La desintoxicación moral de Europa
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La desintoxicación moral de Europa

y otros escritos políticos

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La desintoxicación moral de Europa

y otros escritos políticos

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Los escritos aquí reunidos, cuya publicación original se extiende desde 1909 hasta 1940, un periodo de profundos cambios y de terribles sacudidas que transformaron nuestro mundo, giran de unmodo u otro —desde ángulos muy diversos— en torno a la idea de Europa. Constituyen una magnífica síntesis del pensamiento de Zweig sobre el viejo continente, sus convulsiones y su destino.A pesar del tiempo transcurrido desde su redacción, en esta obra se abordan temas que, sin haber perdido un ápice de actualidad, mantienen una poderosa vigencia y nos revelan tendencias que nohan dejado de intensificarse hasta nuestra época, mientras que nos alertan sobre peligros que tal vez no hayan sido definitivamente conjurados. Así, las preocupaciones y el asombro que muestra el escritor vienés por el devenir de las cosas siguen siendo en buena parte nuestros.'La desintoxicación moral de Europa' y otros escritos políticos presenta una selección de textos excelentemente traducidos por José Aníbal Campos, que constituye un juego de espejos entre el mundo de ayer y el de hoy y una lectura fecunda.

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Información

Editorial
Plataforma
Año
2017
ISBN
9788417114152
Categoría
History

Wilson fracasa

EL 13 DE DICIEMBRE DE 1918, EL IMPONENTE VAPOR George Washington, con el presidente Woodrow Wilson a bordo, pone rumbo a las costas europeas. Jamás, desde los inicios del mundo, tantos millones de personas esperaron con tal confianza, esperanzados, a un único barco, a un único hombre. Cuatro años habían estado las naciones de Europa combatiéndose con furia. Centenares de miles de miembros de la flor y nata de su juventud habían sido masacrados mutuamente con ametralladoras y cañones, con lanzallamas y gases tóxicos. A lo largo de cuatro años, los países solo se dijeron y escribieron palabras de odio y rabia. Y toda esa excitación instigada a latigazos no pudo ser acallada por ninguna voz interior que les dijera que lo que hacían y se decían era un sinsentido, una deshonra para nuestro siglo. Todos esos millones, de un modo consciente o inconsciente, tenían la sensación secreta de que la humanidad había involucionado y vuelto a los desolados siglos de barbarie que se creyeron desaparecidos durante mucho tiempo.
Y entonces, desde la otra parte del mundo, desde América, llegó esa voz que empezó a exigir claramente, por encima de los campos de batalla aún humeantes: «No más guerras». No más divisiones, no más rancia y criminal diplomacia secreta que arroja a los pueblos a tales carnicerías sin su conocimiento ni su consentimiento, sino un nuevo orden mundial, el reino de la ley, sobre la base del consentimiento de los gobernados y sostenida por la opinión organizada de la humanidad [the reign of law, based upon the consent of the governed and sustained by the organized opinion of mankind]. Y lo maravilloso fue que en todos los países y lenguas esa voz fue entendida de inmediato. La guerra, que ayer era todavía la pugna absurda por una franja de tierra, por unas fronteras, unas materias primas, unas vetas de mineral o unos campos de petróleo, había adoptado de pronto un sentido más elevado, un sentido casi religioso: la paz eterna, el reino mesiánico de la ley y del humanismo. De repent,e la sangre derramada por millones no parecía haber corrido en vano; aquella generación solo había sufrido para que no volvieran a producirse tales sufrimientos en nuestro planeta. Cientos de miles de voces, millones de personas sobrecogidas por una vorágine de confianza, clamaban por la llegada de este hombre: él, Wilson, debe sellar la paz entre vencedores y vencidos para que esta se convierta en una paz de la ley. Él, Wilson, debe, como un nuevo Moisés, traer a los pueblos descarriados las tablas de la nueva alianza. En pocas semanas, el nombre de Woodrow Wilson pasa a convertirse en una fuerza religiosa y mesiánica. Se nombran calles en su honor, edificios, niños. Todo pueblo que se siente en situación de emergencia o desventaja le envía delegados. Las cartas, los telegramas con propuestas y peticiones, con súplicas llegadas de los cinco continentes se acumulan por miles y miles, cajas enteras son embarcadas en la nave que ahora se dirige a Europa. Todo un continente, el planeta entero, reclama de manera unánime que este hombre sea el árbitro en su última contienda, con la vista puesta en la anhelada reconciliación definitiva.
