1. Todo empezó por un sueño
«Estamos hechos de los sueños que algún día tuvieron nuestros padres.»
El 17 de octubre de 1986 en Lausana, Suiza, Juan Antonio Samaranch, presidente del COI, Comité Olímpico Internacional, abrió la carta que comunicaba al mundo la ciudad-sede de los XXV Juegos de la era moderna. Esa ciudad era Barcelona.
Fue un momento mágico, pura explosión de entusiasmo para todos los catalanes y también para el resto de españoles. Se abrió entonces un tiempo increíble, un tiempo de oportunidad, de desafío, de alegría, de sinergias, de compromisos, de aunar fuerzas, de ilusión… para una sociedad, para un país, para unos deportistas…
Yo, por aquel entonces, ya jugaba al hockey hierba.
Pero quiero empezar la historia unos años antes.
Cuando tenía doce años era una niña común y corriente que estudiaba en un colegio común y corriente de Madrid. Pero tenía una hermana, Virginia, que no era ni común ni corriente. A ella le gustaba probar todo lo diferente, lo raro, y… ¿qué era lo raro? En nuestro cole, jugar al hockey. No le dio por lo que la mayoría de niñas practicaban como actividad extraescolar, el baloncesto, la gimnasia…, no, le dio por el hockey.
Entonces fue cuando mis padres le compraron un stick y una bola y con eso, y su entusiasmo, trataba de convencerme cada día para que me apuntara al equipo con ella: «Maribel, ¡apúntate, que esto mola!», me decía convencida. Mi decisión tardó en llegar porque yo no era una niña precisamente atrevida y decidida, pero tal fue la insistencia de mi hermana que finalmente me apunté. Cuando llegué y conocí a la entrenadora, Elena Zabal, una chica joven tremendamente entusiasta y cariñosa de tan solo dieciocho años, me dijo algo que, sin ella saberlo, fue determinante para mí: «Tengo el puesto perfecto para ti». ¿Cuál era? Portera. A continuación me hizo entrega de una bolsa más grande que yo que contenía todo el material que necesitan los porteros para protegerse de la dura bola: guardas, casco, guantes…, todo pesaba en torno a quince kilos. ¿Quién, con todo aquello, podía querer ser portera? ¿Quién iba a querer transportar aquella bolsa de campo en campo, de entreno en entreno? Aquel puesto estaba vacante, casi diría que estaba destinado para mí, pero no por mis méritos, sino por llegar la última. Estaba destinado para una niña que no supo decir que no a la propuesta seductora de una joven entrenadora que necesitaba, a toda costa, a una portera para completar aquel equipo de colegio.
Aquello que me ocurrió, aun siendo un marrón, supuso para mí una auténtica oportunidad, porque si no hubiera sido portera no habría podido, con toda seguridad, vivir la historia que voy a contarte.
Así pues, crecí con ese puesto, mejor dicho, en la singularidad de ese puesto, porque –y esto solo los porteros lo sabemos bien– vivimos el juego en soledad, allí apartados de todo, nos vestimos, pensamos, sentimos… de manera diferente. Somos los raros, los locos, que dirían algunos. Los goles nos los hacemos nuestros. Nadie como nosotros siente el gol. En el caso del hockey, además, jugamos a otro juego, porque el stick no es para nosotros lo fundamental, lo importante es nuestro cuerpo, lo que hacemos con nuestros pies, con nuestras manos…, pero también con nuestra cabeza. Nuestra cabeza es fundamental. Además, nos movemos con mucha dificultad. Tiene otra peculiaridad: o bien destacas por lo bien que lo hiciste o bien destacas por lo mal, así que raramente pasas desapercibido, pero nuestras acciones son determinantes en el resultado final del partido.
Cuando eres niño, el puesto de portero puede ser muy frustrante. Sea porque perteneces al equipo «bueno» y no tocas una sola bola en todo el partido, sea porque perteneces al equipo «malo» y lo que recibes es un «carro» de goles.
Con aquel «sí, quiero» acepté, de repente, todo esto. Como ves, todo un «regalo».
A pesar de todo, yo disfrutaba muchísimo. Principalmente por tres motivos: el primero porque en aquel equipo estaban mis amigas, el segundo porque tenía una entrenadora que supo inspirarme y transmitirme su entusiasmo y pasión por este deporte, y tercero porque aquello de ser portera se me daba bien. Demostraba valentía, rapidez de reacción, agilidad…, vaya, que parecía que tenía talento, y por ello recibía mucho reconocimiento.
En aquellos años ya empecé a soñar con llegar lejos, sobre todo después de escuchar a una amiga de nuestra entrenadora, jugadora también, ¡que era internacional!, y que nos contaba sus historias con el equipo nacional, sus viajes, las competiciones… Escuchar aquello me fascinaba. Así que aquel deporte lo vivía no solo por lo que era, sino por lo que podía llegar a ser para mí.
Con dieciocho años pasaron dos cosas muy importantes en mi vida. La primera, la que hace un rato te mencioné, Barcelona organizaría los Juegos Olímpicos en 1992. Quedaban seis años para eso, y todo por hacer. Y la segunda, que me seleccionaron por primera vez para formar parte del equipo nacional sub-18 para jugar dos partidos amistosos en Alemania, contra la poderosa Alemania, uno de los mejores países del mundo en aquel momento. ¡Qué ilusión! ¡Sería toda una experiencia porque nunca me había subido a un avión, nunca había salido al extranjero y nunca me había vestido con la camiseta del equipo nacional! Todo en uno para mí, pero también para la inmensa mayoría de chicas que formábamos aquella joven selección.
