Disputar la democracia
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Política para tiempos de crisis

  1. 192 páginas
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Política para tiempos de crisis

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El objetivo inicial de este libro era dar a conocer las reflexiones políticas de un profesor universitario que se había hecho un hueco, como comentarista político, en algunas televisiones. Aquellas reflexiones quizá tuvieran algún interés en su momento, pero ahora son las reflexiones del portavoz de una fuerza política que todas las encuestas sitúan ya como la tercera (si no segunda) fuerza política en España. El libro tiene la frescura de quien escribía sin concesiones y servirá para dar a conocer mi manera de ver muchos asuntos sin los matices que impone la responsabilidad política, al tiempo que permitirá a los lectores conocer una parte de ese futuro anterior de PODEMOS.

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Información

Año
2015
ISBN
9788446040224
II
HISTORIA
El futuro tiene un corazón antiguo
DISPUTANDO LA DEMOCRACIA (DESDE HACE MÁS DE 100 AÑOS)
Recuerdo una conversación con Isaac Rosa a la salida de un debate en La Tuerka, cuando aún hacíamos el programa en Tele K. Hablábamos del 15M y del problema del «adanismo» de ciertos nuevos militantes que acababan de incorporarse a la política. Parecía, para algunos, que las luchas políticas en España nacían con el 15M. El movimiento 15M parecía la más contundente consecuencia política de la crisis, que daba al traste con todo lo anterior renovando el lenguaje, las prácticas y el estilo de hacer política bajo los principios de más democracia y más derechos. Pero, como decía Carlo Levi, il futuro ha un cuore antico.
Entre los conceptos y categorías para describir el mundo político español de la era post-15M aparecen el régimen («Aba­jo el régimen» escribieron los jóvenes de Juventud Sin Futuro en la fachada del Congreso con un spray), el 1 por 100 (la mino­ría que acapara el poder) frente al 99 por 100 (las mayorías sociales excluidas de la decisión), el bipartidismo turnista del PP y el PSOE, el auge del soberanismo catalán y vasco como desafío a la estructura territorial y política del Estado español, la emergencia de movimientos sociales en defensa de los derechos de los trabajadores y de los de abajo en general (la sanidad y la educación públicas, la vivienda…), la noción de mayoría silenciosa a la que siempre apela la derecha, el sistema electoral como límite a la democracia, etcétera.
Todas esas nociones, sin embargo, aunque muchas veces parezcan novedosas en su formulación, están tatuadas en el ADN político de España desde hace más de cien años. En este capítulo repasamos de forma apresurada e incompleta, lógicamente, algunas de las claves de nuestra historia y de las luchas por la democracia en nuestro país hasta la Transición. No he querido profundizar en los últimos 35 años; la interpretación del periodo más reciente de nuestra historia política presenta quizá demasiadas controversias en un momento como este, lo que obligaría a un estudio más detallado del que quiero, y puedo, afrontar aquí. Pero sí me parecía importante dejar estos apuntes, pues si algo deben saber los jóvenes que se han incorporado a la política en los últimos tiempos para pedir más democracia, es que forman parte de una tendencia permanente en nuestra historia de la que podemos estar orgullosos.
CÁNOVAS: EL PADRE DE LA DERECHA ESPAÑOLA QUE DESPRECIABA ESPAÑA
Suele decirse que el siglo XX en España empieza con el «Desastre del 98», aunque haya alguno, más partidario de las «crónicas reales», que quiera retrasar su comienzo a la declaración de mayoría de edad e inicio del reinado de Alfonso XIII, en mayo de 1902. Lo cierto es que, cuando el siglo empieza, el régimen político tiene ya una duración de un cuarto de siglo y que su columna vertebral legal es una Constitución de la que se ha dicho: «Todo análisis histórico de la Constitución de 1876 debe partir del hecho de que la dinámica política prevista en su articulado –sufragio, mayorías parlamentarias, etcétera…– no solo no va a desarrollarse en la práctica de acuerdo con tales previsiones formales, sino que sus mismos artífices cuentan de antemano con ese desajuste entre la letra y la realidad de su aplicación» (J. M.a Jover). La Constitución como papel mojado, ¿les suena?
