Turing y el ordenador
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Turing y el ordenador

  1. 112 páginas
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Turing y el ordenador

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Información del libro

El ordenador ha revolucionado la era moderna de las comunicaciones y la información, y su desarrollo, al que contribuyó de forma fundamental Alan Turing, supone uno de los mayores logros del siglo XX. Sin embargo, ¿cuántos de nosotros sabemos cómo funciona realmente, y qué sabemos de Turing, el hombre que contribuyó a descifrar los códigos cifrados alemanes de Enigma durante la Segunda Guerra Mundial, pero que fue olvidado por todos tras su muerte? Turing y el ordenador es un retrato brillante de la vida y obra de Turing, y ofrece una explicación clara y comprensible de la importancia y el significado del ordenador y la forma en que está cambiando y moldeando nuestras vidas desde entonces.

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Información

Año
2014
ISBN
9788432317040
Edición
1
Categoría
History
Categoría
Science History
Vida y obra de un enigma
Alan Turing nació en Londres en 1912, en el seno de una familia inglesa de clase media alta. Su padre pertenecía a la administración en la India y su madre era hija del ingeniero jefe del ferrocarril de Madrás. En 1913, sus padres volvieron a la India, dejando al recién nacido Alan y a su hermano de cinco años al cuidado de un coronel retirado y su esposa, en la ciudad de St. Leonards-on-Sea, en el condado de Sussex.
En aquellos días, los padres ingleses respetables no pensaban que fuera malo abandonar a los hijos de esta forma. Incluso los que no podían marcharse a las colonias contrataban a niñeras y mandaban a sus hijos a internados (desde los siete a los dieciocho años), para asegurarse de ver poco, y oír menos, a sus hijos. Este temprano abandono apenas afectó a John, hermano de Alan, como apenas afectó a la mayor parte de esa generación de clase media; todos acabaron convirtiéndose en típicos colegiales ingleses de colegios privados. (Solo ahora, en que los tiempos se han vuelto mucho más exigentes, empezamos a pensar que esta especie característica de jóvenes estaba mutilada emocionalmente.) Alan Turing, sin embargo, resultó ser un niño normal, por lo que la experiencia le afectó sobremanera. Desarrolló un pronunciado tartamudeo, su autosuficiencia era rayana en la excentricidad y se sentía incapaz de participar en la charada de las costumbres sociales.
Cuando su madre volvió, para una larga visita, en 1916, Alan reaccionó con sentimientos encontrados, que habría de conservar toda su vida. Quería tiernamente a su madre, pero también pensaba que era una mujer imposible. Por su parte, parece que la señora Turing era, efectivamente, imposible, pero además difícil de querer. Su principal preocupación vital era que Alan pareciera respetable. Desgraciadamente, el «diablillo» que Alan llevaba dentro hizo que eso también fuera imposible.
En el internado, desde el principio Alan se comportó de forma especial. Era siempre el único que iba desaliñado, el que tenía tinta en los dedos, el que no encajaba en el grupo. Lo que es peor, parecía no querer encajar. Era tímido, solitario, y su tartamudeo sólo servía para empeorar las cosas. El menor de los Turing no parecía una promesa. Tuvo problemas para aprender a leer y a escribir. Sin embargo, un día decidió que quería leer y aprendió por su cuenta en tres semanas. Para cuando cumplió los once años, había desarrollado una pasión por la química orgánica, pero seguía sin sentir ningún interés por otras materias y ni siquiera era capaz de hacer divisiones largas.
Cuando el matrimonio Turing regresó de la India definitivamente, decidieron quedarse en Dinard, en Bretaña, para evitar el pago de impuestos. Sin embargo, no puede decirse que se tratara estrictamente de un acto egoísta por su parte: sencillamente, no se podía considerar a alguien como miembro de la clase media si no enviaba a sus hijos a un colegio privado, que era más de lo que los Turing podían permitirse económicamente. Había que evitar este estigma social como fuera, aunque supusiera el exilio. Así que, cuando los padres volvieron por fin del extranjero, sacaron a los niños de donde estaban y los llevaron a vivir con ellos a una casa diferente. Todo por su bien, por supuesto.
