XIX
Amanece y yo siento que no ha pasado nada. He soñado, estoy llena de miel, tengo una blandura en el pecho y unos amagos de esperanza. Me he habituado a la cama del niño; ya es posible sentir por las mañanas una impresión física perfecta: como si Enrique y yo hubiéramos sido sanos, inteligentes, limpios, como si alguno de los dos hubiera muerto. Como si hubieran podido aquilatarse nuestros paseos por las calles y fuera inolvidable una ocasión en que bajo la lluvia, refugiados en un árbol frondoso, tratábamos de leer un periódico que el viento nos arrebataba de las manos.
Es esa tal vez la mejor forma de apelar a la reminiscencia; con un olvido a medias. Es hermoso constatar que existe la posibilidad de escoger los recuerdos, apartarlos de un todo que no merece el valor de la integridad. Sí, allí estamos Enrique y yo como tarjetas, como cuadros; él con la más noble de sus expresiones, yo, con un solo guante, en un lugar tranquilo y frecuentado, sin que nadie nos observe intencionalmente porque no hay nada que nos estigmatice. El pensamiento de que uno de los dos ha muerto ahora, no me perturba, es la simple oportunidad para realizar esta selecta revisión de momentos. Es muy posiblemente la solución deseada, lo que nos sucedió verdaderamente pero debió haber sido para evitar los malentendidos que ahora nos aquejan. Este final, como sería comprendido por un tercero, no es sino una mala interpretación de nuestra vida propiciada por nosotros mismos, es verdad, pero no conscientemente, sino por descuido, por distracción, como se pierde un objeto por la calle, como se deja de saludar a una persona.
Es evidente, doloroso, dulce, que soy yo quien ha muerto. ¡Al fin!, maravillosamente, he muerto. Ha desaparecido toda aquella confusión de deseos, de temores, de ambiciones.
Allá, en un viejo armario de la casa de Patrick, está el abrigo de pieles que compré con vergüenza, que casi no usé por vergüenza y del que ahora hablo avergonzada. Lo que me parece extraordinario a ese respecto, es que yo, antes de tenerlo, no lo deseaba; hubiera querido tener vestidos, zapatos, ir a lugares caros… no me atreví. Era demasiado visible y lo peor, demasiado vulgar. El mismo sentimiento de considerarme inferior, fue lo que me obligó a realizar el acto distinguido de comprar un abrigo de aspecto común y de usarlo solo tres veces. Me lo imagino, allí envuelto en sus dos forros, presa del desamparo y de la humillación.
También me imagino a Patrick, tirado en su cama, envuelto en sus dos cobijas y presa del desamparo y de la humillación. Lo adquirí con menor convencimiento que el abrigo y lo utilicé menos. El abrigo será vendido con el tiempo, Patrick permanecerá olvidado, a menos que haga algún violento esfuerzo por diferenciarse y tenga éxito.
Empiezo a amenazar con sentirme nostálgica de esta casa. No sé exactamente cuándo empecé a no pertenecer a ella, pero ya el ambiente de viaje se percibe y yo me deshago en adioses.
Tal vez, cuando pase el tiempo debido, encuentre a Eutifrón con su esposa y su hijo, paseando por una avenida. Yo me desviaré y Eutifrón seguirá con la misma expresión de ojos, solo que afianzará los dedos en el brazo de su mujer y ella pensará que es por cariño.
Luego, con un amigo viejo o un cura o un recién conocido en un café, Eutifrón hablará con expresión segura de la rectitud, de los inmensos momentos de la prueba y de las amarguras del triunfo.
No protesto, ni comento, ni critico; digo que así será.
Me miro y casi no me reconozco. No soy ya la mujer acongojada que llegó a esta casa hace más o menos tres semanas, ya no poseo el rostro goloso de entonces, me he borrado, me he deshecho, ahora llevo la expresión de un designio que no me aterra. Sin hacer un exagerado esfuerzo, diría que si no he fraguado mi liberación, por lo menos la he rechazado.
Mecánicamente, he sacado mi valija que estaba debajo de la cama. Le he quitado el polvo con cuidado, las manchas y las raspaduras no me preocupan. La he abierto y he empezado a guardar mi ropa; tengo poca ropa, pero siempre fue así. La he doblado someramente, para que no se arrugue, solo aparto lo más indispensable. Creo que por algunos meses, no necesitaré nada… cualquiera diría que no me preparo para un viaje, pero quien me observara con interés, sabría enseguida que tampoco me dispongo a una fuga. No me laten las venas ni me aletea el corazón, todo es premeditado y silencioso, mi actitud es a todas luces, muy tranquilizadora. También debo confesar que albergo una vaga añoranza de parques, de senderos, de árboles y de hojas. Quisiera ver el sol vestido de colores, como se filtra por las ramas de un bosque, quisiera ver, tirada sobre el pasto, unas nubes cercanas; olfatear intensamente la humedad de unos prados… es un deseo físico y humilde, no angustioso, no amargo.
Creo, sí, creo que sí me gustaría mirar de cerca una flor prendida de la planta. Pero este cuarto está cerrado y yo me he acogido entre las puertas de una cómoda baja que guarda camisetas de niño. Es mejor, es más dulce llevarse dentro de los ojos las dimensiones de una forma infantil que no se ha conocido y el dibujo de un cabello fino y corto que serpentea sobre la ropa blanca. Y yo podría tener un hijo de cinco años. Un hijo con voz, con ojos, con perversidades sutiles. Un niño que se tendiera sobre mis brazos con los ojos cerrados y jugara a la muerte para aterrorizarme. El mismo niño perdido, desaparecido y que yace sin oraciones ni epitafio. Yo pude darle mucho. Es irónica la idea de que yo pudiera querer dar algo o tener algo que dar, yo que he estado invariablemente desposeída; sin embargo, buscando en lo más hondo, en lo más agotado y maltrecho, tal vez se encuentre un lugar de abundancia y de jugo, donde prosperen las intenciones desvalidas y los niños frustrados.
Preparo cuidadosamente mi encuentro con Eutifrón. Si estas conversaciones se repitieran llegaríamos al cansancio, es necesario, pues, aprovechar el tiempo que nos queda, administrarlo cuidadosamente para que coincida con los sucesos, sin que sobre ni falte. No recuerdo la connotación que ha tenido para mí anteriormente la palabra destino, creo que era algo pasivo, alguien que espera en una esquina. Ahora comprendo que es una fuerza desmesurada que empuja nuestros actos. La libertad es fomentar el paso de esa fuerza, no complacerse en hechos que ni siquiera la ameritan.
Salgo, y al entrar al pasillo veo que Eutifrón ha hecho exactamente lo mismo, al mismo ritmo. Esta primera coincidencia es prometedora. Nos saludamos. No sabemos si sonreír o hacer de la solemnidad un viejo recurso; con esta duda, vamos a la cocina. No a la sala, a la cocina. Nos ...