El juguete rabioso
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El juguete rabioso

  1. 126 páginas
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El juguete rabioso

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Información del libro

El juguete rabioso, primra novela de Robert Arlt, que publicó, al principio, sólo los dos primeros capítulos en una revista, en 1926. En esta novela, el autor nos ilustra un retrato de él mismo: la vida de un adolescente, que en búsqueda de riquezas, se dedica a la delincuencia; el destino de inmigrantes sin raíces, marginados y viviendo en la miseria, arrinconados por su condición social.

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Información

Editorial
Editorial Cõ
Año
2020
ISBN
9786074575712
Edición
1
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

Judas Iscariote

Monti era un hombre activo y noble, excitable como un espadachín, enjuto como un hidalgo. Su penetrante mirada no desmentía la irónica sonrisa del labio fino, sombreado por sedosas hebras de bigote negro. Cuando se encolerizaba enrojecíansele los pómulos y su labio temblaba hasta el hundido mentón.
El escritorio y depósito de papel de su comercio eran tres habitaciones que alquilaba a un judío peletero, y dividido de la hedionda trastienda del hebreo por un corredor siempre lleno de chiquilines pelirrojos y mugrientos.
La primera pieza era algo así como escritorio y exposición de papel fino. Sus ventanas daban a la calle Rivadavia, y los transeúntes al pasar veían correctamente alineadas desde la vereda en una estancia de pino tea resmas de papel salmón, verde, azul y rojo, rollos de papel impermeable, veteado y duro, bloques de papel de seda y papel llamado de manteca, cubos de etiquetas con policromas flores, mazos de papel floreado, de superficie rugosa y estampados búcaros pálidos.
En el muro azulado, una estampa del golfo de Nápoles lucía el esmalte azul del mar inmóvil en la costa parda, sembrada de cuadritos blancos: las casas.
Allí, cuando Monti estaba de buen humor, cantaba con limpia y entonada voz.
Me agradaba escucharle. Lo hacía con sentimiento; se comprendía que
cantando evocaba los parajes y momentos de ensueño transcurridos en su patria.
Cuando Monti me recibió de corredor a comisión, entregándome un muestrario de papeles clasificados por su calidad y precio, dijo:
—Bueno, ahora a vender. Cada kilo de papel son tres centavos de comisión.
¡Duro principio! Recuerdo que durante una semana caminé seis horas por día inútilmente. Aquello era inverosímil.
No vendí un kilo de papel en el trayecto de cuarenta y cinco leguas. Desesperado entraba a verdulerías, a tiendas y almacenes, rondaba los mercados, hacía antesala a farmacéuticos y carniceros, pero inútilmente.
Unos me enviaban lo más cortésmente posible al diablo, otros decíanme pase la semana que viene, otros argüían: "¡Yo ya tengo corredor que hace tiempo me sirve!", otros no me atendían, algunos opinaban que mi mercadería era excesivamente cara, varios demasiado ordinaria y algunos raros, demasiado fina.
A mediodía, llegado al escritorio de Monti, me dejaba caer en una pilastra formada de resmas de papel y permanecía en silencio, atontado de fatiga y desaliento.
Mario, otro corredor, un gandul de dieciséis años, alto como un álamo, todo piernas y brazos, se burlaba de mis estériles diligencias.
¡Era truhán el tal Mario! Parecía un poste de telégrafo rematando en una cabeza pequeña, cubierta de un fabuloso bosque de cabellos crespos. Caminaba a trancos enormes, con una cartera de cuero rojo bajo el brazo. Cuando llegaba al escritorio tiraba la cartera a un rincón y se sacaba el sombrero, un hongo redondo, tan untado de grasa, que con él pudiera lubricarse el eje de un carro. Vendía endiabladamente y siempre estaba alegre.
Hojeando una libreta mugrienta leía en alta voz la larga lista de pedidos recogidos, y dilatando su boca de ballenato se reía hasta el fondo rojo de la garganta, y dos hileras de dientes saledizos.
Para simular que la alegría le hacia doler el estómago, se lo cogía con ambas manos.
Por encima del casillero de la escribanía, Monti nos observaba sonriendo irónico. Abarcaba su amplia frente con la mano, se restregaba los ojos como disipando preocupaciones y nos decía después:
