Hawking y los agujeros negros
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Hawking y los agujeros negros

  1. 104 páginas
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Hawking y los agujeros negros

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Hawking es tal vez uno de los científicos más conocidos de nuestra época. Sus investigaciones y descubrimientos en los campos de los agujeros negros y la cosmología han abierto posibilidades infinitas y han cambiado nuestra manera de mirar el mundo y el cosmos. Aún así, ¿cuántos de nosotros entendemos realmente lo que significan los agujeros negros? Hawking y los agujeros negros es una brillante instantánea de la vida de Hawking y de su trabajo, y proporciona una explicación accesible y clara del significado y de la importancia de sus descubrimientos y del modo en que estos pueden cambiar o influir en nuestras vidas.

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Información

Año
2014
ISBN
9788432317064
Edición
1
Categoría
Historia
Vida y obra: una breve historia de Hawking
Stephen Hawking nació durante los sombríos días de la Segunda Guerra Mundial. Sus padres tenían una casa en Highgate, en el norte de Londres. Por la noche, el clamor de las sirenas que anunciaban los bombardeos, los focos de luz en busca de señales en el cielo, el resplandor y el estallido sordo de las bombas alemanas, desgarraban el silencio.
Para asegurar el nacimiento de su primer hijo, Frank e Isobel Hawking decidieron, poco antes de dar a luz, trasladarse temporalmente a Oxford. Los alemanes habían aceptado no bombardear Oxford y Cambridge para no dañar su irreemplazable arquitectura a cambio de que los aliados no hicieran lo propio con las históricas ciudades universitarias de Heidelberg y Gotinga. Como señalaba Isobel Hawking: «es una lástima que este tipo de acuerdo civilizado no se extendiera a otros campos». El 8 de enero de 1942 dio felizmente a luz un hijo varón, una fecha que casualmente coincide con el aniversario de Galileo, muerto en 1642, exactamente 300 años antes. Además, Newton había nacido casi al mismo tiempo el mismo año, por lo que, si omitimos el hecho de que son dos campos que se excluyen mutuamente, podríamos decir que los auspicios astrológicos para un astrónomo eran realmente excelentes.
Tanto Frank como Isobel Hawking habían estudiado en la Universidad de Oxford. Frank era ya un médico dedicado a la investigación, que estaba casi siempre de viaje. Por otro lado, la carrera de Isobel, en declive por falta de oportunidades, había comenzado con un aburrido puesto de inspectora fiscal para ir progresivamente descendiendo por diversos trabajos de secretaria nada satisfactorios. (En realidad, había llegado demasiado pronto, pues, solo unos años más tarde, Maggie Thatcher se haría cargo del comité conservador de la Universidad de Oxford. Durante la guerra, las mujeres ya habían entrado en los ministerios, consiguiendo puestos elevados en el escalafón funcionarial, habían escapado de la servidumbre doméstica para buscar empleo como braceras en las granjas, o habían probado el sabor de la independencia trabajando en las fábricas y ocupando puestos tradicionalmente «masculinos».)
Precisamente, cuando trabajaba de secretaria, Isobel conoció a Frank Hawking, que acababa de regresar de una investigación médica en África. No tardaron en casarse, y tuvieron cuatro hijos. La actitud ante la vida de Isobel, que apenas cambió de forma de ser, marcó la educación de sus hijos. Pese a ello, sus deseos no colmados encontraron un camino en el idealismo. Se enroló en las filas del comunismo y, aunque muy pronto flexibilizó su postura política, siguió siendo una socialista convencida. Más tarde, tomaría parte en las primeras marchas del CND, el comité para el desarme nuclear, desde Aldermaston hasta Londres, cuando intentar salvar a la especie humana de la destrucción nuclear se consideraba una actividad antisocial.
En 1950 los Hawking se trasladaron a vivir a St. Albans, 50 kilómetros al norte de Londres, una agradable ciudad catedralicia (o sofocantemente provincial). Frank había sido nombrado allí jefe del Departamento de Parasitología del Instituto Nacional de Investigación Médica. Los Hawking continuaron haciendo una vida intelectual perfectamente ortodoxa, lo que no impidió que se les etiquetase de inmediato como peligrosos excéntricos. Su casa estaba atestada de libros, los muebles pretendían ser cómodos y no símbolo de estatus social, las cortinas no se lavaban y, a veces, ni siquiera se corrían por la noche. Había quien podía asegurar incluso que la familia escuchaba en la radio el Tercer Programa (dedicado a la ­música clásica y al teatro, y dirigido especialmente a los pocos disidentes que vivían entre el filisteísmo burgués). En su tiempo libre, Frank llegó ­incluso a escribir varias novelas que nunca se publicaron, y de las que su esposa se burlaba llamándolas despropósitos. Los modelos para el joven Stephen fueron siempre más bien los Bertrand Russell y Gandhi que los Stanley Matthews o Max Miller.
Al llegar el verano, toda la familia se apretujaba en el automóvil, un antiguo taxi londinense, y se trasladaban a su caravana para pasar las vacaciones. La caravana, que era de su propiedad, estaba aparcada en un campo de Osmington, en Dorset, cerca de la bahía de Ringstead. No hace falta decir que no se trataba de una caravana corriente, sino de una vieja caravana gitana, pintada con alegres colores «romanís». Los Hawking no eran una familia acomodada, pero no eran pobres; tampoco parece que fueran más ni menos felices que cualquier otra familia de clase media durante esta época triste y gris de represión social.
