Vida y obra de Hume
Hume es el único filósofo cuyas ideas nos parecen plausibles todavía hoy. Se puede leer a los antiguos griegos como se lee la gran literatura, pero su filosofía se nos asemeja a brillantes cuentos de hadas; los medievalismos de Agustín de Hipona y Tomás de Aquino son ajenos a la sensibilidad moderna; Descartes y los racionalistas nos hacen ver que la condición humana no es racional; los primeros empiristas son, o bien obvios, o bien contumaces, o simplemente absurdos; todos los filósofos posteriores a Hume caen dentro de una de las dos últimas categorías.
Lo que yo estaba ahora tratando de hacer, esto es, reducir la filosofía a ruinas, Hume lo llevó a cabo con éxito. Hume dio un paso más por delante de Berkeley y condujo el empirismo hasta su conclusión lógica; negó la existencia de todo salvo nuestras percepciones, colocándonos así en una posición difícil, es decir, en el solipsismo: solo yo existo y el mundo no es más que parte de mi conciencia. Llegamos así al movimiento final en la partida de la filosofía, un movimiento que no permite escapatoria. Jaque mate.
Pero, de pronto, nos damos cuenta de que esto no importa tanto; el mundo permanece ahí, sin interesarle lo que digan los filósofos; estamos, pues, como antes. Y esto es lo que hizo Hume, cuya contextura gargantuesca y su ágil ingenio estaban lejos de un perplejo solipsista al estilo de Samuel Beckett, pensándose a sí mismo hasta despedazarse. Lo que Hume pretendía expresar era el estado de nuestro conocimiento del mundo, que consiste en que ni la religión ni la ciencia son ciertas; podemos elegir creer en la religión, si queremos, pero no lo hacemos fundados en una evidencia cierta, o podemos elegir hacer deducciones científicas con el fin de imponer nuestra voluntad sobre el mundo, pero ni la religión ni la ciencia existen en sí mismas, sino que son simplemente nuestra reacción ante la experiencia, una de las muchas reacciones posibles.
Hume descendía de una antigua familia escocesa, tan vieja que su biógrafo E. C. Mossner muestra un árbol genealógico que se remonta hasta un caballero llamado Alexander Home of Home, que murió en 1424. Posteriores antepasados del filósofo respondían a poco atractivos, aunque quizá distinguidos, nombres escoceses, tales como Belcher of Tofts (Eructador de Tofts), Home of Blackadder (Home de la Víbora Negra) o Norvell of Boghall (Norvell de la Casa de la Ciénaga).
David Hume nació el 24 de abril de 1711 en Edimburgo. Su padre murió cuando él tenía tres años; una proporción notablemente alta de los grandes filósofos perdieron a sus padres a una edad temprana, lo cual ha dado lugar a las acostumbradas teorías psicoanalíticas, basadas en que la ausencia de una figura paterna produce una profunda necesidad de certeza, lo que a su vez hace que el afligido hijo cree un sistema abstracto que ocupe el lugar del «abstraído» padre. Tales teorías psicoanalíticas pueden ser extremadamente brillantes, divertidas y hasta posiblemente informativas (aunque no sé muy bien de qué). Dicho con otras palabras, su parecido con los filósofos que tales teorías describen es extraordinario en muchos aspectos, salvo en el del rigor intelectual.
Cuando David Hume aparece en escena, su rama del distinguido árbol familiar había descendido hasta el punto de que estaban viviendo en la fría y pequeña propiedad en Ninewells, a unos catorce kilómetros al oeste de Berwick-upon-Tweed, cerca de la aldea de Chirnside, en la frontera escocesa. No existe ya la casa original donde se crio el filósofo, pero al crédulo turista filosófico se le muestra la «cueva del Filósofo», bajando la colina, al sureste de la casa actual; se dice que en esta inhóspita y húmeda oquedad había meditado Hume cuando era un muchacho, y también años más tarde, cuando las dimensiones se habrían quedado estrechas para sus amplias hechuras. Si es verdad que el entorno afecta nuestros pensamientos, esperaríamos que las meditaciones de Hume en aquel lugar producirían algo así como una filosofía neolítica con tendencias claustrofóbicas, y así es como los grandes filósofos alemanes de los cien años siguientes llegaron a considerar la obra de Hume; esto era inevitable, pues los alemanes se dedicaron a construir vastos sistemas filosóficos –palacios barrocos de metafísica, nada menos– y no tenían ningún deseo de ocupar la primitiva cueva filosófica que les había legado Hume. Pero ¡cuidado!, no se debiera confundir la filosofía con la aspiración a grandes construcciones arquitectónicas.
Hume fue criado por su tío, párroco local, que había sucedido al padre del filósofo como señor de Ninewells. Las condiciones de vida en Ninewells eran las del ambiente rural, austeras desde el punto de vista moderno: criados descalzos, gallinero y establo de invierno en la planta baja, una dieta basada casi exclusivamente en harina de avena, gachas y kale (caldo típico muy nutritivo, o repugnante sopa aguada de repollo, según los gustos de cada cual); pero Hume no pensó, ni en su momento ni después, que su infancia estuviera llena de privaciones. Recibió educación en la casa del maestro local, junto con los niños de la aldea vecina, según la tradición igualitaria escocesa, que, por mucho tiempo, aventajó a la que prevalecía al sur de la frontera; después, desde los doce a los quince años, fue a la Universidad de Edimburgo. (Tan temprana edad de entrada a la universidad era normal en la época.) La idea era que Hume estudiara leyes después, pero él ya tenía otras inclinaciones, y se puso a leer vorazmente sobre toda clase de temas; solo con mucha desgana dedicaba algún tiempo al estudio del derecho, de manera que vivió en un conflicto de intereses durante tres años, en los que, gradualmente, sus lecturas se iban concentrando más y más en temas filosóficos, hasta que, un día, «pareció que se me abría un Nuevo Escenario de Pensamientos». Sus ideas filosóficas comenzaban a cristalizar a la vez que el propósito de componer un sistema. Por entonces, «el derecho me producía náuseas», así que decidió abandonarlo.
Esta no era una decisión fácil, pues con ella eliminaba la posibilidad de ganarse la vida con una profesión; tuvo una larga lucha interior que le hizo sufrir mucho y que le puso al borde de una crisis nerviosa.
Hume regresó a Ninewells; su recuperación era solo intermitente aunque, entre episodios depresivos, prosiguió excitadamente con sus nuevas ideas. Varias veces se llamó al médico del lugar, quien diagnosticó que Hume sufría de «la enfermedad de los instruidos» y prescribió «un régimen a base de cerveza y píldoras antihistéricas». También aconsejó a Hume tomar «una pinta inglesa de clarete al día» y hacer ejercicio regularmente con largas marchas a caballo.
Hume había sido hasta entonces alto y delgado, un tipo desgarbado y algo torpe, pero comenzó a engordar, a pesar del régimen de ejercicio. Las cabalgatas diarias en las colinas desnudas de los campos vecinos iban adelgazando al caballo, a la vez que el caballero se expandía y alcanzaba la figura corpulenta que mantuvo toda su vida, lo cual sugiere que los problemas de Hume en ese tiempo pueden, al menos en parte, haber tenido un origen glandular.
La recuperación de Hume fue paulatina y quizá no llegó a ser del todo completa, pues algunos episodios posteriores apuntan a una recurrente inestabilidad mental.
Hume no tenía ningún deseo de permanecer con su madre en Ninewells. En 1734, un amigo de la familia le encontró un trabajo como oficinista con un agente mar...