Las variaciones de Hegel
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Las variaciones de Hegel

Sobre la 'Fenomenología del espíritu'

  1. 144 páginas
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Las variaciones de Hegel

Sobre la 'Fenomenología del espíritu'

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En este magistral trabajo, el filósofo y teórico cultural, Fredric Jameson, aborda el pensamiento del fundador de la dialéctica moderna ofreciéndonos una lectura innovadora del que es parte del sustrato de la cultura moderna occidental, la Fenomenología del espíritu.Donde otras monografías han interpretado la fenomenología como un sistema rígido y cerrado, en este trabajo Jameson consigue hallar en la famosa filosofía hegeliana flexibilidad y permeabilidad. Es por ello que el pensamiento hegeliano se descubre menos sistemático, menos mecánico de lo usual, en el que las ideas no se reifican en forma de abstracciones puras.Terminada pocas horas antes de la batalla de Jena y la consecuente llegada de Napoleón, la conclusión de la Fenomenología del espíritu de Hegel entraña un estancamiento, provisional y superable, de lo político y lo social –desde la que Jameson señala lecciones imprescindibles para nuestro momento."Fredric Jameson es el guía de la crítica marxista en los Estados Unidos. Prodigios y enérgico pensador cuyos escritos abarcan tanto a Sófocles como a la ciencia ficción."Terry Eagleton"Probablemente sus escritos sean las más importantes críticas culturales de la actualidad. Ciertamente nada sea ajeno a ellos."Colin MacCabe"Fredric Jameson preserva y alimenta el legado marxista para futuras generaciones."Benjamin Kunkel, London Review of Books"Las variaciones de Hegel cultiva una lectura audaz de un Hegel no-teleológico, arroja luz sobre algunos temas característicos y específicos, tales como dialéctica amo-esclavo, la subjetividad lingüística, la producción expresiva ("el reino animal del espíritu"), la figura de Antígona y la Revolución francesa."Choice

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Información

Año
2015
ISBN
9788446042730
Edición
1
Categoría
Philosophy
II. Problemas de organización
Si todavía resulta necesario proponer otra lectura de la Fenomenología del espíritu, una que aporte algo diferente respecto a los aparentemente innumerables estudios sobre su obra, que las bibliografías más extensas solo abarcan de un modo parcial, ello no tiene que ver solo con el redescubrimiento y el resurgir relativamente reciente del interés acerca de este libro[1], a propósito del cual el propio Hegel tuvo sentimientos encontrados en momentos posteriores de su carrera mientras elaboraba ese «hegelianismo» que, como sistema filosófico, funcionaría como sinónimo de su nombre hasta los años treinta del pasado siglo. Él mismo quiso que, como publicación para obtener su plaza, fuese un manual de clase; cuando en el Gymnasium de Núremberg el esfuerzo resultó un desastroso fracaso (como ya he apuntado), no solo renunció a su compromiso de enseñar filosofía en la escuela secundaria, sino que empezó a proyectar nuevos manuales bastante más sistemáticos –el ejemplo más notable son los tres volúmenes de la Enzyklopädie– que, a partir de ese momento, situaron a la Fenomenología en una posición permanentemente cuestionada, por su parte y también por parte de sus seguidores: ¿era una introducción o propedéutica para la filosofía, posibilidad que su propio Vorwort negaba, o era, de hecho, una parte constitutiva de esa filosofía a la que sus diferentes paneles[2] –lógica, estética, filosofía política, ciencia– parecían no dejar sitio?
Incertidumbres de este tipo resultan bienvenidas toda vez que exponen el texto a múltiples posibilidades de interpretación que no pueden resolverse filológicamente. Pero lo que de un modo mucho más insistente reclama una relectura y una reinterpretación es la presencia en este libro de una serie de temas que parecen haber sido permanentemente relevantes durante el siglo pasado, a pesar de –o quizá incluso debido a– los cambios radicales en las situaciones históricas acerca de las que, como cuestiones, todavía reaparecen con insistencia: las más notables son la dialéctica del amo y el esclavo y el infame «fin de la historia» (aunque la «conciencia infeliz» y el «alma bella» todavía están muy presentes entre nosotros, además de otros marcadores conceptuales, como espero demostrar más adelante)[3].
