Vida y obra de James Joyce
James Joyce nació en Rathgar, un suburbio de clase media del sur de Dublín, el 2 de febrero de 1882. Su madre Mary Jane (a la que llamaban May) había conocido a su padre John Stanislaus Joyce cuando ambos cantaban en el coro de su parroquia católica. La música, sobre todo el canto, seguiría desempeñando un importante papel en la vida de la familia Joyce. James era el hijo mayor, pero no fue hijo único mucho tiempo, pronto tuvo hermanos y hermanas. El padre de James era secretario en la Dublin and Chapelizod Distilling Company; más tarde fue funcionario del fisco.
A los seis años mandaron al joven James al Clongowes Wood College, un internado de los jesuitas situado a unos 80 kilómetros, en el condado de Kildare. Se lo consideraba el mejor colegio católico de Irlanda. Cuando llegó le preguntaron su edad y respondió: «Las seis y media». James hizo gala desde muy joven de un precoz talento verbal, un gran logro en una nación que destacaba en este tipo de talento. James era demasiado joven como para estar en un internado, incluso en una época en la que los niños de clase media empezaban a estudiar desde muy jóvenes en los internados. Añoraba su hogar, pero le reprendieron severamente por ello, como era costumbre entonces. Empezó a participar en ese juego duro que era la vida del internado, y el sacerdote a cargo de la salud de los estudiantes señaló a su madre en una carta: «Se encuentra muy bien, su rostro, como siempre, a menudo manchado de cualquier cosa negra a su alcance». El precoz intelecto de Joyce se manifestó en una gran atención al detalle y en una manía clasificatoria que hizo exclamar a su padre con admiración: «Si dejaran a este chico en medio del Sahara, se sentaría, sería Dios, y haría un mapa».
Entonces ocurrió el desastre. En 1892, el padre de James perdió su plaza de funcionario del fisco, lo que acentuó su falta de responsabilidad. Ya nunca volvió a ser capaz de encontrar un empleo estable; trabajaba a tiempo parcial o en puestos temporales. Encontró trabajo buscando anunciantes para un periódico de Dublín. La fortuna de la familia menguaba rápidamente, y sacaron a James de Clongowes Wood College tras solo tres años. Pasaría los dos años siguientes en su casa, aprendiendo de forma autodidacta con la ayuda esporádica de su madre, una mujer complicada pero volcada en él. Tras trece años de matrimonio se encontraba cuidando de diez hijos con escaso apoyo por parte de su marido, que pasaba cada vez más tiempo en los pubs de Dublín. A veces se comportaba violentamente con May cuando volvía a casa, y en una ocasión, siendo James un adolescente, este no tuvo más remedio que tirarle al suelo mientras su madre huía buscando refugio en casa de unos vecinos. Durante la adolescencia de James la familia hubo de abandonar su casa; más tarde las mudanzas se convirtieron en algo habitual. Alguna vez recurrieron incluso a la «huida nocturna» para no pagar el alquiler. A medida que se mudaban de una casa a otra, la siguiente siempre peor que la anterior, James llegó a conocer muy bien los barrios de Dublín.
A los once años mandaron a James con su hermano Stanislaus al Belvedere College de Dublín, un colegio gratuito de los jesuitas. Allí volvió a demostrar su brillantez y llegó a estar al frente de la Sociedad Mariana, que era tanto como ser el jefe. Sin embargo, sus maestros jesuitas siempre se mostraron suspicaces. Creían que había perdido su fe, y para cuando se fue de Belvedere sus dudas sobre la existencia del dios católico efectivamente se habían reforzado mucho. No fue fácil, el intelecto de James se había empeñado a fondo en la espiritualidad bajo la tutela de los jesuitas, y pasó muchas largas noches intentando asumir la pérdida de la fe a su manera. Había empezado a escribir poesía y el arte ocupó el lugar de la religión en su vida espiritual. Se tomó muy en serio esta nueva vocación. Como explicó a su hermano Stanislaus con toda seriedad:
Existe cierto parecido entre el misterio de la misa y lo que yo estoy intentando hacer. Me refiero a que quisiera ofrecer a la gente cierto placer espiritual o intelectual con mis poemas, convirtiendo el pan de la vida cotidiana en algo que tenga una permanente vida artística propia.
Este sería el credo artístico de Joyce a lo largo de los años venideros.
En 1898 Joyce ingresó en el University College de Dublín, la universidad católica de la ciudad. Había abierto medio siglo antes, con la intención de hacer sombra al Protestant Trinity College, alma mater de una larga serie de distinguidos personajes, entre ellos Oscar Wilde y el filósofo y obispo Berkeley. En la década anterior el poeta Gerald Manley Hopkins había enseñado griego antiguo en el University College, pero cuando llegó Joyce, los jesuitas estaba imponiendo una rígida ortodoxia católica y se apreciaba cierta mediocridad. Oficialmente Joyce estudiaba inglés, francés e italiano, pero aunque había leído mucho en esas lenguas, no le gustaban las clases. El jesuita que impartía inglés era un excéntrico que estaba convencido de que Francis Bacon había escrito las obras de Shakespeare; a Joyce le interesaba más saber quién estaba escribiendo obras de teatro en ese momento. A los 18 años escribió una larga reseña de la última obra de Ibsen titulada Cuando los muertos despertemos, que luego extendió a 8.000 palabras para reseñar su obra entera, incluyendo un osado estudio psicológico del controvertido dramaturgo noruego. Joyce señalaba con gran agudeza que aunque Ibsen era
[…] un hombre eminentemente viril, hay algo curiosamente femenino en su naturaleza. Puede que quepa atribuir su maravillosa precisión a esta mezcla, a esos débiles trazos de femineidad, a su ágil delicadeza. Pero no cabe duda de que conoce a las mujeres; ha sondeado sus profundidades más insondables.