Y Wilson no puede resistirse a ese llamado. Sus amigos en América le desaconsejan viajar personalmente a la Conferencia de Paz. Como presidente de Estados Unidos tiene la obligación de no abandonar su país y de dirigir las negociaciones preferiblemente desde la distancia. Pero Woodrow Wilson no se deja disuadir. Aun la dignidad suprema de su país, el cargo de presidente de Estados Unidos, le parece poco frente a la tarea que ahora se le exige. No es hombre que quiera servir a un solo país, a un solo continente, sino a toda la humanidad; no piensa solo en este preciso instante, sino en un futuro mejor. No quiere representar mezquinamente los intereses de América, ya que el interés no une a los hombres, los separa [interest does not bind men together, interest separates men]; prefiere las ventajas de todos. Él mismo, en su sentir, ha de velar con esmero por que no sean otra vez los militares y los diplomáticos –para cuyas funestas profesiones la unión de los hombres equivale a un tañido de muerte– los que usurpen de nuevo las pasiones del sentimiento nacional. Personalmente, él ha de ser el garante de que sea la voluntad de los pueblos, no la de sus gobernantes [the will of people rather than of their leaders], la que se apodere de la palabra, y en este congreso de la paz, el último y definitivo de la humanidad, cada palabra ha de ser dicha a puertas y ventanas abiertas, ante el mundo entero.
Y así se le ve a bordo de la nave, con la mirada puesta en las costas de Europa, que van emergiendo de la niebla, inciertas y vagas como su propio sueño de una futura hermandad de los pueblos. Erguido se lo ve allí, hombre de gran estatura, con el rostro firme, los ojos atentos y claros bajo las gafas, con el mentón americano proyectado con energía hacia adelante y los labios carnosos apretados. Hijo y nieto de pastores presbiterianos, es portador de la severidad y la inflexibilidad de esos hombres para los que solo existe una verdad y están seguros de conocerla. Lleva en su sangre el afán de sus devotos antepasados escoceses e irlandeses, el ímpetu de la fe calvinista, que encomienda al líder y al maestro la misión de salvar a la humanidad pecadora; imperturbable, actúa en él aún la obstinación de los herejes y los mártires que prefirieron dejarse quemar en la hoguera por sus convicciones antes que desviarse un ápice de los preceptos bíblicos. Y para él, el demócrata e intelectual, los conceptos de humanity [humanidad] y mankind [género humano], liberty y freedom [libertad] o human rights [derechos humanos] no son meras palabras frías, sino lo que era para sus padres el góspel, el Evangelio: no vagos términos ideológicos, sino artículos de fe religiosa que él está presto a defender sílaba por sílaba, como hicieron sus antepasados con los Evangelios. Ha librado incontables combates, pero este, según siente cuando mira a la tierra europea que se ilumina cada vez más ante su mirada, será el decisivo. E involuntariamente se le tensan unos músculos prestos «a luchar de un modo agradable si podemos, de un modo desagradable si tenemos que hacerlo» [to fight for the new order, agreeably if we can, disagreably if we must].
Sin embargo, pronto la severidad desaparece de la mirada que apunta a lo lejos. Los cañones, las banderas que le dan la bienvenida en el puerto de Brest honran solo, según lo prescrito, al presidente de la República aliada, pero lo que luego lo aclama como un fragor desde la orilla –y él lo siente– no es un recibimiento impostado, organizado, no es un júbilo por encargo, sino el fervoroso entusiasmo de todo un pueblo. Por dondequiera que pasa el tren, en cada pueblo, cada caserío o cada casa ondean banderas que lo saludan como llamas de esperanza. Las manos se estiran hacia él, las voces lo rodean con su clamor, y cuando entra en París a través de los Campos Elíseos, el entusiasmo se derrama en cascadas de las paredes animadas. El pueblo de París, el pueblo de Francia como símbolo de todos los lejanos pueblos de Europa, grita, se exalta, se apiña ante él con sus expectativas. Su rostro va relajándose, una sonrisa liberada de felicidad, casi ebria, pone al desnudo sus dientes, y él sacude su sombrero a derecha e izquierda como queriendo saludarlos a todos, al mundo entero. Sí, ha hecho bien en venir personalmente. Solo la voluntad viva puede triunfar sobre la rigidez de las leyes. Una ciudad tan feliz, una multitud humana tan alegre y llena de esperanza, ¿no es algo que deberíamos crear para siempre, para todos? Queda aún una noche de sosiego y descanso, pero mañana mismo se habrá de comenzar a trabajar para otorgar al mundo la paz con la que sueña desde hace miles de años, realizando la gran hazaña jamás consumada por un ser terrenal.

