Menos que nada
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Menos que nada

Hegel y la sombra del materialismo dialéctico

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Menos que nada

Hegel y la sombra del materialismo dialéctico

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Durante los dos últimos siglos, la filosofía occidental se ha desarrollado a la sombra de Hegel, de cuya imponente influencia cada nuevo pensador trata –en vano– de escapar, ya sea en nombre de la voluntad prerracional, del proceso social de producción o de la contingencia de la existencia individual. El idealismo absoluto de Hegel se ha convertido, pues, en el hombre del saco de la filosofía, ocultando el hecho de que Hegel mismo es el filósofo fundamental de un momento histórico, el de la transición a la modernidad, que presenta grandes similitudes con nuestro presente.A medida que el capitalismo global se derrumba, estamos asistiendo a una nueva transición. En Menos que nada, la obra magna que culmina el arraigado compromiso del autor con el legado hegeliano, Žižek sostiene que es necesario no ya regresar a la filosofía de Hegel y emularlo, sino ir más allá incluso del propio Hegel. Este enfoque no solo permite a Žižek diagnosticar y valorar nuestra situación actual, sino además establecer un diálogo crítico con los principales hitos del pensamiento contemporáneo; con Heidegger, Badiou, el realismo especulativo, la física cuántica y la ciencia cognitiva. Pues la modernidad comenzará y terminará con Hegel."Menos que nada es la culminación de una década de trabajo, el libro al que Žižek se ha referido repetidamente como su obra maestra. [....] El Hegel que ama Žižek se parece enormemente al propio Žižek: el iconoclasta implacable, el inquieto forjador de la palabra, el pensador creativo que abomina de las ideas heredadas, el debelador de las verdades convencionalmente aceptadas."Bookforum "Una esclarecedora interpretación de la deuda que la sociedad contemporánea tiene con Hegel." Publisher's Weekly"La publicación de Menos que nada es el mayor y más importante acontecimiento de la filosofía contemporánea."Hey Small Press!

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Información

Año
2015
ISBN
9788446041863
Edición
1
Categoría
Filosofía
Interludio 1
Marx como lector de Hegel, Hegel como lector de Marx
El gran giro político en el desarrollo de Hegel ocurrió cuando abandonó su fascinación romántica por la antigua Grecia, aquella supuesta sociedad no-alienada, encarnada en una orgánica y hermosa comunidad de amor (opuesta a la moderna sociedad del conocimiento, con su interacción mecánica entre individuos autónomos y egoístas). Con este giro, Hegel comenzó a apreciar lo que antes le repelía: el carácter «prosaico» y no-heroico de las sociedades modernas, con su compleja división del trabajo profesional y administrativo, sociedades en las que «simplemente nadie puede ser heroicamente responsable de casi nada (y por ello no puede ser bello en su acción)»[1]. El pleno apoyo de Hegel a la prosa de la vida moderna, su despiadado desprecio de todo anhelo por los heroicos viejos tiempos, es la (a menudo negada) raíz histórica de su tesis acerca del «fin del arte»: el arte ya no es un medio adecuado para expresar tan «prosaica» realidad desencantada, una realidad privada de todo misterio y trascendencia[2].
El joven Hegel, especialmente en su Sistema de la Eticidad (System der Sittlichkeit), estaba todavía fascinado por la polis griega como unidad orgánica de individuo y sociedad: aquí la sustancia social todavía no se opone a los individuos como una fría, abstracta, objetiva legalidad impuesta desde fuera, sino que aparece como la unidad viviente de las «costumbres», como una vida ética colectiva en la que los individuos están «en casa», reconociéndola como su propia sustancia. Desde esta perspectiva, la fría legalidad universal es una regresión a partir de la unidad orgánica de las costumbres; una regresión de Grecia al Imperio romano. Aunque Hegel aceptó pronto que debe aceptarse la libertad subjetiva propia de la modernidad y que se había perdido para siempre la unidad orgánica de la polis, insistió no obstante en la necesidad de algún tipo de retorno a una unidad renovada, a una nueva polis que ofreciese a los individuos un sentido más profundo de solidaridad social y unidad orgánica, más allá de la interacción «mecanicista» y la competición individualista de la sociedad civil.
