Recordar el olvido
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Recordar el olvido

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Recordar el olvido

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Información del libro

Una colección de cuentos que sirve de testimonio de un pasado cercano que extiende su sombra desde la posguerra hasta nuestros días La infancia maltratada, mujeres ninguneadas, ancianas sin recuerdos que vuelven a ser niñas... Rosa Montiel describe vidas pequeñas que pasan desapercibidas a los ojos indiferentes de una sociedad dormida, pero que se revelan sin secretos bajo su pupila atenta de observadora acostumbrada a mirar con los ojos del alma. Los cuentos de Rosa Montiel nos muestran los en resijos de una época marcada por la lucha y las esperanzas de los débiles frente a las renuncias y humillaciones que les infligen los más fuertes. Párra o a párrafo, el lirismo desgarrado de la autora disecciona con su bisturí certero los sentimientos y las nostalgias de seres humanos que ante los adversos avatares en que se encuentran, afrontan la verdad y no renuncian a su dignidad. Desde los recuerdos de su infancia en un barrio barcelonés hasta su dilatada trayectoria como psicóloga clínica, Rosa Montiel reúne la experiencia y la sensibilidad necesarias para construir concienzudamente el testimonio imprescindible de un pasado cercano que extiende su sombra gris desde la posguerra hasta nuestros dias. "Una espléndida colección de cuentos. Nos dejamos seducir por la poesía que la envuelve." Rosa Regàs