Ante el palacio que le ha asignado el Gobierno francés, en los couloirs del Ministerio de Asuntos Exteriores, delante del hotel Crillon, cuartel general de la delegación estadounidense, se agolpan impacientes los periodistas, que conforman, por sí mismos, un ejército aparte. Solo de América han venido ciento cincuenta; cada país, cada ciudad ha enviado a sus corresponsales, y todos exigen permisos para asistir a todas y cada una de las sesiones. ¡A todas! Porque al mundo se le ha prometido expresamente cobertura completa [complete publicity], no habrá esta vez reuniones ni acuerdos a puertas cerradas. Palabra a palabra, el primer párrafo de los catorces puntos reza: «Convenios abiertos y no la diplomacia secreta del pasado, acuerdos alcanzados abiertamente, tras los cuales no deben producirse entendimientos internacionales secretos de ninguna índole» [Open covenants of Peace, openly arrived at, after which there shall be no private international understandings of any kind]. La peste de los acuerdos secretos, causantes de más muertos que cualquier otra epidemia, ha de ser erradicada de una vez y por todas con el nuevo sérum de la open diplomacy wilsoniana.
Pero, para su decepción, los vehementes periodistas se tropiezan con algunas tímidas dilaciones. En efecto, los dejarán entrar a todas las sesiones importantes y podrán comunicar al mundo las actas de esas reuniones públicas –en realidad depuradas ya químicamente de todo germen de tensión– con sus contenidos íntegros. Pero en un principio no pueden informar. Debe fijarse aún el modus procedendi. De manera involuntaria, los decepcionados se dan cuenta de que algo no concuerda del todo. Pero quienes los han informado no han faltado totalmente a la verdad. Es el modus procedendi por el que Wilson se da cuenta de inmediato, tras el primer discurso de los Big Four [los Cuatro Grandes], de la resistencia que ofrecen los Aliados: nadie quiere negociar abiertamente todo, y hay buenas razones para ello. Las carpetas y portafolios de las naciones participantes en la guerra guardan acuerdos secretos que han asegurado a cada una su parte y su botín, ropa sucia guardada con discreción que uno solo se atreve a mostrar in camera caritatis, en el secreto de la intimidad. Y para no comprometer la conferencia desde su inicio, algunas cosas han de ser discutidas y zanjadas tras puertas cerradas. El desacuerdo, sin embargo, no reside únicamente en los modos de proceder, subyace a un nivel más profundo. En el fondo, la situación es inequívoca en ambos bandos, el americano y el europeo: claras posturas de un lado y claras posturas del otro. En esta conferencia no debe sellarse la paz, habrá que sellar, en realidad, dos tipos de paz, dos acuerdos del todo distintos. Una paz, la temporal y presente, que debe poner fin a la guerra con una Alemania vencida que ha depuesto las armas; al mismo tiempo, la otra paz, la paz del futuro, la que debe hacer imposible cualquier guerra en el porvenir. Por un lado, está la paz que sigue el duro procedimiento de siempre; por otro lado, hay una nueva paz, el covenant de Wilson [el Convenio], el cual debe servir de base a la Sociedad de Naciones. ¿Cuál de las dos ha de negociarse primero?
