La reforma
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La reforma

Europa en la encrucijada ayer y hoy

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La reforma

Europa en la encrucijada ayer y hoy

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El descubrimiento de América en 1492 y la ruptura de la cristiandad occidental en 1517 marcaron el tránsito de la Edad Media al mundo que conocemos en la actualidad. La rebeldía de un oscuro fraile alemán desencadenó uno de los episodios más importantes de la historia europea, que provocó la reconfiguración del mapa continental y rompió la unidad esencial de todo Occidente alrededor de una única Iglesia y un ideal imperial. Nada volvería a ser igual después de Lutero.Ahora nos encontramos inmersos en un cambio de los modelos económico, político, social, filosófico y espiritual que está poniendo en cuestión los valores de una Europa que reconstruye laboriosamente su unidad. Los paralelismos entre la Europa de 1517 y la de 2017 son mucho más evidentes de lo que pudiera parecer, y es posible que el ejemplo de la Reforma, con sus errores y sus aciertos, pueda servirnos de brújula en el arduo camino que todos, europeos y no europeos, tenemos por delante.

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Información

Editorial
Plataforma
Año
2017
ISBN
9788417114190
Categoría
Historia

1 Reforma: concepto, crisis
y transformación en Europa

La Reforma es uno de los acontecimientos más importantes de la historia de Europa y del mundo, cuyas consecuencias perduran hasta la actualidad con la división de lo que se conocía en el siglo XVI como la cristiandad occidental o latina en diversas iglesias, confesiones y denominaciones, que vinieron a agravar la separación del cristianismo en dos grandes ramas, la ya mencionada y la oriental u ortodoxa, desde el siglo XI. Todos estos grupos con nombres y dimensiones diversos no iniciaron un proceso de colaboración, diálogo y reconciliación hasta después de la Segunda Guerra Mundial.
Desde la aparición de las primeras biografías sobre Lutero poco después de su muerte hasta la historiografía decimonónica, la Reforma se presentaba como una ruptura radical en el desarrollo histórico europeo, que marcaba el paso de una época a otra, como ya hemos comentado con anterioridad. Sin embargo, desde la revolución de los estudios históricos con el desarrollo de la historiografía marxista y la Escuela de los Annales, ha quedado claro que los procesos de fondo que salieron a la luz durante la Reforma se habían ido fraguando durante los siglos de la Baja Edad Media y sus consecuencias superaron ampliamente los márgenes de los cambios en la espiritualidad y la organización eclesiástica del continente. En la Reforma se conjugan toda una serie de fuerzas profundas y complejas que tuvieron como desencadenante el conflicto teológico, como había ocurrido con la aparición de otros movimientos durante la Edad Media que habían sido considerados como heterodoxos o heréticos por la Iglesia. Elemento esencial en la cristalización de todas estas fuerzas en juego fue la figura de Martín Lutero, pero los historiadores están completamente convencidos de que las transformaciones sociales y eclesiásticas que desencadenó habrían tenido lugar, de una u otra manera, sin su presencia. Por ello, hay que diferenciar entre las consecuencias teológicas del pensamiento de Lutero y las implicaciones sociales y políticas de sus planteamientos, así como de la aplicación práctica de la Reforma.
Como veremos más adelante con mayor profundidad, Lutero partió de unas reflexiones teológicas que se fundamentaban en la preocupación por la salvación de los creyentes y en las dudas y miedos que planteaba la seguridad de dicha salvación, en primer lugar la suya personal y después la del resto de la cristiandad. Pero su pensamiento y la fuerza y vehemencia con las que transmitió sus ideas tuvieron tal capacidad de movilización que superaron rápidamente los límites de la teología y de la organización eclesiástica para extenderse a otros ámbitos de la sociedad, provocando transformaciones que Lutero no puedo prever, no quiso y no apoyó. Hasta tal punto que el impulso inicial entre 1517 y 1525 empezó a adquirir vida propia y estuvo cada vez menos controlado por la persona que lo desencadenó.
En consecuencia, la Reforma del siglo XVI puede considerarse la culminación de dos siglos de llamamientos a la reforma de la Iglesia y del Estado, de la cabeza y los miembros, que había provocado toda una serie de conflictos políticos y sociales a lo largo de la Edad Media y que llevó finalmente a la ruptura de la unidad de la Iglesia y a la multiplicación de los Estados europeos como resultado del fracaso del ideal de unidad encarnado en la idealización del Imperio romano.
