Vida de Goethe
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Vida de Goethe

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Vida de Goethe

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Información del libro

En esta obra, Alfonso Reyes explora diversas facetas del novelista alemán que articularon en buena medida su pensamiento. Es la apasionada cercanía de Reyes con la obra de Goethe la que toma la pluma para la elaboración de este texto y establece nuevos lazos con los lectores modernos.

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Información

Año
2019
ISBN
9786071659590
Categoría
Literature
Categoría
Literary Essays

Goethe, hombre de ciencia

•

I

Por suerte, Goethe no se queda en aquella concepción mágica del conocimiento que lo fascinó en sus primeros años y que se traduce en el primer Fausto. No tarda en percatarse de que la inspiración genial no es la única fuente del saber, sino que “la razón y la ciencia”, como lo proclamaba ya ‘Mefistófeles’, son “el más alto poder concedido al hombre”. En el fondo, siempre lo había sabido de cierta manera vaga y confusa. Ya desde sus años de universitario había sentido la atracción de la ciencia. En Leipzig, y sobre todo en Estrasburgo, sigue con interés los cursos científicos y, en particular, frecuenta el aula de anatomía. Con pretexto de sus estudios de magia, se acerca a la química. Más tarde, de regreso en Fráncfort, se asocia a las tareas fisonómicas de Lavater, y de aquí, se aficiona a la osteología. Conforme adelanta, va consagrando un tiempo mayor a los estudios iniciados en orden disperso, con recursos improvisados y con la veleidad propia del “diletante”.
Pero debemos advertir, ante todo, que, al acercarse a la ciencia positiva, Goethe se dejó de lado la ciencia exacta por excelencia, la matemática.
Goethe reconoció siempre con toda franqueza la deficiencia de su cultura matemática, y lo mismo comprueba el testimonio de sus amigos de la vejez, Eckermann, Riemer o el canciller Müller. Soret lo declara en estos términos, en la noticia que consagró a Goethe poco después de su fallecimiento:
Goethe había estudiado matemáticas, pero no al punto de poder aplicar los cálculos superiores a sus propias teorías, o de apreciar esas fórmulas elegantes, esas ingeniosas combinaciones mediante las cuales se encadenan los fenómenos, previstos por decirlo así de antemano, con tal precisión que el punto de partida acaba por considerarse como artículo de fe que no es lícito revocar a duda.
Confesada por el propio poeta, y corroborada por sus amigos, esta deficiencia en la cultura matemática, no vale la pena detenerse demasiado en los intentos de algún apologista, como Chamberlain, que se empeña en atribuir a Goethe una aptitud matemática ideal. Goethe no desdeña precisamente esta ciencia, y aun protesta de quienes así se lo figuran. Al contrario, ve en la matemática “uno de los órganos más maravillosos de la mente humana”. Concede sin ambages que debe exigirse el saber matemático en quien pretenda dominar las ciencias naturales en toda su extensión; y añade que, en ciertas regiones, la ciencia de las conmensuraciones es preponderante. En otra ocasión, proclama muy alto la excelencia del método matemático, ejemplo de “nitidez y prudencia”, y cuyas demostraciones —en que él ve más bien “exposiciones y recapitulaciones”— le parecen ser “descripciones compendiosas donde se percibe cómo la conexión estatuida ha sido comprobada ya en todos los elementos simples que la integran y en la serie entera de sus encadenamientos; que se la ha abrazado en su conjunto y se la ha encontrado exacta e irrefutable en todas sus condiciones”. Pero se niega rotundamente a conceder a la matemática aquella supremacía universal que piden para ella algunos de sus devotos.
Desde luego, advierte que, por exacto y legítimo que sea el pensar matemático, su método para en la mera comprobación de identidades.
Las matemáticas —explica al canciller Müller el 18 de junio de 1826— han usurpado la reputación de conducirnos a conclusiones infalibles. Toda su certeza se reduce a simple identidad. Dos por dos no son cuatro, sino dos veces dos, a lo que llamamos cuatro para abreviar. Pero ese cuatro no representa ninguna novedad. Y así continúan las matemáticas la serie de sus deducciones. Sólo que, en las fórmulas superiores, se pierde de vista el carácter de la identidad. Los pitagóricos y los platónicos se figuraban descifrar en los números Dios sabe qué prodigios, aun la religión. Pero a Dios hay que buscarlo en otra parte.