De hecho, sí fue por su bien. Alan disfrutó de estas vacaciones en Francia, y aprendió rápidamente el idioma. Además, su educación privilegiada acabó despertando las adormecidas cualidades que había heredado. Su abuelo paterno había sido un estudioso de las matemáticas en Cambridge, y un antecesor angloirlandés de su madre había sido el inventor del término «electrón», en 1891 (aunque lo que verdaderamente impresionaba a la familia, y compensaba el faux pas de ser un científico, era que había sido elegido miembro de la Royal Society).
Era estupendo que Alan jugara a hacer «tufos» con su juego de química del colegio, pero no era más que una afición. Para recibir una buena educación y salir adelante en la vida, debía aprender latín. Después de todo, para eso lo estaban educando. Para eso se estaba invirtiendo todo ese dinero: para que pudiera aprender algo y no se dedicara solo a juguetear con ese espantoso juego de química. Sin el latín, nunca aprobaría el examen general para entrar en un colegio privado (en la Inglaterra de entonces, a los colegios privados se los denominaba «públicos», pero ni el examen de acceso tenía nada de «general», ni los colegios «públicos» nada de público).
Para alivio de todos, Alan consiguió entrar por los pelos en Sherborne, un colegio privado de razonable prestigio, en Dorset. A los trece años, abandonó Francia solo para empezar su primer trimestre en el nuevo colegio. Cuando el transbordador llegó a Southampton, se encontró con que la huelga general había empezado ese mismo día. El país estaba paralizado: no había trenes, ni transportes de ningún tipo. Con el ingenio que lo caracterizaba, compró un mapa y recorrió en bicicleta los casi 90 kilómetros que lo separaban de Sherborne, donde llegó convertido prácticamente en héroe.
Sin embargo, Turing no logró estar a la altura de lo que prometía. No tardó en ponerse de manifiesto que no iba a ser el tipo de héroe de colegio privado. Ese niño desaliñado, raro y tartamudo no parecía interesado en hacer amigos ni en ganar popularidad. Sin embargo, tampoco se rebelaba contra la sociedad. Sencillamente, adoptó un enfoque asocial: prefería hacer las cosas a su manera, en lo posible, pero siempre dentro del sistema. Esta actitud habría de mantenerla toda su vida. Se conformaba, pero al mismo tiempo no se conformaba.
En consonancia con la ética deportiva de los colegios privados, Turing se decantó por la carrera de fondo, uno de los deportes en que no había que jugar en equipo. Pese a sus pies planos, era sorprendentemente bueno en esta especialidad. Físicamente, al igual que intelectualmente, Turing siempre mostró una resistencia excepcional… siempre y cuando le apeteciera. Además, en Sherborne descubrió un profundo interés por las matemáticas. Estaba poco interesado en las clases convencionales, y empezó a estudiar el tema por su cuenta, aventajando con mucho a sus compañeros, aunque al mismo tiempo seguía sin conocer ni los principios más básicos. Pronto empezó a leer acerca de la relatividad, y desarrolló un profundo interés por la criptografía. Solía hacer orificios en una hoja de papel; al colocarla sobre una página de un libro concreto, se obtenía un mensaje. Sin embargo, para crear mensajes cifrados era necesario un receptor. Cuando Turing cumplió quince años, encontró a ese alguien, un chico mayor llamado Christopher Morcom, a quien todos consideraban el mejor matemático del colegio. Su interés común por las matemáticas fue la base de su amistad. Sin embargo, para Turing esto llegó a ser algo más que amistad: se enamoró de Chris­to­pher.