Como continuidad de este anhelo secular de transformación de las dos instituciones básicas de la Europa medieval, las aspiraciones teológicas y eclesiásticas planteadas por Lutero se presentan como una posibilidad de reforma de la Iglesia que tiene como efecto indeseado su ruptura, pero que no tenía el objetivo inicial de romper la cristiandad occidental. De ahí que el nombre que se ha otorgado a todo este proceso sea el de «reforma» en lugar del técnicamente más preciso de «cisma», que, según la definición de la Real Academia, es la «división o separación en el seno de una iglesia o religión». La Reforma provocó un cisma múltiple en el seno del cristianismo occidental, porque el bando reformado se subdividió en diversos grupos y denominaciones, pero su objetivo inicial no era la ruptura, sino transformar la doctrina (ortodoxia) y las prácticas (ortopraxis) de la Iglesia de su época.
Aun así, la palabra «reforma» también requiere de un análisis con perspectiva histórica porque no tiene el mismo significado para un europeo del siglo XXI que para uno del siglo XVI. Para empezar, debemos tener en cuenta que, en la visión del mundo medieval, Dios había creado el mundo y había dispuesto la sociedad tal como se conocía en aquella época, de manera que cualquier cambio o variación sobre ese modelo ideal era un atentado contra el orden establecido por voluntad divina. Por eso, los llamamientos de reforma que se habían ido multiplicando a partir del siglo XIV pretendían una vuelta a ese modelo ideal, eliminando las innovaciones que se consideraban nocivas y recuperando el estado primigenio y las normas sociales, políticas y económicas fijadas por Dios, representando un anhelo por regresar a una «edad dorada» idealizada (y que no existió nunca como realidad histórica) en la que la sociedad reflejaba perfectamente el orden divino.
En el siglo XV la palabra «reforma» se convirtió en un término de moda en el que se depositaban todos los anhelos, los deseos y las aspiraciones de mejora de una sociedad europea que vivía inmersa en una crisis que afectaba a todos los ámbitos de la vida cotidiana, después de superar el durísimo golpe de la peste negra y llegar al límite del crecimiento económico y demográfico posterior. En el ámbito político y económico la reforma se imaginaba como un regreso a un sistema señorial justo en el que los tres estamentos de la sociedad (nobles, clérigos y campesinos) cumplieran fielmente el papel que tenían reservado (proteger con las armas, cuidar de las almas y sostener la comunidad con su trabajo) sin abusos ni infracciones por ninguna de las partes; mientras que en el ámbito de la Iglesia la reforma reflejaba un deseo por volver al cristianismo primitivo de la época de los apóstoles y por reconstruir el ideal del Imperio, de manera que la cristiandad estuviera encabezada por el vicario de Cristo en la Tierra, el papa, y por el emperador, como gobernante secular sometido a la dirección espiritual de la Iglesia.
En definitiva, a diferencia de la idea actual de reforma como «aquello que se propone, proyecta o ejecuta como innovación o mejora en algo» (según la RAE), en el siglo XVI se trataba de una vuelta a un pasado idealizado que serviría para acabar precisamente con todas las innovaciones que habían ido en contra del modelo social, político y económico fijado por Dios al principio de los tiempos. Esta reforma de la Iglesia debía afectar a la situación moral de los eclesiásticos, desde el papa hasta el último de los sacerdotes, y de toda la comunidad de los creyentes, pero teniendo en cuenta que la renovación total del Cuerpo de Cristo no tendría lugar hasta la consumación de los tiempos y estaba siempre en manos de la intervención directa de Dios en la dirección de su pueblo.
A pesar de estos anhelos de regreso al pasado, que eran compartidos por Lutero, cuya pretensión era volver a la pureza original del Evangelio y no tenía intención de plantear una doctrina nueva, las consecuencias prácticas del proceso histórico que desencadenó dejaron claro que no se había alcanzado esta meta, sino que se había profundizado en la transformación del modelo ideal que propiciaba un amplio proceso de rupturas en la Europa del siglo XVI: ruptura de la Iglesia y de la unidad espiritual, ruptura del Imperio universal, ruptura del modelo social de los tres estamentos, ruptura de las reglas «justas» del comercio, la industria y la agricultura. Por ello, en el siglo XVII, el término «reforma» dejó de estar de moda y se ciñó cada vez más a designar el período histórico que nos ocupa, adquiriendo la mayúscula y perdiendo su carácter de regreso al pasado, limitándose a definir el proceso de ruptura de la unidad espiritual y política europea, que culminará en la Paz de Westfalia en 1648 después de la guerra de los Treinta Años, que fijará las fronteras políticas y religiosas de Europa, que no han variado sustancialmente desde entonces.

