo, el sueño quiere remitirme a regiones que no he frecuentado recientemente.
Los antecedentes son éstos: una vez, todavía niña, estuve en Ciudad Valle, tan sólo un día. Inquiero a personas que la han visitado en fecha reciente sobre su fisonomía en el pasado y sobre la que tiene ahora. No hay nada que guarde analogías con mi sueño, pero en el momento de realizar la pesquisa caigo en la cuenta de que también es posible ir a Valle pasando primero por San Luis Potosí. En esta ciudad, aburrida pero de cierta enjundia, con innumerables conventos, internados religiosos e iglesias coloniales, hay un restaurante, La Lonja, que me gusta mucho y que es famoso en todo México. Cuenta además San Luis con universidades y museos; recuerdo específicamente el Museo de Cera, donde vi la efigie de la princesa de Salm Salm arrodillada ante el coronel Palacios en el acto de pedir clemencia para que el personaje intercediera ante Benito Juárez y se salvase así la vida de Maximiliano de Habsburgo, emperador de México. Como este recuerdo es también antiguo, resulta plausible que mi sueño se refiera a San Luis y no a Ciudad Valle. En un sueño concreto la recorro a inaudita velocidad; sólo está la sensación, no aparecen imágenes en ese momento. Únicamente el restaurante La Lonja, que ya mencioné, acaba por insinuarse como un posible vínculo con aquella zona que intento identificar. Cambia la escena, voy por una calle pavimentada con baldosas. El pensamiento del sueño me dice que más cerca de la ciudad de México que San Luis Potosí está Celaya, donde he ido varias veces a visitar la iglesia de El Carmen, construida por el arquitecto del Bajío, Francisco Eduardo Tresguerras, en el siglo XIX. Pero Celaya es una población demasiado compacta como para que exista allí una calle o una manzana que yo desconozca. Puede ser entonces que se trate de León, Guanajuato. Al sobrevenir la denominación de tal posibilidad se interrumpe esa parte del sueño y sobreviene la escena del barrio que quiero revisitar. El próximo apartado se refiere a un sueño nítido, con trama, transcrito rápidamente al despertar.
LA INACCESIBILIDAD DE LA PLUMA FUENTE
31 DE MAYO DE 1998
Todas las construcciones tienen accesorias con portales recubiertos de caoba o cedro. Cada accesoria es una tienda, muy agradable, en la que se venden solamente plumas fuente, lápices, lapiceros, papel de varios tipos. Entro a uno de esos negocios. El dependiente, un hombre de cráneo redondo, de tipo pícnico, de mediana edad y calvo, está sonriendo tras el mostrador. El mueble separa radicalmente a los clientes de la mercancía. Pero no pude comprar la pluma fuente deseada, aunque se encontraba expuesta en la vitrina, porque en el momento en que ingresé ya iban a cerrar. Me hago la reflexión: “hay muchas tiendas así en esta vecindad, todas están cerrando ya, pues es de noche, pero alguno de los dependientes querrá atenderme”, y allí se acaba el sueño, con la sensación de que tengo que volver pronto a ese sitio.
Tal y como dije antes, son varias las veces que en estado de vigilia me he sorprendido pensando si realmente existe el lugar, tan nítido me parece.
Ya se entenderá que no son iguales todos los sueños que tienen como tema la localización de ese barrio en determinada ciudad que no alcanzo a identificar. Algunos difieren bastante y en algo se parecen a los road films, en cuyo caso las escenas ocurren en el automóvil o en un autobús. Casi siempre faltan unas horas para llegar al destino.
Hace una semana estuve en Oaxaca, que como todo el mundo sabe es una ciudad hermosa, hoy en día demasiado turística. Oaxaca ha sido declarada “patrimonio de la humanidad”, pero carece de papelerías o librerías atractivas, salvo las que se encuentran en los museos. El barrio comercial que busco como antecedente de mi sueño es, en cierto modo, “especializado”; podría corresponderse con algún sitio que yo he visitado aquí en mi país, pero por más que busco, valiéndome inclusive de mapas, todas las ciudades mexicanas a las que he regresado durante los últimos años, San Luis Potosí incluida, quedan descartadas, y las norteamericanas también. Recuerdo en cambio una tarde en que después de visitar el nuevo Museo de Arte Contemporáneo, en el centro de Frankfurt, fui a una calle comercial, entré a una papelería muy acogedora con el objeto de comprar regalos y adquirí tres plumas fuente muy bonitas, buenas y a bajo precio. Eran muy similares a las primeras que yo tuve cuando niña. La cosa es que ésas exactamente no existen ya en el comercio. Creo que la marca era Esterbrook. Tal recuerdo de un hecho que realmente tuvo lugar (la posesión de las plumas fuente adquiridas en Frankfurt) puede dar la clave del sueño, pero estoy segura de que tienen que existir antecedentes más efectivos. ¿Será posible que cuando yo cursaba la escuela elemental hubiera en la ciudad de México un barrio similar al de mi sueño? ¿Que en más de una ocasión, como premio, mi padre me haya llevado a un negocio específico a elegir una pluma fuente Esterbrook y que el dependiente se pareciera al hombre calvo que en la vida onírica no me proporciona esos objetos que yo deseo? A saber. Mi padre no es el dependiente (a menos que se trate de una sustitución por oposición) porque él fue un hombre bastante alto, flaco, de cabeza y rostro alargado. Sus ojos azul-gris podían ser alegres, como cuentas de vidrio, o iracundos y terribles. Todo lo contrario al dependiente pícnico de mi sueño. Del dependiente, el pensamiento del sueño sabe que es tranquilo y simpático. Ahora se me ocurre que de físico se parece un poco a Danny de Vito. Eso me lleva a vincularlo con mi suegro el Cav. R. C. (fallecido antes que mi padre, eran muy amigos entre ellos). El Cav. era calvo, de estatura menos que mediana, vientre pronunciado, afable, persona que me fue muy querida y con la que siempre —a diferencia de sus propios hijos— me comuniqué en su propia lengua: el italiano. Igual que el dependiente de la tienda, siempre usaba chaleco y corbata, además de reloj de leontina. Pero a fin de cuentas el dependiente no tiene un papel muy importante en mi sueño, salvo que resulta ser imagen paterna que no cumple con su cometido, porque yo no llego a obtener las plumas fuente.