El paso crucial de Hegel hacia la madurez se produce cuando realmente «abandona el paradigma de la polis», reconceptualizando el papel de la sociedad civil[3]. En primer lugar la sociedad civil es, para Hegel, el «Estado del Entendimiento», el Estado reducido al aparato policial que regula la interacción caótica de los individuos que persiguen sus intereses egoístas. Este concepto individualista-atomista de la libertad, y el concepto de un orden legal impuesto a los individuos como una limitación externa de esa libertad, son estrictamente correlativos. Surge por tanto la necesidad de pasar de este «Estado del Entendimiento» al auténtico «Estado de la Razón», en el que las disposiciones subjetivas de los individuos se armonizan con el Todo social, en el que los individuos reconocen la sustancia social como propia. El movimiento clave ocurre cuando Hegel desarrolla plenamente el papel mediador de la sociedad civil: el «sistema de dependencia multilateral», cuya forma moderna definitiva es la economía de mercado (en la que particular y universal están separados y opuestos, en la que cada individuo persigue solamente sus objetivos privados, en la que la unidad social orgánica se descompone en una interacción mecánica externa), ya es en sí la reconciliación de lo particular y lo universal bajo el disfraz de la famosa «mano invisible» del mercado, en virtud de la cual, al perseguir sus intereses privados a expensas de los otros, cada individuo contribuye al bienestar de todos. No se trata simplemente de que uno deba «superar» la interacción mecánica o externa de la sociedad civil en una unidad orgánica superior: la sociedad civil y su desintegración desempeña un papel mediador crucial, de modo que la auténtica reconciliación (que no cancela la libertad subjetiva moderna) debe reconocer cómo esta desintegración ya es en sí su opuesto, una fuerza de integración. La reconciliación es por tanto radicalmente inmanente: implica un cambio de perspectiva con respecto a lo que, en un primer momento, adoptaba la forma de la desintegración. En otras palabras, en la medida en que la sociedad civil es la esfera de la alienación, de la separación entre la subjetividad que persiste en su individualidad abstracta y un orden social objetivo que se le opone como una necesidad externa que limita su libertad, los recursos para la reconciliación deberían encontrarse en esta misma esfera (en lo que aparece, «a primera vista, como lo menos espiritual, lo menos alienante: el sistema de necesidades»[4]), no en el paso a otra esfera «superior». La estructura aquí es la del chiste de Rabinovitch: Rabinovitch quiere emigrar de la Unión Soviética por dos razones: «En primer lugar, temo que, si se desintegra el orden socialista, toda la culpa por los crímenes comunistas se nos adjudicará a nosotros, los judíos». Ante la objeción del burócrata –«¡Pero nada cambiará nunca en la Unión Soviética! ¡El socialismo permanecerá para siempre!»–, Rabinovitch responde tranquilamente: «Esta es mi segunda razón». La auténtica (segunda) razón puede enunciarse solo si se produce como reacción ante el rechazo del burócrata a la primera razón. La versión de la sociedad civil es: «Hay dos razones por las que la sociedad moderna está reconciliada consigo misma. La primera es la interacción dentro de la sociedad civil…»; «¡Pero la interacción de la sociedad civil está en conflicto constante, es el mecanismo mismo de desintegración, la competición despiadada!»; «Bueno, esta es la segunda razón, pues este mismo conflicto y competición hace a los individuos completamente interdependientes y así crea el vínculo social definitivo…».
Se produce un cambio total de perspectiva: ya no se trata de que la Sittlichkeit orgánica de la polis se desintegre bajo la corrosiva influencia de la individualidad abstracta moderna en sus múltiples modos (la economía de mercado, el protestantismo, etc.), y que esta unidad debería restaurarse de algún modo en un nivel superior: el punto clave de los análisis hegelianos de la Antigüedad, cuyo mejor ejemplo son sus repetidas lecturas de Antígona, es que la polis griega misma estaba ya marcada, atravesada, por antagonismos inmanentes fatales (privado-público, masculino-femenino, humano-divino, hombres libres y esclavos, etc.) que subyacen a su unidad orgánica. El individualismo universal abstracto (cristianismo), lejos de causar la desintegración de la unidad orgánica griega, fue sin embargo un necesario primer paso hacia la auténtica reconciliación. Igualmente, el mercado, lejos de ser simplemente una fuerza corrosiva, proporciona el proceso mediador que forma la base de una auténtica reconciliación entre lo universal y lo singular. La competición del mercado realmente une a la gente, mientras que el orden orgánico la divide. La mejor indicación de este giro en el Hegel maduro tiene que ver con la oposición de costumbres y ley: para el primer Hegel, la transformación de las costumbres en ley institucionalizada es un movimiento regresivo, desde la unidad orgánica hacia la alienación (la norma ya no se vive como parte de la naturaleza ética sustancial de los individuos, sino como una fuerza externa que limita su libertad), mientras que para el Hegel maduro esta transformación es un crucial paso adelante, que abre y sostiene el espacio de la libertad subjetiva moderna.