—No hay que desanimarse, diábolo. Quiere ser inventor y no sabe vender un kilo de papel.
Luego indicaba:
—Hay que ser constante. Toda clase de comercio es así. Hasta que a uno no lo conocen no quieren tener trato. En un negocio le dicen que tienen. No importa. Hay que volver hasta que el comerciante se habitúe a verlo y acabe por comprar. Y siempre gentile, porque es así —y cambiando de conversación agregaba—: Venga esta tarde a tomar café. Charlaremos un rato.
Cierta noche en la calle Rojas entré en una farmacia. El farmacéutico, bilioso sujeto picado de viruelas, examinó mi mercadería, después habló y parecióme un ángel por lo que dijo:
—Mándeme cinco kilos de papel de seda surtido, veinte kilos de papel parejo especial y hágame veinte mil sobres, cada cinco mil con este impreso: "Acido bórico", "Magnesia calcinada", "Cremor tártaro", "Jabón de campeche". Eso sí, el papel tiene que estar el lunes bien temprano aquí.
Estremecido de alegría anoté el pedido, saludé con una reverencia al seráfico farmacéutico y me perdí por las calles. Era la primera venta. Había ganado quince pesos de comisión.
Entré al mercado de Caballito, ese mercado que siempre me recordaba los mercados de las novelas de Carolina Invernizio. Un obeso salchichero con cara de vaca, a quien había molestado inútilmente otras veces, me gritó al tiempo de enarbolar su cuchillo sobre un bloque de tocino:
—Che, mándeme doscientos kilos recorte especial, pero mañana bien temprano, sin falta, y a treinta y uno.
Había ganado cuatro pesos, a pesar de rebajar un centavo por kilo.
Infinita alegría, dionisiaca alegría inverosímil, ensanchaba mi espíritu hasta las celestes esferas… y entonces, comparando mi embriaguez con la de aquellos héroes danunzianos que mi patrón criticaba por sus magníficos empaques, pensé: "Monti es un idiota."
De pronto sentí que apretaban mi brazo; volvíme brusco y me encontré frente a Lucio, aquel insigne Lucio que formaba parte del club de Los Caballeros de Media Noche.
Nos saludamos efusivamente. Después de la noche azarosa no le había vuelto a ver, y ahora estaba frente a mí sonriendo y mirando como de costumbre a todos lados. Reparé que estaba bien trajeado, mejor calzado y enjoyado, luciendo en los dedos anillos de oro falso y una piedra pálida en la corbata.
Había crecido; era un recio pelafustán disfrazado de dandy. Complemento de esta figura de jaquetón adecentado, era un fieltro aludo, hundido graciosamente sobre la frente hasta las cejas.
Fumaba en boquilla de ámbar, y como hombre que sabe tratar a los amigos, después de los primeros saludos me invitó a tomar un bock en una cervecería próxima.
Sentados ya, y habiendo sorbido su cerveza de un solo trago, el amigo Lucio dijo con voz enronquecida:
—¿Y de qué trabajás vos?
—¿Y vos?… Te veo hecho un dandy, un personaje. Le torció la boca una sonrisa.
—Yo… yo me he acoplado.
—Entonces vas bien… has progresado enormemente… pero como yo no tengo tu suerte, soy papelero… vendo papel.
—¡Ah! ¿vendés papel, por alguna casa?
—Sí, para un tal Monti que vive en Flores.
—¿Y ganás mucho?
—Mucho no, pero para vivir.
—¿Así que te regeneraste?
—Claro.
—Yo también trabajo.
—¡Ah, trabajás! —Sí, trabajo, ¿a que no sabes de qué?
—No, no sé.
—Soy agente de investigaciones.
—¿Vos… agente de investigaciones? ¡Vos! —Sí, ¿por qué?
—No, nada. ¿Así que sos agente de investigaciones?
—¿Por qué te extraña?
—No… de ninguna manera… siempre tuviste aficiones… desde chico…
—Ranún… pero mirá, che, Silvio, hay que regenerarse; así es la vida, la struggle for life de Darwin…
—¡Que te has vuelto erudito! ¿Con qué se come eso?
—Yo me entiendo, che, ésa es la terminología ácrata; así que vos también te regeneraste, trabajás, y te va bien.
—Arregular, como decía el vasco; vendo papel.
—¿Te has regenerado entonces?
—Parece.
—Muy bien; otro medio, mozo… otros dos medios quería decir, disculpá, che.
—¿Y qué tal es ese trabajo de investigaciones?
—No me preguntés, che, Silvio; son secretos profesionales. Pero hablando de bueyes perdidos, ¿te acordás de Enrique?
—¿Enrique Irzubeta?
—Sí.
—De Irzubeta sólo sé que después que nos separamos, ¿te acordás?…