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Información

Editorial
Plataforma
Año
2014
ISBN
9788416096381
Categoría
Literatura

I. LAS EDADES DE LA INOCENCIA

1. Efraín

A VER, EFRAÍN, désirle a la señora cuantos años tenés vos.
El niño, retaco de ojos rasgados, permanece mohíno y en silencio.
—Andá, no seás sonso —le achucha la madre entre cariñosa y retadora.
A regañadientes, el pequeño levanta la mano izquierda y hace oscilar la muñeca de un lado a otro, sin mirar a la dependienta a la cara.
—¡Ajá! ¡Cinco años! ¡Qué mayor que eres!
—Discúlpelo, María, es muy vergonzoso. Como hace poco que está acá lo extraña todo, no se ha hecho al lugar…
Evangelina, ya en la calle con el niño de la mano le recrimina cariñosamente:
—Mirá que sós boludo…
En un diminuto cuchitril de treinta metros cuadrados: una cuna, una bebé durmiendo y un hombre en cueros echado en un camastro.
—Pero, Roberto, ¿cómo no le diste aún el biberón a la beba?
Responde con gruñidos, se vuelve hacia la pared dándole la espalda con la intención de seguir durmiendo.
Es lunes. Muy temprano se ha levantado Evangelina. El sueño la venció la noche anterior sentada en la mesa. Trastabillando, al cerrar la tele Roberto, se fue a la cama. En la pila hay platos sucios, un cacillo, una cacerola y una sartén. Allí mismo, provista de una toalla, se lava la cara. Pone el tapón en el desagüe y deja correr más agua. Vendrá bien a los restos de comida para ablandar la suciedad.
Antes de salir, cubre a los niños. Empieza a hacer calor. La primavera se apresura y anticipa días veraniegos.
A las seis de la mañana la ciudad se despereza. No hay trasiego todavía en sus calles. Unos van al tajo y otros vuelven de las entrañas de la noche. Evangelina lleva el paso ligero. Sabe que no hay trabajo indigno, sea el que sea, con tal de echar adelante. Cree tener suerte. Limpiar oficinas, escaleras, la panadería, algunas casas, les permite comer y pagar el alquiler. Qué importa que allá fuera maestra. Qué importa que añore a los tres hijos que quedaron con los abuelos. Los logrará traer algún día, como recientemente hizo con Efraín. La nena no, ha nacido aquí, fruto de su nueva relación con Roberto. Porque estando en su país, embarazada del menor, un buen día, su esposo dijo que iba a comprar tabaco y nunca más supo de él. La tierra se lo tragó. Claro que él solía tomar hasta ponerse morado y pasaba días sin regresar a casa.
Durante un tiempo la paz que reinaba a Evangelina le pareció un sueño. A veces se pellizcaba para despertar. El dolor que sentía en el brazo, en las mejillas, la reconfortaba y la devolvía a la realidad. «Es cierto, mejor así. ¡A qué sufrir tanto y vivir siempre como un perro apaleao!.»
No tuvo suerte. Su anterior compañero la pegaba. También a los niños. A ellos con el cinto. No importaba el motivo. Por cualquier cosa. Tenía mal beber. Se refugiaban los cuatro en el dormitorio de las gemelas, arrebujados, abrazándose, esperando siempre. Hasta que se iba o caía rendido por el sueño. La tregua venía precedida de sus ronquidos. Entonces apagaban la luz.
* * *
—¡No me has oído o es que no te quieres levantar? Venga gandul, ¡arriba!, que son las nueve menos cuarto y te has de lavar.
—Quiero que venga mi mamá —lloriqueó Efraín.
—Pues sí, menuda rosa de pitiminí estás tú hecho. Por mí como si te quieres quedar todo el santo día en la cama.
Roberto se acuesta de nuevo y en pocos minutos coge el sueño.
El niño no osa moverse, no quiere hacer ruido, teme que le regañe si nota su presencia. Le asustan sus modos bruscos, sus cejas pobladas y negras como dos alas de cuervos juntas, su voz bronca.
Pasa el tiempo rodando como las norias. Efraín aún no sabe de relojes. Pero sí sabe si es pronto o tarde según la luz solar: «Siempre llego tarde a la escuela y los niños se ríen de mí». Por las noches le cuesta dormirse. La oscuridad le mata. En la noche y en la soledad nacen los monstruos con zarpas. Los bultos que deja ver la penumbra le parecen hombres malos agazapados que de un momento a otro se le echarán encima. Ladrones que pueden pasarlos a cuchillo en un santiamén. O llevárselo a él, tapándole la boca con un trapo para que no le oigan, que en la tele dijeron de un niño pequeño secuestrado. No le gusta Roberto. «No es bueno, mamá llora a veces por su culpa.»
El pequeño se prepara el desayuno. Sube a una silla para alcanzar los cereales. Agarra un cazo para la leche. «Mami no quiere que toque el fuego, pero yo sé prender los cerillos. También sé cambiar los pañales a mi hermanita y darle el bibi. Roberto es un baboso antediluviano, un dragón de tres cabezas de los que echan fuego. Los pelos de las cejas y el bigote son de púas de erizo. Si no fuera tan canijo le diría: “Chancho te chanco, chancaquita del diablo, hueles a meados”. Me escarabajeya ahorita verlo así como en la tele. Cuando tenga nueve años como mi hermano Néstor, seré grande y entonces le diré: “Ché, voosss andás bravo en el corral…”. Algún día creceré y dejaré de ser pollito. Y de gallo a gallo ya verás quién picotea más.»
—¡Eh¡, tú, ¿dónde estás?
—Acá, Roberto.
—Quédate con tu hermana, voy a comprar tabaco.
«Si se fuera para siempre como mi papá de verdad sería yo el hombrecito de la casa. De mayor quiero casarme con una nena tan linda y buena como mami. Pero lo que más me gustaría es tener mucha plata para que mamá no trabaje tanto.»
* * *
Roberto echa humo como una locomotora de vapor. El cenicero de cristal transparente es un enjambre de colillas retorcidas. Entre sus dedos medio y anular sostiene el cigarrillo, mientras con su mano derecha empuña el mando a distancia y hace záping. Parte de sus dedos y uñas tienen color azafranado.
La bebé balbucea en el cochecito «pa-pa-pa-pa-pa-pa».
—No, desí vos ma-ma-ma-ma-ma-ma —le responde flojito Efraín.
Los niños están lo más lejos posible de Roberto, es un decir, porque no hay lejanía en espacio tan chico. En la estancia todo está a la vista, excepto un plato de ducha y un retrete en un pequeño patio trasero de adobe. Efraín, ante el carricoche de la bebé, hace avanzar las ruedas de delante hacia atrás.
—Toma las monedas, Efraín, y acércate al súper. Compra leche y una bolsa de macarrones. Apresúrate, tu madre está al llegar.
Con las monedas en las manos se sentó en el bordillo a mirarlas. Resplandecían con el brillo codicioso de los sueños. Calculó aproximadamente de cuántas disponía, qué cosas le gustaría comprarse. «Paloduz, conguitos, helados, canicas, estampitas, patatillas… ¡Y una bicicleta!»
Frustrado, debatiéndose entre el deseo y la realidad que se le impone, está tentado de tirar las monedas una a una en la alcantarilla. Las alcantarillas tienen boca y tragan agua. Las alcantarillas comen escombros y hojas caídas de los árboles. Su boca es una rejilla de hierro; su estómago, un pozo encantado. Si él pudiera levantar el enrejado llegaría hasta el mar, cogería un barco y volvería a su casa de allá. Sin embargo, Efraín no quiere disgustar a su madre. Se quedará y cumplirá el encargo por mucho que le guste soñar y las chuches y ser mayor. Recuerda las palabras de mamá: «Venimos para mejorar y que podás ser un hombre de provecho y no un haragán».
De vuelta, se para en un rincón de la calle donde se apilan los trastos desechados. Allí encontró días atrás un tren de hojalata y una pelota de goma. Se afana rebuscando como quien espera encontrar un tesoro. Agarra una caja de madera pintada con flores. En el centro, orlada de rosas, hay una niña rubia de mofletes sonrosados y boquita desteñida. Juega con un aro. «Me lo quedo para los cromos.»
Al llegar a su casa, la madre está dando la papilla a la nena.
—¿Y eso? —dice enarcando una ceja.
—Es para ella cuando ingrese en la escuela.
—¡Macanudo!
—Ta-ta-ta-ta —dice la pequeña mirando la caja que le muestra su hermano.
—¿Se ha ido Roberto? —pregunta Efraín.
—Vos sabés…
—Pero ¿volverá?
—Tarde, creo…
Efraín observa a su madre, tiene cara de haber llorado, los ojos están húmedos; en una de sus mejillas, encendida como una rosa, ha prendido la marca de unos dedos de fuego.
—¿Lloras, mami?
—Me entró una broza… —Su voz suena bajito, sin convicción, desliéndose en las últimas palabras—. Ahorita me vas ayudar a poner la mesa mientras yo preparo la cena.
—Vale, mamuchi.