El protocolo del hockey en aquellos partidos amistosos, como buen deporte inglés que es, decía que el equipo anfitrión debía invitarte a cenar la noche anterior al primer partido, pero, para no variar, nuestro avión llegó tarde a ese primer encuentro con nuestras rivales y, cómo no, ellas puntualísimas, como buenas alemanas, allí estaban esperándonos. Cuando entramos por la puerta de aquel restaurante, ellas, que estaban sentadas, se levantaron para saludarnos, y entonces… las vimos, ¡vimos su tamaño! La más pequeñita no bajaba del metro setenta. Así que podíamos imaginarnos lo que al día siguiente nos esperaba. Como así fue, el primer partido lo jugamos y lo perdimos nada más y nada menos que 8-0, y… ¡yo de portera! Pero el segundo no fue mucho mejor, volvimos a jugar y a perder, esta vez por 4-0 estando nuevamente yo en la portería. Ese fue nuestro debut. Mi debut. Me llevé doce goles como doce soles de vuelta a casa. Pero aquella experiencia tan desastrosa tuvo algo muy positivo. Nuestro entrenador nos sentó a todas en el banquillo después del segundo partido y, comprobando nuestra decepción y desilusión, nos dijo algo muy revelador. Algo como esto:
«Chicas, todas vosotras en seis años tendréis una increíble oportunidad, la de jugar unos Juegos Olímpicos, todas tendréis una edad ideal para que eso suceda, ¿qué vais a querer hacer con esa oportunidad? Porque Alemania seguro que estará allí, y hoy por hoy estamos muy lejos de ellas, como acabamos de comprobar».
Este fue el inicio del proyecto olímpico, porque de las dieciséis chicas que jugamos aquellos partidos contra Alemania, ocho de nosotras jugamos los Juegos Olímpicos y, por cierto…, ¿contra quién jugamos la final en Barcelona?… ¡Contra Alemania! Fue el mejor momento para «vengarnos» de ellas.
Pero ¿cómo era nuestro equipo?, ¿cómo fue su punto de partida?
Nuestro equipo nacional absoluto en aquella época rondaba el 15º puesto en el ranking mundial. Esto igual no te dice mucho, o igual puede parecerte muy lejano de la élite, pero si te digo que en aquellos años tan solo jugaban al hockey femenino en torno a veintidós países en todo el mundo…, puedes imaginarte que nuestro nivel no era demasiado alto. Solíamos jugar competiciones de segundo nivel. Otro dato es que en España jugábamos al hockey tan solo quinientas mujeres con licencia federada, mientras que en países como Holanda, Australia, Argentina o la misma Alemania manejaban en torno a las ciento veinticinco mil licencias femeninas.
A José Manuel Brasa, el entrenador del equipo nacional sub-18, el que estuvo con nosotras en Alemania, al poco tiempo le promocionaron para ser el entrenador del equipo nacional absoluto femenino, y se convirtió así en la persona que lideraría el proyecto de Barcelona 92.
Este hombre hizo algo muy interesante: nos reunió a las aproximadamente treinta chicas con más talento en el Centro de Alto Rendimiento de Madrid para ofrecernos el siguiente planteamiento:
Objetivos | Costes | Beneficios |
Ir a participar | Hacer lo mismo que venimos haciendo hasta ahora | Salir a desfilar. Pasarlo bien |
5º-6º puesto | Combinar nuestras actividades personales con el deporte pero con más intensidad | Conseguir un papel digno: diploma olímpico |
Jugar por una medalla | Máximo esfuerzo, dedicación y compromiso. Plan inhumano. «Nada ni nadie nos la garantiza» | Hacer historia. Máxima satisfacción personal y colectiva |
Lo primero que escribió en aquel cuadro fue «Ir a participar», que consistía básicamente en continuar realizando lo mismo que hacíamos hasta ese momento, es decir, jugar algún torneo de rango menor, entrenar y viajar en época vacacional, pasarlo bien y poco más. Eso sí, ¡saldríamos a desfilar! Ese «momentazo» no nos lo quitaría nadie. Éramos país anfitrión, con lo que teníamos derecho a participar sin una previa clasificación y, por tanto, también a desfilar. Ese momento, el del desfile, es seguramente uno de los momentos más bonitos en la vida de un deportista que puede llegar a unos Juegos Olímpicos. No es comparable a nada. Es alegría, sorpresa, reconocimiento, admiración…, todo al mismo tiempo. Solo por eso ya merecía la pena vivirlo. Pero no mucho más. Lo normal es que, con tan escasa inversión, perdiéramos cada partido y termináramos en la grada sin ninguna tipo de opción, ya que a los Juegos Olímpicos van los mejores países del mundo y todos habrían realizado una preparación espectacular para aprovechar la oportunidad.
A continuación, nuestro entrenador escribió «5º-6º puesto». Suponía un salto cualitativo importantísimo. Era una apuesta mucho mayor. Más carga de entrenamientos, más intensidad, más viajes y competiciones, más esfuerzo… La cosa aquí ya iba en serio. Debíamos encajar nuestras actividades personales/profesionales con el entrenamiento y la competición. La mayoría de nosotras éramos estudiantes y se trataba de encontrar el equilibrio. La recompensa era grande: un diploma olímpico, con el reconocimiento y prestigio que otorga. Esta opción se convertía en una apuesta ambiciosa, desafiante y muy digna.
Pero entonces se hizo un largo silencio, nuestro entrenador fue recorriendo su mirada de una en una, se generó un ambiente de máxima atención, de máxima expectación. Fue entonces cuando comenzó a escribir la tercera opción: «Jugar por una medalla». Nuestras caras expresaron sorpresa y nuestros corazones, con sus intensos latidos, deseo. Pero lo que ano...