—¡Cómo no me voy a acordar! —Después que nos separamos supe que Grenuillet los pudo desalojar y que se fueron a vivir a Villa del Parque, pero a Enrique no lo vi más.
—Cierto; Enrique se fue a trabajar a una agencia de autos en el Azul.
—¿Y ahora sabés dónde está?
—Estará en el Azul, ¡qué embromar!
—No, no está en el Azul; está en la cárcel.
—¿En la cárcel?
—Como yo estoy acá, él está en la cárcel.
—¿Qué hizo?
—Nada, che: la struggle for life… , la lucha por la vida quiere decir, es un término que le aprendí a un gallego panadero que le gustaba fabricar explosivos. ¿Vos no fabricás explosivos? No te enojés; como eras tan aficionado a las bombas de dinamita…
Irritado de sus preguntas insidiosas, le miré con fijeza.
—¿Estás por meterme preso?
—No, hombre, ¿por qué? ¿No se te puede dar una broma?
—Es que parece que querés sonsacarme algo.
—Pucha… qué rico tipo sos, ¿no te regeneraste ya?
—Bueno, ¿qué decías de Enrique?
—Te voy a contar: una hazaña gloriosa entre nosotros, una cosa notable. Resulta, ahora no me acuerdo si era en la agencia del Chevrolet o del Buick, donde Enrique estaba de empleado, que le tenían confianza… bueno, para engatusar siempre fue un maestro éste. Él trabajaba en el escritorio, no sé cómo, el caso es que del talonario de cheques robó uno y lo falsificó en seguida por cinco mil novecientos cincuenta y tres pesos. ¡Lo que son las cosas! La mañana que piensa ir a cobrarlo, el dueño de la agencia le da dos mil cien pesos para depositar en el mismo banco. Este loco se embolsa la plata, va al garaje de la agencia, saca un auto, y tranquilamente se presenta al banco, presenta el cheque, y ahora es lo raro, en el banco le pagaron el cheque falsificado.
—¡Lo pagaron! —Es increíble, ¡qué falsificación sería! Bueno, él siempre tuvo aptitudes. ¿Te acordás cuando falsificó la bandera de Nicaragua?
—Sí, desde chico sirvió… pero seguí.
—Bueno, le pagaron… ahora andá a saber si Enrique estaba nervioso: sale con el coche, a dos cuadras del mercado, en un cruce, se lleva por delante un sulky… y tuvo suerte, la vara lo único que hizo fue romperle un brazo, si lo agarra un poco más al medio le atraviesa el pecho. Quedó desmayado. Lo llevan a un sanatorio, da la casualidad que el dueño de la agencia supo en seguida el accidente, y se fue al sanatorio como gato al bofe. El hombre le pide al médico las ropas de Enrique, porque debía de haber dinero o una boleta de depósito… date cuenta de la sorpresa del tipo… en vez de sacar una boleta le encuentra ocho mil cincuenta y tres pesos. En eso Enrique reacciona, le pregunta de dónde son esos miles, y no supo qué contestar; van al banco y allí en seguida se enteraron de todo.
—Es colosal.
—Increíble. Yo leí toda la crónica de eso en El Ciudadano, un diario de allí.
—¿Y ahora está preso?
—A la sombra, como él decía… pero andá a saber el tiempo que lo han condenado. Tiene la ventaja de ser menor de edad, y además la familia conoce a gente de influencia.
—Es curioso: va a tener un gran porvenir el amigo Enrique.
—Envidiable. Con razón que lo llamaban el Falsificador.
Después callamos. Recordaba a Enrique. Me parecía volver a estar con él, en la covacha de los títeres. En el muro rojo el rayo de sol iluminaba su demacrado perfil de adolescente soberbio.
Con voz enronquecida, Lucio comentó:
—La struggle for life, che, unos se regeneran y otros caen; así es la vida… pero me voy, tengo que tomar servicio… si querés verme acá tenés mi dirección —y me entregó una tarjeta.
Cuando después de una aparatosa despedida me encontré lejos, solo en las calles iluminadas, todavía en mis oídos sonaba su enronquecida voz:
"La struggle for life, che… unos se regeneran, otros caen… ¡así es la vida!"
Ahora me dirigía a los comerciantes con el aplomo de un experto corredor, y con la certeza de que debían ser estériles mis fatigas, porque ya "había vendido" me aseguré en breve tiempo una clientela mediocre, compuesta de fiesteros de feria, farmacéuticos a quienes hablaba del ácido pícrico y otras zarandajas, libreros y dos o tres almaceneros, la gente de menos provecho y la más taimada para mercar.
Con el objeto de no perder el tiempo, había dividido las parroquias de Caballito, Flores, Vélez Sársfield y Villa Crespo en zonas que recorría sistemáticamente una vez por semana.