2. Un trébol de cuatro hojas

«Yo no confiaría en alguien que no tuviera miedo.[…] Pero en cuanto al miedo, sabes, yo que tú no lo trataría de ignorar. Esa es una pésima costumbre, avergonzarse de algo que existe. Yo lo contemplaría cara a cara, es lo mejor que se puede hacer. Tratarlo con familiaridad, como quien dice.»
ARIEL DORFMAN
«Durante dos años, Johnny, un muchacho tranquilo de trece años, fue un juguete para alguno de sus compañeros de clase. Los adolescentes le acosaban pidiéndole dinero, le forzaban a tragar hierba y beber leche con detergente, le pegaban en el baño y le ataban una cuerda alrededor del cuello, llevándolo por ahí como un perro. Cuando los torturadores de Johnny fueron interrogados, contestaron que perseguían a su víctima por diversión.»
DAN OLWEUS
«[…] y yo tenía miedo, pero no un miedo físico, sino otro más grandioso y más lejano, un pavor que no comprendía, el mismo que sentía cuando la tarde empezaba a venir, a caer. La tarde caía entonces del cielo, del aire, y salía también de la tierra y fluía de nosotros. Desde nosotros atardecía y nosotros con la tarde también atardecíamos.»
CARLOS DROGUETT
NI UNA PALABRA DE ESTO. Si largas, ya sabes qué les pasa a los chivatos.
Carlos se llevó los dedos índice y medio al cuello y simuló un tajo certero en la yugular. Su compañero, Fermín, añadió:
—¿Has oído bien? Ni una palabra. No nos gustan los soplones ni los cobardes.
Diego le sostenía todavía junto al retrete con la nuca doblada por el peso de su rodilla y la cabeza dentro de la taza.
Carlos, silbando, tiró de la cadena.
—Bebe, mamón —dijo Fermín.
¿Qué había ocurrido momentos antes? Quién sabe. Acaso se aburrían. O quizá querían divertirse un rato y pasarlo bien. Más de una vez ocurría porque sí, sin más.
Por eso Carlos musitó entre dientes cuando lo dejaron allí tirado como un muñeco de trapo:
—Te hacemos un favor.
Johnny apretó los labios con fuerza. Barruntó que a partir de entonces viviría solo con aquello, que ya nadie le vería. Se miró los pies y no tocaban el suelo. Palpó su cuerpo maltrecho. Se sentía apenas una ameba invisible.
«Te hacemos un favor, un favor, un favor…» Creía tener una locomotora dentro del cerebro y que un vagón iba a descarrilar de un momento a otro. Sus extremidades temblaban cual hojas. Un áspero sabor en la boca, la lengua hinchada, la garganta reseca. Regusto amargo a detergente. Carraspeó y escupió. Le sobrevinieron arcadas.
Le habían llevado de forma humillante a cuatro patas, amarrado con una cuerda alrededor del cuello. Las rodillas le ardían, pero menos que las manos, que tenía enrojecidas y con vesículas, alguna de ellas reventada del roce de las piedras y las matas.
—Venga, ahora ladra —dijo Carlos.
—¿Estás sordo? —oyó que decía Diego.
—¡Que ladres, cabrón! —gritó Fermín dándole un puntapié en la rabadilla.
Johnny cayó hacia delante. Las mejillas le ardían. No podía entender qué le estaban diciendo.
—Anda, Boby, sé bueno, demuéstranos que eres un perro obediente…
Era la voz de Carlos impostada. Le pareció que trataba de imitar a la suya. También pensó que estaba soñando, todo era tan extraño y tan real al mismo tiempo que creía que le estaba ocurriendo a otro, sí, debía de ser eso, le pasaba a otro, no podía ser él, él no estaba allí, estaría en su casa tranquilamente repasando la lección, a él no podía ocurrirle todo eso, qué les había hecho, si siempre cedía a sus peticiones para evitar disgustos, si nunca largó nada en la escuela, si ni siquiera su madre sabía lo que estaba ocurriendo…
Mas no era un sueño, estaba allí como un animal cuadrúpedo. Y a cuatro patas se sentía no solo ridículo, sino impotente, despreciable. En esa forma se deja de ser persona y se pasa a ser un animalillo indefenso y asustado. Ya no se piensa, solo se cumplen órdenes con tal de que todo termine pronto. Pero ni el tiempo transcur...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Créditos
  4. Prólogo. El poder creativo de la memoria, de Rosa Regàs
  5. Introducción. Me gusta… escribir
  6. I. LAS EDADES DE LA INOCENCIA
  7. II. SUEÑOS ROTOS
  8. III. EL INVIERNO Y LA MEMORIA
  9. Notas
  10. Índice
  11. Colofón