De un hogar corriente como este salió un típico estudiante de la época. A los diez años, a Stephen se le matriculó en el mejor colegio de la zona: el mediocre St. Albans, cuya matrícula costaba 50 guineas por trimestre. Si tenemos en cuenta que una guinea equivale a 1,60 €, más o menos, podremos hacernos una idea de las pretensiones que dicha escuela tenía de aspirar al nivel «Basil Fawlty»1. Stephen era un estudiante debilucho, desmañado y de movimientos descoordinados, un tipo de personaje fácilmente reconocible que encajaba entre los habituales matones, chulos, fanfarrones, malas hierbas, quejicas y toda esa clase de seres particulares que suelen poblar cualquier patio escolar.
Para entonces, Stephen ya se había interesado por la química, e incluso tenía su propio laboratorio en el cobertizo de su casa, que no tardó en convertirse en un lugar desordenado, lleno de tubos de ensayo, residuos de viejos experimentos y manuales para la fabricación casera de pólvora, cianuro o gas mostaza.
Poco a poco iba haciéndose evidente que Stephen era un alumno bastante brillante, pero al que no le constreñían las ostentosas exigencias que trataban de imponerle en aquel colegio fino. No trabajaba demasiado, pero aprobaba con nota todas las asignaturas, aunque nunca era de los primeros. Su mente era aguda, pero hablaba con demasiada rapidez para que se le entendiese bien. En su casa, en el cobertizo, con sus pocos amigos del colegio, se dedicó a inventar complicados juegos de mesa, que para jugar requerían al menos cinco horas y que, en ocasiones, podían llegar a durar hasta una semana entera de vacaciones. No es extraño que pronto se encontrara jugando contra sí mismo. Tanto a los amigos como a la familia les sorprendía su capacidad para dejarse absorber por problemas tan abstrusos, cuya solución a menudo llegaba después de interminables horas. En opinión de su madre: «Me imagino que, por entonces, para él el juego era casi un sustituto de la vida».
Stephen parecía disfrutar viviendo en un mundo teórico ordenado, intentando retar a su estructura hasta sus últimos límites. Puede que no pareciera infeliz, pero ciertamente no era alguien corriente. El funcionamiento de su mente era inusitadamente abstracto, y parecía que le guiaban inclinaciones superiores a las naturales.
El ganador de todos los premios de su promoción, su compañero Michael, le definía de un modo cordialmente condescendiente, como «un brillante y simpático maniático de la ciencia». Un día, empezaron a hablar en el laboratorio de Stephen de «filosofía y vida». Michael recuerda que a él se le daba bastante bien la filosofía, pero a medida que se adentraban en la conversación, se fue dando cuenta de que Stephen lo estaba dejando en ridículo, incitándole sutilmente a que dejase ver su ignorancia. Fue un momento desconcertante para Michael que, de repente, sintió como si un observador distanciado le mirase burlonamente desde una gran altura. «En aquel momento me di cuenta por primera vez de que, de algún modo, Stephen era diferente y no solo brillante, no solamente listo ni original, sino excepcional.» También percibió «una arrogancia, un sentido global de cómo funcionaba el mundo». Naturalmente, el brillante y distraído cerebro de Stephen se había pasado algún tiempo reflexionando sobre las cosas, intentando figurarse cómo funcionaba el mundo.
La cosmología había sido la tarea que la filosofía se había impuesto en sus orígenes. La palabra griega para nombrar el universo era cosmos, que también significaba «orden», y cuya etimología ha guardado el sustantivo cosmética. Para los griegos antiguos el orden del mundo era una cuestión de belleza. Actualmente, la cosmología se ha desembarazado de sus tintes filosóficos, y se limita al estudio de la estructura del universo, pero el descubrimiento de un orden en esta vastedad infinita puede aún evocar un sentido de belleza y asombro filosófico. Esto puede ocurrir especialmente en la mente de un reflexivo estudiante de secundaria, dotado de una extraordinaria percepción, atraído por la abstracción y capaz de una concentración extrema en su empeño por pensar hasta la raíz última de las cosas.
Los escondidos talentos de Hawking necesitaban un impulso para poder emerger a la luz del día. Esto ocurrió cuando tenía dieciséis años y estudiaba para los A-levels2. En 1958, el padre de Stephen obtuvo un puesto de investigador en la India. La familia decidió convertirlo en una aventura y viajaron en automóvil, lo que en aquellos tiempos constituía todo un atrevimiento. Pero la decepción llegó cuando se supo que en aquella aventura no podría unirse toda la familia: Stephen debía pasar sus exámenes y se quedaría al cuidado de la vecina y agradable familia Humphrey.
La actitud de la señora Hawking al respecto era perfectamente británica. «Él se lo pasó en grande con los Humphrey, y nosotros lo pasamos muy bien en la India.» Y en efecto, eso parecía. Sin embargo, hubo un incremento notable en la torpeza de Stephen. En una ocasión digna de un número cómico, los Humphrey perdieron un carrito lleno de su mejor vajilla de loza. La señora Humphrey recuerda: «Supongo que todos se echaron a reír, pero después de un rato quien más se rio fue Stephen».
Al margen de otras posibles consecuencias, el hecho de ser abandonado por su familia fue suficiente para estimular el interés de Hawking por la vida. Su padre habría deseado que él estudiase biología con el objetivo de continuar después su labor en la profesión médica, pero a Stephen le interesaban más las mat...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Legal
  4. Introducción
  5. Vida y obra: una breve historia de Hawking
  6. Grandes momentos de la historia del universo
  7. Otras lecturas recomendadas
  8. Títulos publicados