En esto los dos puntos de vista chocan de un modo enconado. Wilson tiene poco interés en la paz temporal. La fijación de las fronteras, los pagos por indemnización de guerra, las reparaciones deben ser determinados, en su opinión, por los expertos y las comisiones sobre la base de los principios establecidos en los catorce puntos. Eso es trabajo menor, labor secundaria, tarea de expertos. La tarea de los principales estadistas de cualquier nación, por el contrario, debería ser crear algo nuevo, lo que se está gestando, la unidad de las naciones, la paz duradera. A cada grupo le urge imponer su punto de vista. Los aliados europeos aducen como motivo, con razón, que no deberían seguir haciendo esperar otros varios meses a un mundo agotado y perturbado por los cuatro años de guerra para entregarle la paz, ya que, de lo contrario, el caos se vertería sobre Europa. Solo hay que poner orden en los asuntos concretos: las fronteras, las indemnizaciones, enviar a los hombres que están aún sobre las armas de vuelta donde sus mujeres y sus hijos, estabilizar las monedas. Poner otra vez en movimiento el comercio y el transporte civil, y solo entonces, en una tierra ya consolidada, dejar que brille el fata morgana del proyecto wilsoniano. Y del mismo modo que Wilson no está interesado íntimamente en la paz actual, Clemenceau, Lloyd George y Sonnino, en sus respectivos roles de versados tácticos y prácticos, se muestran, en su fuero interno, bastante apáticos ante las exigencias del presidente americano. Por cálculo político, y en parte también por sincera simpatía, han aplaudido sus demandas e ideas humanistas, ya que, de forma consciente o inconsciente, perciben la fuerza cautivadora y urgente que ejerce entre sus pueblos un principio no egoísta; por eso muestran voluntad de discutir el plan, aunque con determinadas restricciones y cláusulas. Pero antes debe sellarse la paz con Alemania como culminación de la guerra. Luego vendrá el covenant.
Pero el propio Wilson es hombre lo suficientemente práctico como para saber la manera en que es posible debilitar y desangrar una demanda vital por medio de dilaciones. Él mismo sabe cómo apartar a un lado, con fines dilatorios, ciertas interpelaciones molestas: no se llega a presidente de Estados Unidos únicamente con idealismo. Por eso el presidente americano, indoblegable, insiste en su punto de vista de que lo primero es elaborar el covenant, y llega a exigir incluso que este sea acogido con todas sus letras en el acuerdo de paz con Alemania. Con esta exigencia cristaliza orgánicamente un segundo conflicto. Porque para los Aliados la inclusión de esos principios implica garantizar de antemano a la culpable Alemania –el país que, con su agresión a Bélgica, violó de manera flagrante el derecho internacional y que, en Brest-Litovsk, con el puñetazo del general Hoffmann, dio un pésimo ejemplo de desconsideración y de dictados de violencia– el inmerecido premio de los futuros principios del humanismo. Antes el ajuste de cuentas con la dura y vieja moneda, luego el nuevo método: eso es lo que exigen. Aún los campos yacen desolados, ciudades enteras han sido devastadas por los disparos y las bombas. Para impresionar a Wilson, lo han conminado a visitarlas personalmente. Pero Wilson, el hombre «poco práctico» [impracticable man], pasa por alto las ruinas, a conciencia. Él solo mira hacia el futuro, y en lugar de edificios tiroteados ve una eterna obra en construcción. Una sola es su tarea, eliminar un viejo orden y establecer uno nuevo [to do away with an old order and establish a new one]. Inamovible, inflexible, insiste en su exigencia, a pesar de la protesta de sus propios consejeros Lansing y House. Primero el covenant. Primero la causa de la humanidad entera, luego los intereses de los pueblos individuales.