Advierte, además, Goethe, que el matemático no reina sino en un dominio muy limitado, que es el “de la cantidad, de aquello que puede determinarse por número y medida y, en cierto modo, cuanto hay de exterioridad en el universo”. Pero advierte que no todo puede reducirse a diferencias cuantitativas. “Hay —declara— muchas cosas ciertas y verdaderas que escapan a la cuenta, así como hay también muchas que no se dejan reducir a experiencias positivas.” Y explica a Eckermann, el 20 de diciembre de 1826:
Reverencio la matemática como la cosa más sublime, mientras se la emplee a propósito; pero no puedo aprobar el que se incurra en el abuso de querer aplicarla fuera de su dominio, donde lo único que se hace es ridiculizar a esta noble ciencia. ¡Como si sólo existiera lo que puede demostrarse matemáticamente! ¿No sería un loco de atar quien pusiese en duda el amor de su hermosa porque ella no puede probárselo matemáticamente? ¡La dote sí que cae en el cálculo matemático, pero no el amor! No son por cierto los matemáticos quienes han descubierto la metamorfosis de las plantas: soy yo quien ha definido la teoría, y los matemáticos han debido inclinarse.
No todo es reducible, pues, a la cantidad. Goethe afirma expresamente: “Si consideramos este universo según las facultades que para ello nos han sido otorgadas, con la totalidad de nuestro espíritu y nuestras fuerzas, reconoceremos que la cantidad y la calidad deben entenderse como los dos polos de toda existencia que se manifiesta”. Ahora bien, la tendencia constante del matemático es el extralimitarse más allá de su incumbencia, al dar a sus fórmulas una extensión abusiva, “el querer incluir en lo calculable y conmensurable lo que no puede medirse”. Entonces su empeño es ya discutible y hasta nefasto. “Todo le parece palpable, asible, mecánico —dice Goethe—, y aun se hace sospechoso de ateísmo secreto, por cuanto se figura asir, junto a lo demás, aquel Ser entre todos inconmensurable que llamamos Dios, cuya existencia separada y eminente parece así poner en duda.”
De aquí que Goethe rechace también la pretensión de los matemáticos a gobernar la física. No es que niegue los inmensos servicios que la matemática presta a las ciencias físicas. Pero está convencido de que uno y otro reino son diferentes y que conviene que así se mantengan.
Es fuerza —dice— representarse la física y la matemática como cosas separadas. La física debe guardar su completa independencia y, con amor, con respetuosa piedad, aplicarse a penetrar en la naturaleza y en la vida oculta, sin preocuparse para nada de lo que está haciendo por su lado la matemática. Ésta, a su vez, debe proclamarse independiente de toda realidad exterior, continuar su grandiosa marcha espiritual y desarrollarse según sus medios propios con toda esa pureza que sería imposible si se continúa, como hoy se hace, apoyándola el dato real y queriendo sacar de ella o introducir en ella cosas concretas.
Extraño a las especulaciones de la matemática pura, respeta, pues, su dominio indiscutible, y sólo duda en el campo intermedio de las aplicaciones matemáticas, y sin remedio duda más de lo que hubiera convenido a sus propios estudios. Pero él es esencialmente un naturalista, o como él dice, un físico dado a conocer el mundo a través de los sentidos y, en particular, de los ojos, ya por la observación, ya —algo nuevo— por el experimento. Y así espera descifrar el libro de la naturaleza.
Pronto sintió que la naturaleza solicitaba su atención, no sólo por lúcida y fría curiosidad de “cientista”, sino también por impulso cordial muy semejante al amor. Es decir, que estudia la naturaleza y también la ama. Ya desde muy tierno experimenta esta fervorosa inclinación como la de un hijo para su madre, y se recrea en descubrir las mil afinidades que lo atan a ella. Su actitud ante la naturaleza es a la vez receptiva y activa. Se sumerge en la contemplación del espectáculo insondable y abre su alma al choque y caricia de las influencias exteriores; pero, a la vez, transforma el espectáculo a su imagen y semejanza, le presta un alma capaz de vibrar al unísono con el pulso de su corazón. La naturaleza es una amiga predilecta que tiembla de alegría con su propio gozo, o lo consuela y alivia en sus sufrimientos. Más aún: la naturaleza es para él la imagen de Dios, del Dios vivo que alienta en el fondo de su alma. Es “una palabra que Dios acaba de pronunciar”; es “la viviente vestidura de la divinidad”. Goethe ha traído esta religión del Dios-Naturaleza de sus contactos directos e inmediatos con la naturaleza. Es una experiencia, y también un sentimiento innato. Pero también ha prestado su