Ese régimen político nació, además, para no faltar a nuestra tradición decimonónica, de un golpe militar: el pronunciamiento de Martínez Campos en Sagunto, al que se suman los ejércitos del Norte y del Centro, que hace que Serrano abandone el poder, que es transmitido por el general Fernando Primo de Rivera directamente a Cánovas como representante oficial del rey en ciernes (el futuro Alfonso XII). Es Antonio Cánovas del Castillo, el padre de la derecha española –que, no por casualidad, dio su nombre a uno de sus principales think tanks hasta la unificación de todos en FAES–, quien manejará todos los hilos del poder hasta la elaboración de esa Constitución dieciocho meses más tarde.
El giro reaccionario es patente: no solo se colocará en la cúpula del poder militar y civil a destacados monárquicos y se restablecerá la legislación pre-republicana en lo relativo a grandezas y títulos del reino; también se estrecharán las relaciones con la jerarquía católica, modificando el matrimonio civil y sustituyéndolo por el exclusivo católico-canónico. En materia educativa, se estableció la supervisión gubernativa de los libros de texto y programas, y el ministro de Fomento, marqués de Orovio, exigió una declaración de fidelidad política al profesorado que supuso la exclusión de sus cátedras de Giner de los Ríos, Azcárate o Salmerón, y la fundación, por ellos y otros, de la Institución Libre de Enseñanza. La voluntad de intervenir sobre la educación y la familia desde los criterios más retrógrados, vinculados siempre a la jerarquía católica, ha sido siempre una constante de nuestra derecha.
Para la elaboración de la Constitución se celebraron elecciones el 31 de mayo de 1875. Cánovas, aunque enemigo declarado del sufragio universal, quiso respetar las formas y consintió en que, «por esta vez», se hicieran por el sufragio universal masculino establecido por la Constitución de 1869. No obstante, con la prensa amordazada y los partidos opuestos en plena dispersión, las elecciones fueron un trámite que arrojó, sin embargo, unas escandalosas cifras de abstención (67 por 100 en Madrid, entre el 70 y el 80 por 100 en Zaragoza, Valencia y Valladolid, 88 por 100 en Barcelona). El resultado, como no podía ser de otra forma, supuso que los diputados ministeriales alcanzaran 333 escaños de un total de 391.
La Constitución de 1876, en línea con el liberalismo doctrinario profesado por Cánovas, sostenía la soberanía compartida entre el Rey y las Cortes, y otorgaba un enorme poder al monarca al poder elegir directamente al jefe de Gobierno y otorgarle, además, el decreto de disolución de las Cortes para poder celebrar nuevas elecciones (como «prerrogativa regia»). Con un sistema electoral escandalosamente corrupto, una vez controlado el Ministerio de Gobernación y los gobiernos civiles, las elecciones –salvo alguna excepción ya en el final del régimen– siempre fueron ganadas por el gobierno que las convocaba.
Establecía la Constitución un sistema bicameral, con un Senado integrado por senadores de derecho propio –aristocracia de sangre, jerarquía militar, eclesiástica y administrativa–, senadores vitalicios –nombrados por el rey– y senadores electivos. Se dejaba abierta la cuestión del sufragio, aunque Cánovas, como ya hemos dicho, enemigo del universal, promovió la Ley de 28 de diciembre de 1878 que reimplantó el sufragio censitario, con un censo de solo 850.000 electores. Para apreciar a cuántos ciudadanos varones se privaba del voto bastará conocer que, cuando en 1890 los liberales de Sagasta logren hacer aprobar el sufragio universal masculino, el censo electoral se elevará hasta casi 5 millones de electores.
Cánovas ya había ocupado cargos importantes, entre ellos el de ministro de Gobernación durante los años finales del reinado de Isabel II, y era un pesimista incurable: «Son españoles… los que no pueden ser otra cosa» fue una de las frases que dejó para la historia y que conviene recordar a sus hijos políticos, tan partidarios del «¡España!, ¡España!, ¡España!». De él ha escrito Ramos Oliveira que tenía en el tuétano el convencimiento de que España se había acabado; como político, pasó por el gobierno de España con la sola preocupación de apuntalar por aquí y por allá la agrietada fábrica del Estado: «Organizó a España inicuamente para que tirara otros cuarenta o cincuenta años e incurrió en todos los desmanes que censuró a los políticos del siglo XVII».