El artículo se publicó en la prestigiosa revista Fortnightly Review de Londres, causando cierta admiración y no poca envidia en el Dublín literario. Su existencia llegó a oídos del mismo Ibsen, ya muy anciano, que escribió a Joyce una carta de agradecimiento. Joyce le escribiría a su vez con motivo del septuagésimo tercer cumpleaños del dramaturgo, traduciendo su inglés al noruego. En esta carta Joyce afirma que «Irlanda no ha aportado a la literatura europea más que quejas». Era una opinión aventurada sobre una tradición de siglos que había culminado en contemporáneos suyos como Wilde, Shaw y Yeats. Pero había algo de razón en lo que decía Joyce. La gran tradición literaria irlandesa estaba compuesta casi exclusivamente por autores angloirlandeses o protestantes, casi todos de clase media o alta. Joyce no tenía nada de inglés. Era un celta, procedente de un entorno mayoritariamente católico, que ya no respetaba las costumbres de la clase media. Quería crear una tradición realmente irlandesa, producto de los indígenas celtas. La carta a Ibsen proseguía con un saludo a su héroe literario:
Su labor en esta tierra se acerca a su fin, se aproxima usted al silencio […], la oscuridad le rodea […]. Usted ha mostrado el camino; un camino que ha seguido en la medida de sus posibilidades […]. Como miembro de la nueva generación para la que usted ha hablado le saludo. No humildemente, porque soy un oscuro personaje y usted está bajo las candilejas; tampoco con tristeza porque usted sea un anciano y yo un hombre joven, ni con presunción o sentimentalismo…
A Joyce no le daba vergüenza insinuar que él era ese hombre que un día iría más lejos por la senda que Ibsen había encontrado y recorrido «en la medida de sus posibilidades».
Como suele ser habitual en el caso de personas psicológicamente perspicaces, hay mucho de autobiográfico en la descripción que hace Joyce de la naturaleza femenina de Ibsen. La percepción de Joyce estaba imbuida, a su vez, de una delicadeza femenina. Pero su afirmación de que Ibsen había explorado «las profundidades más insondables» de la naturaleza femenina también era autobiográfica. Su fe temprana, unida a la represión que permeaba a la sociedad irlandesa, le hizo mantener una relación profundamente ambivalente con su propia sexualidad. Sentía fuertes impulsos sexuales y estaba muy reprimido a la vez. Esto le llevó a generar una perversa obsesión con sus olores corporales íntimos de la que no se libraría hasta el fin de sus días.
Ocasionalmente, Joyce daba salida a sus apetitos sexuales con prostitutas del Nightown de Dublín, un barrio frecuentado sobre todo por marineros y tommies del ejército británico, acantonados allí para sofocar el movimiento independentista irlandés. Estos encuentros sexuales le provocaban un gran sentimiento de vergüenza, pues Joyce había recibido una represiva educación católica por parte de los jesuitas, que hacían voto de castidad y no practicaban el sexo. Sin embargo, a un nivel más consciente, Joyce se conocía lo suficientemente bien a sí mismo como para reconocer sus necesidades. Quería sexo, y además, para ser un artista, debía tener este tipo de experiencias. Lo que escribía sobre los conocimientos de Ibsen en torno a las mujeres, en cierto modo, servía para justificar ante sí mismo sus encuentros con prostitutas. Los necesitaba, como artista y como hombre, a pesar de la vergüenza que le producían este tipo de actos. Si la represiva Irlanda quería privarle del conocimiento de las insondables profundidades que estaba seguro que había en las mujeres, al menos podría dar un paso en la dirección de Ibsen.
Como muchos estudiantes de Dublín, Joyce bebía más cerveza Guiness de la debida. Le gustaba la compañía de los estudiantes de medicina, famosos por sus borracheras y su conducta rabelaisiana. Se contaban anécdotas de Joyce volviendo a casa «encogido en un taxi como tabaco de mascar usado». Durante el día rara vez acudía a clase; en cambio pasaba horas y horas en la Biblioteca Nacional, que estaba al otro lado de la calle. Allí leyó mucho sobre muchos temas, dejando volar su imaginación y adquiriendo conocimientos de literatura, filosofía y cosas triviales, frases formuladas en lenguajes esotéricos, dichos oscuros y datos históricos sin importancia.
También siguió escribiendo poesía, pero empezaba a experimentar con piezas de prosa poética a las que denominaba «epifanías», un término teológico que hace referencia a un estado de conciencia agudizada en el que se tiene una visión de la divinidad o una revelación religiosa. Para Joyce la revelación era espiritual, aunque estuviera purgada de contenido religioso o de significado sagrado. Sus «epifanías» podían desatarse al observar «el alma del más común de los obj...