Pero lo que hoy hace que para nosotros estos momentos textuales adquieran un interés renovado es tanto su forma como su contenido: pues la propia heterogeneidad del libro los protege de ser completamente asimilados a alguna dimensión homogénea del pensamiento y del discurso filosófico. No han podido ser transformados en posiciones filosóficas puras o coherentes, en ideas o conceptos identificables, en símbolos cosificados de los que poder decir que representan el pensamiento oficial de Hegel o su «posición» acerca de esto o aquello. Esto tampoco tiene que ver con la tan apreciada oscuridad de su escritura (en tanto que opuesta a la relativa lucidez de las lecciones que también han llegado hasta nosotros): en este punto el uso que Hegel hace de la frase ciertamente nos detiene; pero esta incertidumbre se presenta con más frecuencia en el uso que hace de la dialéctica; y debemos estar muy atentos al modo en que evocamos esta misteriosa entidad, y ser particularmente recelosos a propósito de su retraducción en uno de esos conceptos puramente filosóficos (la «unidad de los opuestos», por ejemplo), pues la propia dialéctica surgió para frustrarlos o interrumpirlos, para desplazarlos o deconstruirlos, pero también para ponerlos de nuevo en marcha. Afortunadamente, la propia Fenomenología presta más atención a este aspecto que sus obras posteriores, y el origen de su famosa dificultad no es solo su reluctancia a pronunciar la palabra «dialéctica» o a dotarla de la densidad y sustancialidad de un nombre o de un método, sino también las complicadas maniobras con las que intenta evitar adoptar una postura al mismo tiempo que la expone.
Esta productiva incertidumbre acerca del estatus filosófico de la Fenomenología se ve acompañada de ambigüedades y vacilaciones igualmente productivas en otras cuestiones formales y de organización. Por ejemplo, prácticamente desde la primera edición del libro en los años triunfantes de Napoleón, se ha apuntado que existe una laguna y una división, por no decir una oposición, entre los primeros capítulos, que se ocupan de la conciencia, y la mayor parte de los demás, que los filósofos profesionales se inclinan a describir como sociológicos (cuando no los despachan simplemente con lo que puede denominarse «historia de las ideas»). Cabe pensar que el propio Hegel trató de enmascarar u ocultar este cambio de registro introduciendo un conjunto de oposiciones superpuestas que ciertamente complican esta cuestión. De este modo, los capítulos sobre la conciencia contrastan con la sección sobre la autoconciencia, a la que sigue una sección sobre la razón (Vernunft), que con una numeración (como C) completa la tríada sobre la conciencia, pero con otra (simultánea, como AA) aparece como opuesta al espíritu (der Geist, BB), a la cual sigue CC (la religión) y DD (el espíritu absoluto), como si todavía estas cuatro categorías formasen ahora otra serie distinta.
Es cierto que el gran panel virtualmente autosuficiente dedicado a la religión complica la cuestión de un modo que discutiré más adelante (mientras que el espíritu absoluto termina por ser poco más que un resumen del libro que acabamos de leer). En cualquier caso, también queda claro que al menos parte de la sección dedicada a la razón («La razón que observa») cede terreno a la clasificación puramente filosófica toda vez que es una contribución a esa subsección de la filosofía llamada epistemología, mientras que la sección precedente dedicada a la autoconciencia (que contiene el famoso episodio del amo y el esclavo) podría parecer, en tanto que filosofía política, que anticipa la categoría de sociología/historia-de-las-ideas (dentro de la que cae con mayor claridad el panel adyacente sobre el estoicismo, el escepticismo y la conciencia infeliz).