Dice también Ramos Oliveira que «con su sistema de gobierno causó incalculable mal a la nación; la castró; la oprimió y la hizo perder la fe que le quedaba en lo presente y en lo porvenir. Pocos crímenes menos disculpables que el del hombre que se sitúa al frente de un gobierno, o de un sistema de gobierno, sin fe en su patria. No hay engaño de peores consecuencias para un pueblo. Cánovas era de ese género de políticos; y su estilo de gobernante obseso por una paz interior comprada a cualquier precio, reacio a hacer y mucho más a pensar en lo futuro, se ceñía y ajustaba a las sórdidas ambiciones de la oligarquía territorial, ávida ya de sentarse al banquete y gozar en quietud de las rentas pingües, sin pensar en reformas que fueran bálsamo en las miserias de un proletariado harapiento».
BIPARTIDISMO, OLIGARQUÍAS Y CACIQUES: EL BANQUETE DE UNA MINORÍA
El propio Cánovas se ocuparía de dotar al sistema de una «oposición» que aceptase los fundamentos del mismo (la monarquía, el reconocimiento de la supremacía de la corona a través de la prerrogativa regia, etcétera… y, en definitiva, compromiso en el turno pacífico del poder). Encontró para ello a un político que supo aunar bajo su liderazgo a un conjunto de liberales reciclados en los antiguos partidos Constitucionalista, Radical, e incluso Unionistas y Moderados: Práxedes Mateo Sagasta.
En el periodo comprendido entre 1876 y 1880, Sagasta construirá el llamado Partido Fusionista, más tarde conocido como Partido Liberal, con el que compartirá el poder el partido de Cánovas (Partido Liberal Conservador o Conservador a secas). Con la incorporación al Partido Fusionista de «Grandes de España» tan significativos como los duques de Alba, Medinaceli, Fernán-Núñez y Veragua, resultó claro que el nuevo partido ofrecía a Cánovas las suficientes garantías como para basar en él su proyecto de bipartidismo. «El dinastismo (de los partidos del turno) –ha escrito Ramón Villares– era algo más que una etiqueta: era el blindaje del sistema frente a los excluidos del mismo tanto por razones ideológicas o partidarias (republicanos, carlistas y luego regionalistas) como por razones sociales, al bloquear la posibilidad de que la voluntad ciudadana se expresase en lo que entonces se denominaban “elecciones de verdad”».
Este fue, en líneas generales, el dispositivo político montado por Cánovas del Castillo para asegurar el disfrute sosegado del banquete a una minoría de privilegiados que nunca habían dejado de serlo, pero que habían visto con inquietud durante el llamado Sexenio Revolucionario (1868-1874) cómo la democratización, por precaria que fuese, amenazaba sus posiciones.
Tras el andamiaje político del «turnismo» se esconde una realidad que ha sido definida por la historiografía con las palabras que Joaquín Costa utilizó para titular la encuesta realizada en el Ateneo de Madrid: «Oligarquía y caciquismo como la forma actual de gobierno en España: urgencia y modo de cambiarla». Los términos «oligarquía» y «caciquismo» se repiten desde hace más de un siglo en los manuales de historia para describir la realidad social de los últimos años del siglo XIX y los primeros del XX. No es un libro como este la ocasión para entrar en polémicas historiográficas, pero no quiero dejar de decir que las tesis de Manuel Tuñón de Lara sobre el «bloque de poder» y la dominación de clase que supone, me parecen perfectamente válidas frente a las sostenidas por el recientemente fallecido (y tan celebrado por muchos de mis colegas politólogos) Juan José Linz, para el que, en nuestro país, la política tenía precedencia sobre los intereses materiales.
Pese a todas las matizaciones que han introducido, por ejemplo, mis colegas de facultad Mercedes Cabrera y Fernando del Rey Reguillo, hablando de «instrumentación recíproca», un examen de las decisiones, sus actores y beneficiarios demuestra cómo el sistema bloqueó cualquier atisbo de democratización que avanzara hacia un mínimo reparto efectivo del poder, y con ello a limitar siquiera un régimen de explotación de una inmensa mayoría de la población en beneficio de una minoría. Como ahora, el 1 por 100 frente al 99 por 100.