No nada más he soñado con ese barrio, antes al contrario. Lo que resulta reiterativo en mi conducta onírica actual es soñar que estoy de viaje, por lo tanto me aparecen ciudades con frecuencia. He soñado otra ciudad en la que hay tramos que se presentaron también con suma nitidez. Es una ciudad lejana, no Guanajuato, ni siquiera Mérida, ciudad que por cierto me gusta bastante, salvo por el clima caluroso que la caracteriza. Aunque parece una dislocada ciudad latinoamericana, quizá un poco parecida a Bogotá (que conozco bien), yo sé en el sueño que no es así. Al revés de como ocurre en el caso anterior, en el que estoy segura de encontrarme en una ciudad de mi país (aunque se parezca a Frankfurt), aquí no queda explícito en qué sitio me encuentro. Desde luego no en Italia, ni en España o Francia. El sueño va como sigue.
NO SE INGRESA HOY AL PALACIO
2 DE JUNIO DE 1998
El hotel está separado del lugar al que me traslado por una calzada muy larga y recta que es de doble sentido y no ofrece vericueto alguno (eso es lo que me hace pensar en Bogotá). Desde allí no puedo ir a pie al sitio donde habitualmente asisto —se entiende que para algún trabajo cultural—, por lo tanto hay que tomar autobús. En el trayecto descubro que en realidad no es agradable esa zona: es sucia, está deteriorada; pero en cambio sé que me estoy acercando a un edificio muy bello, un palacio (en el sentido que en italiano tiene la palabra palazzo) que ya conozco, rodeado de jardines, al que se llega por calles y avenidas pobladas de negocios de lujo, camellones con plantas, señalizaciones de tráfico bien diseñadas. En cierto momento la calle se complica; asume características de vericueto o de laberinto; da varias vueltas en eje y así se llega al edificio hermoso. Éste tiene una gran escalinata de mármol flanqueada por dos leones. Mientras asciendo, veo que los jardines son exuberantes. He estado varias veces allí (según me indica el sueño) pero jamás he penetrado al interior. Sólo he llegado a la veranda y desde allí he mirado los jardines. Ahora contemplo el crepúsculo.
Trato de entrar; alguien que trae un gafete me lo impide. Le ruego en todos los tonos que me lo permita: “he estado varias veces ya, y nunca he podido ingresar”. El individuo se muestra inflexible. Desisto. Me prometo: la próxima vez llegaré más temprano, al cabo que ya sé el camino. ¿Se necesitará un permiso especial? Con esa pregunta se termina el sueño.
Alguna vinculación hay con el sueño anteriormente relatado, pues resulta que en ninguno de los dos casos obtengo lo que quiero: ni me venden las plumas fuente, ni puedo penetrar al interior. He llegado demasiado tarde a esos sitios.
En una carta escrita hace poco, le comenté este sueño a sir Ernst H. Gombrich, con quien sobre todo en años anteriores he sostenido correspondencia bastante nutrida, toda vez que nos conocemos personalmente, lo considero mi maestro, lo admiro profundamente y he estado en su casa en Briardale Gardens (Londres) en varias ocasiones. Ahora está un poco deprimido porque, debido a achaques de la edad, ya no puede viajar tanto como antes ni llevar la vida plena de actividades que le era propia, pero su lucidez es absoluta.