Los tres primeros capítulos parecen ser bastante autónomos y perseguir un argumento identificable y técnicamente más filosófico, que se despliega desde la inmediatez de la sensación puramente física (el aquí y ahora) hasta el primer descubrimiento de la ley científica, como una abstracción detrás y más allá de esa experiencia sensorial. De un modo célebre el primer capítulo emplea el lenguaje para socavar la aparente inmediatez de los sentidos; el segundo observa la reorganización del mundo sensorial en objetos de la percepción que funcionan como recipientes de sus diversas propiedades; finalmente, el tercero avanza hacia cierta reestructuración definitiva en la que la experiencia física del mundo se vuelve inesencial a la luz de las abstractas leyes científicas invisibles e imperceptibles que se alzan tras ella (Hegel las caracteriza de un modo célebre como un «mundo invertido» que yace más allá y tras este).
Asimismo, no puede haber muchas dudas respecto a que la división global señala un cambio de registro, y que cada grupo ha dado lugar a un conjunto de comentarios característico. Los capítulos filosóficos iniciales han sido vistos como la solución de Hegel a los problemas que la obra de Kant legó a la joven generación de filósofos alemanes, con su intento de abandonar la pura epistemología à la Kant en pos de una metafísica o de una ontología con todas las letras, empezando por Fichte. Fundamentalmente estos problemas giran en torno a la oposición entre sujeto y objeto y a su relación, que Kant había dejado en una especie de limbo provisional (podemos conocer nuestro conocimiento de las cosas pero no «las cosas en sí mismas»). Fichte sale de esta suspensión con valentía al sostener la producción del objeto por parte del sujeto, seguido en este punto por Schelling con la audaz y comprehensiva exploración de lo que él llamaba la filosofía de la naturaleza.
¿Todavía queremos decir entonces que Hegel reintroduce al sujeto en esta discusión? Su fórmula programática, sujeto o sistema, parecería confirmar esta caracterización, al mismo tiempo que abre la puerta a todos esos argumentos contemporáneos tan vibrantes acerca de las conexiones de Hegel con Spinoza y la presunta superioridad de este (reintroduciendo de inmediato la cuestión de la temporalidad y con ello la de la dialéctica, ambas supuestamente ausentes en Spinoza)[4].
Pero resulta más apropiado decir que Hegel cancela el dilema del objeto y el sujeto proyectando una nueva dimensión del pensamiento, llamada lo especulativo, que presupone su identidad por adelantado, y que posteriormente permitirá el despliegue del inmenso sistema hegeliano, cuyos múltiples subprogramas apenas palidecen en comparación con el mismo Aristóteles, el gran maestro y modelo de Hegel en esto.
Respecto a las discusiones y comentarios contemporáneos acerca de estos debates técnicos en el ámbito filosófico, permítaseme aventurar la impresión de que la fecunda tradición académica alemana de postguerra, de Dieter Henrich en adelante, tiende a mirar hacia atrás para reivindicar a Schelling, e incluso introduce un cuarto integrante en lo que ya no puede seguir considerándose un triunvirato con la figura del poeta Friedrich Hölderlin, cuya obra temprana se supone que afirma la unidad del sujeto y el objeto con antelación, convirtiendo así en innecesaria la laboriosa ascensión de Hegel hasta lo especulativo[5].
Mientras tanto, un grupo cada vez más grande de filósofos norteamericanos, centrados en la obra de Robert Pippin, y que bautizan este conjunto de problemas y soluciones técnicas como «poskantianos», tienden a reivindicar la dignidad de la vieja etiqueta del «idealismo», que había sufrido cierto descrédito durante la postguerra. Se trata de una propuesta que tiene cierta plausibilidad en medio de la actual recuperación de Bergson, a pesar de que sus argumentos acerca de la conciencia y los límites que establece la conciencia para la filosofía tienen bastante poco en común con las teorías deleuzianas y de lo virtual[6].
Pippin nos ha enseñado a releer los argumentos de Hegel con el respeto que se le debe a un filosofar riguroso, a pesar de que esto lo logre rebajando las pretensiones dialécticas de Hegel, que seguro que es lo que siempre ha interesado a los discípulos de este, de los que no habrá muchos que se contenten con la falta de pretensiones del pragmatismo rortyano de este nuevo avatar.