contribución el ambiente de su época. La divinización de la naturaleza tal como se ostenta en Rousseau es, en efecto, característica de los tiempos. El racionalismo, al someter la naturaleza a las leyes de la razón, la despejaba de su misterio, de su fisonomía personal, reduciéndola a un objeto, el objeto inexpresivo e inanimado de las ciencias naturales. Por reacción contra esta capitis diminutio de la naturaleza, los representantes del nuevo espíritu le restituyen su dignidad y su poesía, y ven en ella un inmenso ser inconsciente, una totalidad análoga a la del hombre, una existencia armoniosa, de suma sabiduría, dichosa y divina. Esta noción se engalana con la poesía de Goethe, lanza destellos en sus lieder, como el exquisito Canto de mayo, donde tan intensamente habla el amor que celebra sus nupcias primaverales, o como el himno en prosa de 1782 en que el poeta resume su grandiosa concepción de la naturaleza en aquel instante de su espíritu.
Este culto naturista, por lo demás, nunca degenera en una beata admiración del Gran Todo. Por momentos, Goethe está muy cerca del dionisismo nietzscheano, y entonces la naturaleza le aparece tan potente en la creación como en la destrucción. Así se aprecia en cierto célebre pasaje del Werther (carta del 18 de agosto), contraste entre la espléndida fecundidad de la primavera y el temible soplo aniquilador que sin cesar desbarata las criaturas y se manifiesta como un “monstruo que eternamente devora y traga”. Así se aprecia también en el Espíritu de la Tierra, a la vez sublime y espantoso, que a la vez entusiasma y aterroriza a ‘Fausto’. Igual idea, aunque en forma humorística, en el Sátiro, donde el eremita acepta con serena resignación la tranquila amoralidad de la naturaleza, el impudor del amoroso impulso que se despliega en la estación propicia, la lucha por la vida en que los seres se devoran unos a otros, y la incomprensible indiferencia con que la naturaleza destruye toda obra humana en un instante de capricho o de cólera. Todo lo ve Goethe y todo lo acepta sin protesta. Su actitud es el amor fati. Bien está que el hombre se proteja, si puede; pero que no se queje, que no se indigne. Hay que decir , hay que seguir adorando a pesar de todo.
Siempre fue ésta, en el fondo, la actitud de Goethe ante la naturaleza: una actitud de reverencia ante la energía divina. Pero conforme se aproxima a la madurez, vemos que se esfuerza por dar cabida a la razón junto al primer impulso cordial; no sólo será ya un poeta y un enamorado, sino, además, un naturalista y un hombre de ciencia. Desde su emigración a Weimar comienza seriamente a estudiar la vida del mundo orgánico. Él mismo cuenta en la Historia de mis estudios botánicos que, hasta el momento, sabía muy poco de la naturaleza. Nacido y educado en grandes ciudades, su primera cultura había sido intelectual y moral, lingüística y poética. Había aprendido a conocer la literatura y la vida social, pero no había abierto el libro de la naturaleza, salvo para admirarlo en conjunto. Sentía solamente para la naturaleza un amor filial; bullía en su alma el anhelo de penetrar en sus misterios, pero “casi nada sabía, en concreto, sobre los llamados tres reinos de la naturaleza”, y su curiosidad científica era indecisa y voluble. Sólo cuando se establece en Weimar y comienza a vivir en un ambiente semi-rural logra acercarse más a la intimidad de los misterios. Y todavía entonces, no llega a la ciencia conducido por un apetito teórico de saber, sino por las necesidades prácticas y cotidianas. Como ministro, se ve en el caso de administrar tierras y bosques del ducado, y de aquí se asoma a la botánica; se ve en el caso de restaurar la explotación minera de Ilmenau, y de aquí se asoma a la geología y a la mineralogía. Para perfeccionarse en el dibujo y en la escultura, vuelve, bajo la dirección del profesor Loder, de Jena, al estudio de la anatomía que había iniciado en la Universidad de Estrasburgo. Discute sobre el problema del color con los artistas alemanes que acompañaron sus días de Roma, y de aquí va formulando su propia teoría de los colores. La ciencia se le ofrece primeramente como un ejercicio práctico, durante sus paseos por los bosques de Weimar o sus travesías del Harz, o en sus excursiones en Bohemia, por los alrededores de Toplitz o Carlsbad, o en sus viajes a Italia y a Sicilia: recoge plantas, forma herbarios, colecciona y clasifica muestras d...

Índice

  1. Portada
  2. Introducción, por José Luis Martínez
  3. Nacimiento
  4. Los primeros pasos
  5. La mentalidad juvenil de Goethe
  6. Goethe, hombre de ciencia