El problema es aquí, desde luego, si la dinámica del mercado realmente proporciona lo que promete. ¿No genera de hecho una permanente desestabilización del cuerpo social, especialmente al incrementar las distinciones de clase y precipitando la creación de una «turba» privada de las condiciones más básicas para vivir? La solución de Hegel aquí es muy pragmática; opta por medidas paliativas secundarias como la expansión colonial y, especialmente, el papel mediador de los estamentos (Stände). Y su dilema es todavía el nuestro, doscientos años después. La indicación más clara del límite histórico de Hegel reside en su doble uso del mismo término Sitten (costumbres, orden social ético): este ocupa el lugar de la unidad orgánica inmediata que debía dejarse atrás (el antiguo ideal griego), y de la unidad orgánica superior que debería hacerse efectiva en un Estado moderno.
Es fácil jugar la carta historicista y afirmar que Hegel fue incapaz de captar adecuadamente la dinámica capitalista, por su propia situación histórica. Jameson está en lo cierto al llamar la atención sobre el hecho de que, «pese a su familiaridad con Adam Smith y la doctrina económica emergente, la concepción de Hegel del trabajo y la producción –lo que he caracterizado específicamente como ideología artesanal– no sugiere ninguna anticipación de las originalidades de la producción industrial o el sistema industrial»[5]; en resumen, los análisis de Hegel del trabajo y la producción no pueden «transferirse a la nueva situación industrial»[6]. Hay una serie de razones interconectadas para esta limitación, todas basadas en los límites de la experiencia histórica de Hegel. En primer lugar, su idea de la revolución industrial implicaba solo la manufactura del tipo analizado por Adam Smith, donde el proceso de trabajo era todavía el de un grupo de individuos usando herramientas, y no era aún el de una fábrica en la que la maquinaria marca el ritmo y los trabajadores individuales son de facto reducidos a órganos que sirven a la maquinaria como sus apéndices. En segundo lugar, no podía imaginar todavía el modo en que las reglas de la abstracción se desarrollarían en el capitalismo: cuando Marx describe la enloquecida circulación autopotenciadora, que alcanza su apogeo en la actual especulación metarreflexiva sobre los mercados bursátiles de futuros, es demasiado simplista afirmar que el espectro de este monstruo capitalista autoengendrador (que persigue sus intereses sin ningún miramiento por las preocupaciones humanas o ambientales) es una abstracción ideológica, y que, detrás de esta abstracción, hay gente real y objetos naturales sobre cuyas capacidades productivas y recursos se basa la circulación del capital, de la que se alimenta como un parásito gigante. El problema es que esta «abstracción» no es solo característica de nuestra (o mejor dicho: del especulador financiero) percepción errónea de la realidad social, sino que es «real» en el sentido de que determina la estructura de los procesos sociales materiales: el destino de capas enteras de la población y a veces de países enteros se decide por la danza especulativa «solipsista» del Capital, que persigue su objetivo de ganancia con total indiferencia hacia el modo en que sus movimientos afectarán a la realidad social. Allí está la violencia sistémica fundamental del capitalismo, mucho más siniestra que la violencia directa socio-ideológica precapitalista: ya no puede atribuirse a individuos concretos y sus intenciones «malvadas», sino que es puramente «objetiva», sistémica, anónima.
Aquí nos encontramos con la diferencia lacaniana entre realidad y lo Real: «realidad» es la realidad de la gente implicada efectivamente en la interacción social y en los procesos productivos, mientras que lo Real es la lógica espectral «abstracta» e inexorable del Capital que determina lo que ocurre en la realidad social. Esta fractura es tangible en el modo en que la situación económica de un país puede considerarse buena y estable por los expertos financieros internacionales, incluso cuando la mayoría de su gente está peor que antes –la realidad no importa, lo que importa es la situación del Capital–. Y, de nuevo, ¿no es más cierto esto hoy que nunca? ¿No apuntan los fenómenos habitualmente clasificados como características del «capitalismo virtual» (el comercio de futuros y especulaciones financieras similares) hacia el reino de la «abstracción real» en su aspecto más puro, mucho más radical que en tiempos de Marx? En resumen, la forma más alta de ideología no es verse atrapado en la espectralidad ideológica, olvidando a la gente real y sus relaciones, sino precisamente ignorar este Real de la espectralidad y fingir que uno se preocupa directamente de «la gente real con sus problemas reales». Los visitantes del London Stock Exchange reciben un folleto gratuito que explica cómo el mercado bursátil no tiene que ver con misteriosas fluctuaciones, sino con gente real y sus productos: esta es la ideología en su estado más puro.