Pero esta operación de rescate, que convierte a Hegel en respetable y le permite reingresar en la fraternidad de los filósofos profesionales, tiene una consecuencia que la dialéctica más elemental debería haber predicho –y que es fruto de la reafirmación del rigor de los capítulos filosóficos–, a saber, la devaluación de los capítulos no filosóficos (o «sociológicos») a la flacidez impresionista de una «crítica cultural» de carácter general. Los norteamericanos han intentado evitar este desafortunado desarrollo otorgando a Hegel una relevancia contemporánea como filósofo de la modernidad, y, desde el momento en que el epíteto dirige nuestra atención a los problemas culturales más inmediatos de la sociedad napoleónica y posrevolucionaria, el esfuerzo resulta meritorio. Pero no puede detener la caída durante mucho tiempo; y cuando la modernidad empieza a estar vinculada con todas las características nietzscheanas y existenciales que nos resultan tan familiares –muerte de dios, fin de los valores, alienación–, la originalidad de Hegel como pensador se evapora (junto con su relevancia para la época posmoderna, en la cual ya no se discute ninguno de estos problemas).
Por eso los comentarios más útiles y productivos sobre la segunda serie (o la sociológica) de capítulos de la Fenomenología son los que se realizan desde una perspectiva política (y, en realidad, marxista), según la cual el estatus de lo que se llama «cultura» o «lo cultural» resulta profundamente modificado. El origen de este tipo de comentario está, por supuesto, en las clásicas lecciones de Alexandre Kojève de los años treinta, que aún resultan estimulantes, pero acerca de las cuales creo que ahora se pueden plantear nuevas preguntas.
De momento presentaré simplemente un esquema tentativo y general para captar la falla que ha hecho que aparezcan estas diversas tradiciones políticas y filosóficas. Me parece que las cosas encajan si seguimos al propio Hegel en su definición de espíritu o Geist como «la vida ética de un pueblo [das sittliche Leben eines Volks] en la medida en que es la verdad inmediata; el individuo que es un mundo»[7].
En esta identificación fundamental del Geist con la colectividad he seguido el movimiento del pensamiento de Adorno en su primer ensayo sobre Hegel, que alcanza su clímax con la inesperada erupción del Marx de los manuscritos de 1844. Y esta cima también es, de un modo característico, el punto en el que comenzamos nuestro descenso hacia todo lo que es ideológico en el idealismo hegeliano. Lo que resulta remarcable es que en el mismo momento en el que Adorno nombra el contenido del Geist o espíritu como Gesellschaft o sociedad, abruptamente abandona la identificación, o, al menos, su articulación terminológica:
Por lo tanto, la interpretación del espíritu como sociedad parece una […], incompatible con el sentido de la filosofía hegeliana ya solo por faltar a la máxima de la crítica inmanente y por intentar la captura del contenido veritativo de la filosofía hegeliana en algo exterior a ella, en algo que esta habría derivado en su propia estructura como cosa condicionada o fijada. Desde luego, la crítica explícita de Hegel podría hacer patente que no consigue efectuar semejante deducción: la expresión lingüística existencia, que necesariamente es algo conceptual, queda confundida con lo que designa, con algo no conceptual, que no habría de refundirse en una identidad.
Die Deutung von Geist als Gesellschaft erscheint demnach als unvereinbar mit dem Sinn der Hegelschsen Philosophic allein schon darum, weil sie sich gegen die Maxime immanenter Kritik verfehle, den Wahrheitsgehalt der Hegel­schen Philosophic an einem ihr Äußerlichen zu ergreifen suche, das diese in ihrem eigenen Gefüge als Bedingtes oder Gesetztes abgeleitet habe. Die explizite Hegel­kritik fre...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Legal
  4. Dedicatoria
  5. Presentación
  6. I. Clausura
  7. II. Problemas de organización
  8. III. Idealismo
  9. IV. Lenguaje
  10. V. Oposiciones
  11. VI. La ética de la actividad (die Sache selbst)
  12. VII. Inmanencia
  13. VIII. El espíritu como colectividad
  14. IX. La revolución y el «fin de la historia»
  15. X. La religión como superestructura cultural
  16. XI. Narcisismo del absoluto