A pesar de este fracaso en alcanzar la meta ideal de la reforma propugnada a lo largo de la Baja Edad Media, los diferentes intentos desarrollados a partir del siglo XIV tuvieron éxitos parciales en transformar algunos aspectos de la vida religiosa y política de Europa. En el ámbito de la Iglesia, el principal punto de inflexión en los anhelos reformadores se produjo durante la etapa del papado de Aviñón (1309-1377), durante el cual la Santa Sede se trasladó de Roma a esta ciudad francesa y el papado estuvo bajo el control de la monarquía francesa, y especialmente con el Cisma de Occidente (1378-1417), que representó una de las épocas más convulsas de la vida de la Iglesia, con la simultaneidad de dos y hasta tres papas. El Cisma no pudo resolverse hasta la intervención del emperador Segismundo, que forzó la convocatoria del Concilio de Constanza que obligó a la renuncia de los tres papas existentes (Juan XXIII en Pisa, Gregorio XII en Roma y Benedicto XIII en Aviñón, el famoso Papa Luna) y a la elección de un papa único, Martín V.
Pero el concilio no se centró solo en la recuperación de la unidad externa de la Iglesia, sino que también abogó por su reforma interna, con una transformación moral del clero y de los fieles y una modificación de la relación entre eclesiásticos y laicos que pretendía acabar con las grandes lacras que venían asolando la organización eclesiástica desde la Alta Edad Media: la simonía, el nepotismo y el concubinato. Al mismo tiempo, se combatían las herejías y se iniciaba un acercamiento a la cristiandad oriental con el objetivo de superar el cisma del siglo XI, que tendría su episodio más importante durante el Concilio de Basilea-Ferrara-Florencia (1431-1445), aunque sin resultados prácticos.
Este deseo de reforma de la Iglesia venía acompañado de la necesidad de la reforma de los Estados seculares y en especial del establecimiento de un sistema de mantenimiento de la paz entre los señores y dentro de cada uno de los Estados que superase la «paz de Dios», instituida por la Iglesia a principios de la Edad Media y que había quedado totalmente obsoleta. En este sentido, menudearon las obras que planteaban proyectos de reforma de los Estados y de la sociedad, entre los que destaca la obra De concordantia catholica de Nicolás de Cusa.
Esta reforma de la Iglesia y de los Estados también tenía un objetivo externo que no se había abandonado desde la época de las cruzadas, entre los siglos XI y XIII: la lucha contra los infieles, encarnados ahora en la amenaza turca en el Mediterráneo oriental y la recuperación de Tierra Santa, que se saldó con un fracaso rotundo al no poder evitar la caída de Constantinopla en manos de los otomanos en 1453, y adoptar una actitud cada vez más defensiva ante las incursiones turcas por tierra (asedios de Viena) y por mar (piratería).
Este movimiento reformador del siglo XV logró un éxito notable en la recuperación de la unidad externa de la Iglesia y el papado recuperó su papel como actor político y como referente de la vida espiritual de los europeos, aunque solo pudo conseguirlo con la ayuda de los poderes seculares, de manera que quedó incapacitado para situarse por encima de los grandes señores (emperador, reyes y nobles) como poder arbitral en los conflictos que se avecinaban. El papado, que quedó cada vez más restringido a las grandes familias nobiliarias italianas, se fortaleció como potencia dentro de la península itálica y perdió en cierta medida su perspectiva global, lo que jugará un papel importante en el desarrollo de la Reforma.
Por otra parte, la reforma interna del clero no logró todos sus objetivos y la situación moral e intelectual de los eclesiásticos siguió siendo preocupante, en especial tras el establecimiento del papado «renacentista» en Roma. La Reforma, como veremos más adelante, vino a responder a una parte de estos problemas. Además, la aplicación con mayor o menor éxito de esta reforma en la organización eclesiástica de los diferentes Estados explica en cierta medida el éxito o no de la Reforma en cada una de estas regiones, porque sentó las bases para que fuera posible, e incluso imaginable, una ruptura de la unidad eclesiástica y espiritual.