La lucha se endurece, consume demasiado tiempo, algo que revelará su carácter funesto. Woodrow Wilson, por desgracia, ha cometido la negligencia de dar a su sueño unos contornos fijados previamente. El proyecto del covenant que ha traído consigo no está formulado de forma definitiva, es tan solo un first draft, un primer boceto que ha de ser discutido, modificado, mejorado, fortalecido o debilitado en un sinfín de sesiones. Aparte de esto, la cortesía exige que, después de París, haga una visita a las demás capitales de sus aliados. De modo que Wilson viajará a Londres, hablará en Mánchester, viajará luego a Roma, y dado que en su ausencia los demás estadistas intentarán no llevar adelante su proyecto con genuino gusto y entrega, se perderá más de un mes hasta llegar a la primera sesión plenaria [la Plenary Session], un mes durante el cual en Hungría, Rumanía, Polonia, así como en los países del Báltico y en la frontera con Dalmacia, tropas regulares y de voluntarios improvisarán combates, ocuparán regiones, mientras en Viena se acrecienta el hambre y en Rusia la situación se agrava de manera sospechosa.
Pero aun en esa primera sesión plenaria, el día 18 de enero, se determinará de manera solo teórica que el covenant forme una parte integral del tratado general de paz [integral part of the general treaty of peace]. Aún no se ha redactado un borrador del documento, todavía pasa de mano en mano en infinitas discusiones, de una revisión a la otra. Transcurrirá otro mes, un mes de espantosos disturbios para Europa, que cada vez con mayor vehemencia exige una paz real, no solo una paz fáctica; no será hasta el 14 de febrero de 1919, tres meses después del armisticio, que Wilson pueda presentar el covenant en su versión definitiva, con la cual será aprobado de forma unánime.
Una vez más el mundo exulta. Ha ganado la causa de Wilson, con la cual, en el futuro, la paz ya no podrá asegurarse mediante la fuerza de las armas y el terror, sino por medio del entendimiento y de la fe en un derecho situado por encima de las naciones. Wilson es aclamado tempestuosamente cuando abandona el palacio. Una vez más, la última, mira por encima de la multitud con una orgullosa sonrisa de felicidad, una multitud que lo rodea, apiñada, y él percibe que detrás de ese pueblo hay otros pueblos, detrás de esta generación que tanto ha sufrido está la siguiente, la generación futura, que gracias a esta garantía definitiva ya no conocerá el flagelo de la guerra y la humillación de los dictados y las dictaduras. Es su día más grande y es, al mismo tiempo, su último día de dicha. Porque Wilson se estropea su propia victoria abandonando demasiado temprano, con gesto triunfal, el campo de batalla, y al día siguiente, el 15 de febrero, emprende su viaje de regreso a América, a fin de presentar allí a sus electores y compatriotas la magna charta de la paz duradera, antes de volver para firmar la otra paz, el último tratado de paz por causa de una guerra.

Otra vez retumban los cañones a modo de saludo cuando el George Washington zarpa y se aleja de Brest, pero ya la multitud allí r...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Créditos
  4. Nota introductoria
  5. El peligro indio para Inglaterra
  6. Las cosas cautivas
  7. Jaurès. Un retrato
  8. La «monotonización» del mundo
  9. La desintoxicación moral de Europa
  10. Wilson fracasa
  11. La unión de Europa. Un discurso
  12. Breve nota bibliográfica
  13. Notas
  14. Colofón