Esta experiencia fue extremadamente casta, pero también muy desconcertante para Turing. No podía admitir sus sentimientos ante nadie, ni siquiera Christopher (que, aparentemente, desconocía la naturaleza de los sentimientos que Turing le profesaba). Turing ni siquiera podía admitir estos sentimientos ante sí mismo. Al igual que la mayoría de los miembros de su clase social en aquel entonces, Turing era un ignorante en materia de sexo y emociones de esta índole. Los chistes verdes y la masturbación solo servían para aumentar esta ignorancia. Sherborne, al igual que muchos otros colegios privados, creía firmemente en la represión. Si no se prestaba atención al sexo, la necesidad cesaría. De hecho, el interés de Turing por la carrera a campo traviesa venía en parte de que lo distraía de sus pensamientos masturbatorios.
Christopher era un joven de pelo claro y ojos azules, de constitución delgada. Turing encontraba en Christopher la misma inclinación a seguir unos principios. (Estos, en el caso de Turing, no eran evidentes, ya que estaban eminentemente relacionados con la protección de su individualismo interior, pero en realidad eran unos principios firmes, lo suficientemente sólidos como para que mantuviera las diferencias con los que lo rodeaban.) Christopher era un joven de principios, sin caer en la pacatería. No se sumaba a las «conversaciones picantes» de los demás, que el propio Turing encontraba de tan mal gusto.
De vez en cuando, Christopher se ausentaba del colegio y regresaba con aspecto débil y más delgado. Turing sabía que Christopher tenía mala salud, pero desconocía la gravedad de la situación: Christopher padecía en realidad de tuberculosis bovina. A principios de 1931, cayó inesperadamente enfermo en el colegio y lo llevaron a un hospital de Londres, donde falleció a los pocos días.
Turing quedó desolado. Christopher había sido la primera persona que había logrado atravesar su coraza de soledad. Jamás olvidaría su amor adolescente por Christopher. La idea del amor secreto y casto –frecuentemente necesario, en los días en que la homosexualidad era un delito– habría de ayudarlo en muchos momentos difíciles de su vida.
Turing se ganó merecidamente una beca para el King’s College, en Cambridge, donde ingresó en octubre de 1931. Al principio, no hablaba con mucha gente y se mantuvo aislado, disfrutando de la novedad de un cuarto individual y privado, donde podía estudiar tranquilamente. Sin embargo, su tartamudeo se hizo más evidente, y su confusión psicológica no desaparecía. Turing sufrió solo y en silencio al comprender su sexualidad, mientras otros reconocían con burla los rasgos distintivos de los homosexuales. Afortunadamente, no tardó en descubrir que uno de sus compañeros de matemáticas compartía sus inclinaciones, y ambos iniciaron una relación sexual sin grandes compromisos.
A principios de la década de 1930, Cambridge era una de las primeras instituciones matemáticas y científicas del mundo. El físico teórico anglosuizo Paul Dirac y sus colegas consideraban que la universidad solo era superada en el campo de la física cuántica por la de Gotinga. El King’s College estaba especialmente bien dotado: George Har­dy, uno de los mejores matemáticos de su tiempo, y Arthur Eddington, cuyo trabajo había ratificado la teoría de la relatividad de Einstein, eran tutores residentes y dieron clases a Turing.
Sin embargo, Turing estaba particularmente interesado en la lógica matemática. En 1913, Russell y Whitehead, ambos tutores de Cambridge, ha­bían publicado Principia Mathematica. Con ello intentaban aportar una base filosófica para las matemáticas, con el fin de establecer así su certeza. Russell y Whitehead intentaron demostrar que todo el edificio de las matemáticas podía derivarse de ciertos axiomas lógicos fundamentales (en cierto modo, esto es lo contrario de lo que Boole intentara cerca de medio siglo antes). Russell y Whitehead no lograron un éxito total, ya que en el camino encontraron algunos problemas lógicos.
Por ejemplo, tomemos una proposición como: «l...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Legal
  4. Introducción
  5. La era a.C.: los computadores antes de su tiempo
  6. Vida y obra de un enigma
  7. Epílogo
  8. Fechas relevantes
  9. Otras lecturas recomendadas
  10. Títulos publicados