No obstante, el gran fracaso de estos intentos de reforma fue la incapacidad por parte de la Iglesia para encontrar una manera de resolver la cuestión husita, que el Concilio de Constanza cerró en falso en 1415 con la declaración de Juan Hus como hereje y su ejecución en la hoguera. En Bohemia, a lo largo del siglo XIV, se habían ido gestando toda una serie de conflictos políticos, sociales y culturales que cristalizaron en un llamamiento a la reforma de la Iglesia, que hundía sus raíces en las ideas planteadas por John Wycliff (1320-1384) en la Universidad de Oxford. Bohemia había conseguido consolidarse como reino a lo largo de la Edad Media y con Carlos IV (1346-1378) su dinastía reinante lograría el título imperial, convirtiéndose en el centro del Sacro Imperio Romano-Germánico e impulsando un gran desarrollo económico y cultural con la llegada de intelectuales alemanes y la fundación de la Universidad de Praga.
La brillantez de este reinado ocultó en gran medida las debilidades fundamentales de Bohemia, de manera que tras la muerte de Carlos IV empezaron a surgir los problemas que habían ido incubándose. El primero de ellos era el malestar por el poder político, económico y territorial de la Iglesia, que era el principal propietario rural y ejercía una influencia desmesurada en todos los aspectos de la vida bohemia, de manera que el alto clero centraba buena parte de la hostilidad anticlerical de todos los demás estamentos de la sociedad. El esplendor de estos dignatarios eclesiásticos contrastaba con la precariedad económica, moral e intelectual del bajo clero.
Esta diferenciación dentro del estamento eclesiástico también afectaba a la nobleza, con una gran diferencia entre los grandes nobles y la baja nobleza, que se encontraba en muchas ocasiones muy poco por encima del nivel de vida del campesinado, al que tenían sometido y cuyo descontento lo convertía en un elemento potencialmente revolucionario. A ellos se unía el proletariado urbano, formado en gran medida por campesinos expulsados de sus tierras y por jornaleros y artesanos empobrecidos, que soportaban gran parte del peso de la crisis económica, mientras que en las ciudades se estaba formando un patriciado urbano muy rico que competía para ennoblecerse teniendo en cuenta su poder económico frente a la nobleza.
Por otro lado, los checos de todas las clases sociales se resentían de la influencia alemana, que era preponderante en la universidad, pero que también se reflejaba en la nacionalidad y la lengua de las personas que ocupaban los altos cargos eclesiásticos y administrativos.
Todo este malestar encontró su válvula de expresión a través de la introducción de las ideas de Wycliff, que planteaba una reforma de la Iglesia y, por consiguiente, de la sociedad. Estas ideas encontraron un gran eco en la Universidad de Praga y, sobre todo, entre los predicadores de la Capilla de Belén, que se convirtió en el epicentro del movimiento husita. Juan Hus, que era profesor universitario y predicador de esta capilla, no fue el introductor de las ideas de Wycliff, pero desarrolló una gran labor al sistematizar, adaptar y exponer sus propuestas en el marco de las necesidades y los problemas bohemios. Estas actividades le provocaron problemas con las autoridades eclesiásticas, a pesar de contar con el respaldo de buena parte de la sociedad, porque reflejaba no solo las aspiraciones de reforma eclesiástica, sino también las reivindicaciones «nacionales» checas frente a la influencia alemana.
El conflicto en Bohemia fue uno de los temas que se plantearon en el Concilio de Constanza y Juan Hus fue convocado por los padres conciliares para someterse a una evaluación de sus ideas. Consciente del peligro, consiguió un salvoconducto del emperador Segismundo que lo protegía de cualquier condena, pero que resultó ser papel mojado, porque el emperador no hizo honor a su palabra y no protegió a Hus de la condena como hereje. La condena de las ideas de John Wycliff y la ejecución de Juan Hus, y posteriormente de su discípulo Jerónimo de Praga, provocaron una revuelta armada en Bohemia que inició una sucesión de guerras que no culminarían hasta 1471, con la pacificación del reino, pero sin conseguir una reintegración de los husitas en el seno de la Iglesia. Los husitas se acabarán integrando como una rama más de la Reforma, pero el fracaso de la Iglesia y del emperador en aplastar la herejía o en encontrar una fórmula para integrarla en el seno de la cristiandad será uno de los antecedentes muy presentes en la actuación de todos los actores implicados en los inicios de la Reforma.