La introducción de este sistema de sufragio universal masculino no supondría ningún cambio democrático del mismo. Como detalla Fernández Almagro, al final del Gobierno Largo de Sagasta (de noviembre de 1885 a julio de 1890), los liberales lograban hacer aprobar la Ley de 9 de junio de 1890 que concedía el derecho al voto a todos los españoles, varones y mayores de 25 años, que se hallaran en pleno goce de sus derechos civiles y fuesen vecinos de un municipio con, al menos, dos años de residencia en el mismo. Hay que recordar que, en las discusiones parlamentarias sobre el sufragio, Cánovas, enemigo del sufragio universal, con cierta lucidez, había advertido: «Yo creo que el sufragio universal, si es sincero, si da un verdadero voto en la gobernación del país a la muchedumbre […] sería el triunfo del comunismo y la ruina del principio de propiedad, y si no es sincero el sufragio universal, porque esté influido o conducido, como en este caso lo estaría, por la gran propiedad o por el capital, representaría […] el menos digno de todos los procedimientos políticos para obtener la expresión de la voluntad del país» (Diario de sesiones del Congreso de 10 de febrero de 1888).
La profecía de Cánovas se cumplió: el sufragio universal masculino no supuso el triunfo del comunismo y sí la consolidación y el incremento de la indignidad de la manipulación electoral y la corrupción. Los resultados electorales prácticamente no variaron, y la indiferencia por la política de la mayor parte de la población continuó en los mismos términos. Todos los políticos parecían iguales y, en cierta medida, era verdad. El supuesto órdago de Sagasta era una maniobra de «apertura hacia la izquierda» destinada a atraer a los republicanos que tampoco tuvo demasiado éxito si exceptuamos a algunos seguidores de Emilio Castelar, que dijo que la monarquía liberal se convertiría en monarquía democrática tan pronto se establecieran el jurado popular y el sufragio universal. Habría que esperar a Juan Carlos I para que esta afirmación, según la cual las monarquías se transforman en democráticas si hay elecciones libres, tuviese seguidores demócratas (los partidos de izquierda en la Transición) en España.
En aquellas elecciones la mayor parte del republicanismo, casi siempre dividido, solo tuvo cierto apoyo en las grandes ciudades, únicos lugares donde la extensión del sufragio tuvo algún efecto.
EL 98 Y LA «REGENERACIÓN DE LA POLÍTICA»
El «Desastre del 98», con la pérdida de los restos del imperio colonial español, supuso una conmoción inmensa en el país, pero no varió nada el entramado político que hemos descrito. Indudablemente, hay que distinguir lo que José Luis Abellán llamó «desastre-mito» (producto de una oligarquía que quiso identificar sus dificultades y el derrumbamiento de toda una ideología justificativa con el fracaso histórico de todo un pueblo) y «desastre real»: el sufrido por los sectores populares del país, las familias diezmadas por una movilización militar que admitía la redención en metálico, las enfermedades y bajas con la consiguiente merma de capacidad laboral de los repatriados, etcétera. Hoy el desastre-mito de la crisis es el desastre de la «Marca España», identificada con la pérdida de prestigio internacional (que no necesariamente de beneficios) de las grandes empresas españolas frente al desastre real de millones de familias.
La ruptura ideológica de aquel «desastre» tuvo también su reflejo en otras manifestaciones como la aproximación de jóvenes intelectuales al socialismo y al anarquismo y a eso que ambiguamente se llamó «regeneracionismo». Además de la ambigüedad de sus manifestaciones teóricas, se ha destacado que su contradicción fundamental radica en que el carácter netamente político de sus objetivos choca frontalmente con el desprecio y la repulsa a la acción política efectiva a través de una organización o partido, derivando incluso, en ocasiones, hacia un peligroso antiparlamentarismo y autoritarismo. ¿Les suena? Sus realizaciones concretas –La Liga Nacional de Productores, a partir de la actividad de Joaquín Costa en la Cámara Agrícola del Alto Aragón; o la «Unión Nacional», a partir de la incorporación al movimiento de las cámaras de comercio de Santiago Alba y ...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Legal
  4. Dedicatoria
  5. Prólogo. Ha llegado el momento de cambiar el mundo
  6. PODEMOS: futuro anterior
  7. Por qué debemos disputar la democracia
  8. Munición política para tiempos de crisis
  9. I. POLÍTICA. El pesimismo de la inteligencia y el optimismo de la voluntad
  10. II. HISTORIA. El futuro tiene un corazón antiguo
  11. III. CRISIS. La economía es política
  12. IV. RÉGIMEN. El poder y la casta
  13. Epílogo. Ganar las elecciones no es ganar el poder
  14. Apéndices. Discursos para el final de un régimen
  15. Agradecimientos