En los análisis del universo del Capital, no deberíamos solo empujar a Hegel hacia Marx, sino que el mismo Marx debería ser radicalizado: solo hoy, en relación con el capitalismo global en su forma «postindustrial», el capitalismo realmente existente está alcanzando el nivel de su concepto, por decirlo en términos hegelianos. Quizá deberíamos seguir otra vez el lema antievolucionista de Marx (por cierto, tomado literalmente de Hegel) de que la anatomía del hombre proporciona la clave para la anatomía del simio; esto es, que para describir la estructura conceptual inherente de una formación social, debemos comenzar con su forma más desarrollada. Marx localizó el antagonismo capitalista elemental en la oposición entre valor de uso y valor de cambio: en el capitalismo, el potencial de esta oposición se realiza plenamente, el dominio del valor de cambio adquiere autonomía, se transforma en el espectro del capital especulativo autopropulsado que utiliza las capacidades productivas y necesidades de la gente real solo como su encarnación temporal desechable. Marx derivó su concepto de crisis económica de esta misma fractura: una crisis acaece cuando la realidad se coloca al nivel del espejismo autogenerado e ilusorio del dinero que crea más dinero –esta locura especulativa no puede continuar indefinidamente, debe estallar en crisis incluso más serias–. La raíz definitiva de la crisis es para Marx la fractura entre valor de uso y valor de cambio: la lógica del valor de cambio sigue su propio camino, su propia danza enloquecida, independientemente de las necesidades de la gente real. Podría parecer que este análisis es relevante hoy en día, cuando la tensión entre el universo virtual y el real está alcanzando proporciones casi insoportables: por un lado tenemos incontrolables especulaciones solipsistas sobre acciones de futuros, fusiones, etc., siguiendo su propia lógica inherente; por el otro lado, la realidad iguala esta dinámica, adoptando la forma de catástrofes ecológicas, pobreza, el colapso de la vida social en el Tercer Mundo y la propagación de nuevas enfermedades.
Por esta razón los cibercapitalistas se muestran hoy como los capitalistas de referencia; por esta razón Bill Gates puede soñar en un ciberespacio que proporcione el marco para lo que llama «capitalismo sin fricciones». Lo que tenemos aquí es un cortocircuito ideológico entre dos versiones de la fractura entre realidad y virtualidad: la fractura entre la producción real y el dominio virtual o espectral del Capital, y la fractura en...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Legal
  4. Dedicatoria
  5. Prólogo a la edición española. PODEMOS (con Hegel)
  6. Introducción. Eppur si muove
  7. PARTE PRIMERA. Las copas de antes
  8. I. «Haciendo vacilar las apariencias»
  9. II. «Donde nada hay, lee que te quiero»
  10. III. La decisión de Fichte
  11. PARTE SEGUNDA. La Cosa en sí: Hegel
  12. IV. ¿Sigue siendo posible ser hegeliano?
  13. Interludio 1. Marx como lector de Hegel, Hegel como lector de Marx
  14. V. Parataxis: figuras del proceso dialéctico
  15. Interludio 2. El cogito en la historia de la locura
  16. VI. «No solo como sustancia, sino también como sujeto»
  17. Interludio 3. Rey, plebe, guerra… y sexo
  18. VII. Los límites de Hegel
  19. PARTE TERCERA. La Cosa misma: Lacan
  20. VIII. Lacan como lector de Hegel
  21. Interludio 4. Tomando prestado del futuro, cambiando el pasado
  22. IX. Sutura y diferencia pura
  23. Interludio 5. El correlacionismo y sus descontentos
  24. X. Objetos, objetos por todas partes
  25. Interludio 6. El cognitivismo y el bucle de autopostulación
  26. XI. El no-Todo, o la ontología de la diferencia sexual
  27. PARTE CUARTA. El cigarrillo de después
  28. XII. Un cuarteto: terror, ansiedad, valentía… y entusiasmo
  29. XIII. El otro cuarteto: lucha, historicidad, voluntad… y Gelassenheit
  30. XIV. La ontología de la física cuántica
  31. Conclusión. La suspensión política de lo ético