Todos estos acontecimientos que giran alrededor del concepto de «reforma» durante la Baja Edad Media muestran con toda claridad que la religión y la espiritualidad impregnaban todos los aspectos de la sociedad, y no existía una separación entre un ámbito estrictamente religioso y eclesiástico y otro claramente laico y secular. La visión del mundo que presentaba la Iglesia a partir de los textos bíblicos y la larguísima tradición teológica y de religiosidad popular que se había ido acumulando a lo largo de casi un milenio y medio de historia impregnaba el discurso público, de manera que toda reforma religiosa tenía implicaciones políticas y sociales, al mismo tiempo que toda reforma política y social se expresaba en un lenguaje religioso, porque el lenguaje estrictamente político secularizado no empezará a cristalizar hasta la Ilustración, en el siglo XVIII, y alcanzará su madurez con las aportaciones del liberalismo y el marxismo, en el siglo XIX.
Vale la pena tener muy presente este aspecto de la sociedad medieval para comprender la trascendencia que adquirió la defensa de una postura teológica determinada por parte de Lutero, que desde la perspectiva actual podría parecer una disquisición puramente académica. Para ello será necesario una imagen amplia de la religiosidad popular, la piedad y la vida litúrgica en la época inmediatamente anterior a la Reforma.
El papado de Aviñón, el Cisma de Occidente y la implantación territorialmente desigual de las reformas impulsadas por los concilios de Constanza y Basilea provocaron la agudización de un proceso que se venía gestando desde la Alta Edad Media de diferenciación entre la Iglesia como institución y la fe cristiana. Esta divergencia había propiciado un aumento de la crítica a la organización institucional sin que de manera paralela se produjese una secularización progresiva de la sociedad europea, ...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Créditos
  4. Dedicatoria
  5. Introducción
  6. 1. Reforma: concepto, crisis y transformación en Europa
  7. 2. Martín Lutero: un hombre en busca de sentido
  8. 3. Un asunto alemán y un problema europeo: crisis en el Imperio
  9. 4. Juan Calvino y la Reforma francesa: la inconsistencia del eje franco-alemán
  10. 5. La particularidad inglesa: el «brexit» eclesiástico de Enrique VIII
  11. 6. La Reforma radical: los antisistema del siglo XVI
  12. 7. ¿Reforma católica o Contrarreforma?
  13. 8. La Reforma en España: 'Spain is different', o no
  14. 9. Crisis y reforma en Europa, ayer y hoy: reflexiones finales
  15. Agradecimientos
  16. Para saber más
  17. Notas
  18. Colofón