Por primera vez recibo como respuesta una carta suya que no es manuscrita ni se corresponde con esos sobres azules timbrados que tanto placer me producían desde antes de abrirlos. El sobre es blanco, membretado, y la carta está escrita en computadora, instrumento que no es de su predilección, o al menos no lo es para llevar su correspondencia. Me dice: “I liked your account of your dream... To my surprise I dream more about art-historical topics than I expected, including very detailed dreams of nineteenthcentury buildings in strange towns”.[*]
Es natural, su infancia transcurrió en una Viena que veía las modificaciones contemporáneas, como el Ringstrasse, pero que era básicamente una ciudad decimonónica en la que existían además notables edificios barrocos. Me confirma Gombrich en mi propia idea. Los sueños son en buena medida “imágenes mentales”; pero posiblemente quienes usamos la vista continuamente como instrumento de trabajo, no sólo para orientarnos en el espacio, sino para clasificar, observar y recordar cosas que han sido hechas por la mano del hombre, producimos más imágenes visuales en los sueños que, por ejemplo, los músicos. Ellos soñarán sonidos, incluso frases melódicas capaces de dar pauta al esquema primero de una sinfonía. Los empresarios soñarán quizá con números (la bolsa de valores posiblemente). Y así... según las profesiones.
No sólo eso, los sueños, como todo en esta vida (ya lo dije antes), tienen carácter histórico. “Freud no era historiador, pero sabía que la mente humana, incluyendo el inconsciente, cambia a lo largo del tiempo”, asevera el joven historiador mexicano Boris Berenzon en un libro de reciente aparición. Ahora el maestro sir Ernst H. Gombrich sueña edificios del siglo XIX, y yo sueño sitios en ciudades no muy identificables. Ambas situaciones son arquetípicas, pero me sorprende comprobar que en la actualidad sueño algo menos con mi casa familiar en San Ángel, vecina del convento carmelita del siglo XVII, donde transcurrió toda mi infancia y mi adolescencia. Antes, cualquier escenario onírico en algún momento me situaba en aquella casa, en la recámara de mi abuela, ante algún grabado que vi prácticamente desde que nací, o mirándome en una luna grande que permitía el reflejo de cuerpo entero. Ahora sigo soñando escenas que tienen lugar allí, pero en menor medida. Como ya dije, desde hace más de nueve años trabajo en un museo; no se trata de uno de esos sitios enciclopédicos como el Museo de sir John Sloane en Londres, capaz de producir pesadillas, sino de un edificio muy aireado, redondo como una amiba, ubicado en un precioso jardín ecológico que al mismo tiempo funciona como espacio escultórico. Mi sitio de trabajo es bonito, pero conflictivo. Tengo una relación ambigua con él.
LA BOLSA PERDIDA EN EL MUSEO
9 DE JULIO DE 1998
Tomo un vehículo parecido pero no igual a la camioneta Combie en la que me voy todos los días al Museo de Arte Moderno, del que estoy a cargo desde 1990. El chofer no es el siempre confiable señor Gaudencio Zárate, sino un individuo mucho más joven, probablemente un universitario, que es mitad amigo y mitad enemigo. Posteriormente lo asocio con el pintor y crítico de arte J., pero no dentro del sueño. El sujeto joven va al volante, yo voy atrás con una criatura, una niñita de la edad de mi nieta (tres años), sólo que se trata de una de mis tres hijas o de las tres fundidas en una. Durante el recorrido alguien se mete a la cajuela, es una persona amigable, de pelo enmarañado, no identificable de momento. Temo que quien guía el auto se disguste por la intromisión, pero de todos modos la presencia de este ser me parece positiva. Me pregunto si tendría que pagarle algo al conductor por transportar al entrometido individuo; en todo caso, el tripulante se sitúa en el asiento delantero, al lado del que guía el vehículo. Más tarde identifico al tripulante, que en el sueño transgrede la usanza común de entrar a un vehículo cualquiera, con Manuel, curador del museo, pero él, cuya función resulta ser “protectora”, no vuelve a aparecer en escena.
Estoy ya en las oficinas del museo, que ocupan un sotosuelo. No se parecen en nada a las de mi centro de trabajo, o sea a las del Museo de Arte Moderno, que se encuentra enclavado en el bosque de Chapultepec y al que se accede por el Paseo de la Reforma, la más “elegante” de las avenidas en la capital de mi país. Las oficinas por las que deambulo tienen un cierto aire de sanatorio, pero de un sanatorio destartalado; puede tratarse de un hospital psiquiátrico, pero no estoy del todo segura. Hago un recorrido, las imágenes son sumamente vagas. Después pienso que ya debo retirarme, pero no puedo encontrar mi bolsa de mano. En este momento las imágenes se tornan muy nítidas. Me dirijo a una oficinista que no sabe quien soy. Le digo: “Soy la directora del museo”; ella sonríe, me acompaña sin mucha eficiencia ni ganas a recorrer los sitios donde he estado con objeto de que encuentre la bolsa. Me digo que allí, en el museo que dirijo, nadie puede robármela, pero el hecho es que no aparece. Le describo la bolsa a otra persona exactamente con estas palabras: es rectangular, flexible, de color oscuro (es la misma bolsa que he venido usando). Alguien me indica que puede estar en la primera oficina de ...

Índice

  1. Portada
  2. Presentación, Héctor Pérez Rincón
  3. Advertencia
  4. Prólogo
  5. Sueños
  6. Índice