Muy temprano dejaba el lecho, y a grandes pasos me dirigía a los barrios prefijados. De aquellos días conservo el recuerdo de un inmenso cielo resplandeciente sobre horizontes de casas pequeñas y encaladas, de fábricas de muros rojos, y adornando los confines: surtidores de verdura, cipreses y arboledas en torno de las cúpulas blancas de la necrópolis.
Por las chatas calles del arrabal, miserables y sucias, inundadas de sol, con cajones de basura a las puertas, con mujeres ventrudas, despeinadas y escuálidas hablando en los umbrales y llamando a sus perros o a sus hijos, bajo el arco de cielo más límpido y diáfano, conservo el recuerdo fresco, alto y hermoso.
Mis ojos bebían ávidamente la serenidad infinita, extática en el espacio celeste.
Llamas ardientes de esperanza y de ensueño envolvíanme el espíritu y de mí brotaba una inspiración tan feliz de ser cándida, que no acertaba a decirla con palabras.
Y más y más me embelesaba la cúpula celeste, cuanto más viles eran los parajes donde traficaba.
Recuerdo…
¡Aquellos almacenes, aquellas carnicerías del arrabal! Un rayo de sol iluminaba en lo oscuro las bestias de carne rojinegra colgadas de ganchos y de sogas junto a los mostradores de estaño. El piso estaba cubierto de aserrín, en el aire flotaba el olor de sebo, enjambres negros de moscas hervían en los trozos de grasa amarilla, y el carnicero impasible aserra a los huesos, machacaba con el dorso del cuchillo las chuletas… y afuera… afuera estaba el cielo de la mañana, quieto y exquisito, dejando caer de su azulidad la infinita dulzura de la primavera.
Nada me preocupaba en el camino sino el espacio, terso como una porcelana celeste en el confín azul, con la profundidad de golfo en el zenit, un prodigioso mar alto y quietísimo, donde mis ojos creían ver islotes, puertos de mar, ciudades de mármol ceñidas de bosques verdes y navíos de mástiles florecidos deslizándose entre armonías de sirenas hacia las fúricas ciudades de la alegría.
Caminaba así, estremecido de sabrosa violencia.
Parecíame escuchar los rumores de una fiesta nocturna; en lo alto los cohetes derramaban verdes cascadas de estrellas, abajo reían los ventrudos genios del mundo y los simios hacían juegos malabares en tanto que reían las diosas escuchando la flauta de un sapo.
Con estos festivos rumores cantando en los orejas, con aquellas visiones bogando ante los ojos, disminuía las distancias sin advertirlo.
Entraba a los mercados, conversaba con "puesteros", vendía o discutía con los clientes disconformes de las mercaderías recibidas. Solían decirme, sacando de debajo del mostrador unas virutas de papel que podrían servir para fabricar serpentinas:
—¿Y con estas tiras de papel qué quiere envolver usted?
Yo replicaba:
—Oh, el "recorte" no va a ser grande como un lienzo. De todo hay en la viña del Señor.
Estas razones especiosas no satisfacían a los mercaderes, que tomando por testigos a sus cofrades, juraban no comprarme un kilo más de papel.
Entonces yo fingía indignarme, decía algunas palabras no evangélicas y con desparpajo entraba tras el mostrador y comenzaba a revolver el bulto y a entresacar pliegos que con un poco de buena voluntad podían servir para amortajar a una res.
—¿Y esto?… ¿Por qué no enseñan esto? Se creen ustedes que el recorte se lo voy a elegir. ¿Por qué no compran recorte especial?
Así eran las disputas con los individuos carniceros y ciudadanos vendedores de pescado, gente ruda, jaquetona y amiga de líos.
También agradábame en las mañanas de primavera "corretear" por las calles recorridas de tranvías, vestidas con los toldos del comercio. Complacíame el espectáculo de los grandes almacenes interiormente sombrosos, las queserías frescas como granjas con enormes pilones de manteca en los estantes, las tiendas con multicolores escaparates y señoras sentadas junto a los mostradores frente a livianos rollos de telas; y el olor a pintura en las ferreterías, y el olor a petróleo en las despensas, se confundía en mi sensorio como el fragante aroma de una extraordinaria alegría, de una fiesta universal y perfumada, cuyo futuro relator fuera yo.
En las gloriosas mañanas de octubre me he sentido poderoso, ...

Índice

  1. Los ladrones
  2. Los trabajos y los días
  3. El juguete rabioso
  4. Judas Iscariote