Epílogo
Las tres domas del dragón
Antonio J. Antón Fernández
La figura del dragón anuncia siempre algo inquietante. Según relatan Plinio o Isidoro de Sevilla, es una criatura cuyo cadáver tiñe de rojo la tierra (Plinio Segundo, 1624: XI-XIII, y san Isidoro de Sevilla, 1995: XIX: 128), aunque las ocasiones en las que se produce su derrota sean contadas. La lucha con él siempre es agónica, y concierne solo a las más grandes criaturas, como repetía la literatura medieval: «el dragón desea la muerte del elefante, porque la sangre de este, que es fría, apaga el enorme calor y ardor del veneno del dragón» (Malaxecheverría, 1996: 77).
«¿Quién como la bestia?; ¿quién podrá guerrear con ella?», dice el Apocalipsis 13, 4. Bestia invencible, pero en la era cristiana siempre derrotada: equiparado al mal absoluto, el dragón es derrotado por los ángeles (Apocalipsis 12, 7-12), o aplastado por la providencia de dios: «Pisarás sobre áspides y víboras, y hollarás al leoncillo y al dragón» (Salmos 91, 13).
El dragón es la fuerza imparable, que sin embargo necesita ser contenida; su derrota constante parece aliviar solo temporalmente el terror ante su reinado: «saliendo de sus cavernas, se remonta por los aires y por su causa se producen ciclones» (Etimologías, XII 4, 4-5).
Hay una insistencia maniática en su derrota, como si persistiese la terrible anunciación de su victoria final; pero, ¿qué supondría realmente su victoria? ¿Debe ser «suya», o es posible que haya quienes puedan domarlo y servirse de él? La última Targaryen abre un cofre y contempla la simiente del dragón, quizá haciéndose las mismas preguntas, aunque haya otra cuestión que lleve un tiempo acechando: ¿Quién merece reinar? Como hizo antes, al recibir en su boda el presente de Illyrio Mopatis, sostiene uno de los tres huevos petrificados que contiene el cofre; sorprendentemente, su brillo es más bien metálico, y su color, verde.
Unas páginas antes de ocuparse de los dragones en sus Etimologías (XII, 5), Isidoro de Sevilla vinculaba el significado de monstra al de monitus (XI, 3, 3); el monstruo no es simplemente aquello que solo puede ser mostrado; es recuerdo y alerta, una señal abierta sobre el porvenir. Podríamos decir entonces que, como muchos otros símbolos perennes, el dragón anuncia siempre, allá donde lo encontremos en la historia, una posibilidad política o, al menos, las huellas de un combate.
El letrero de Crooke
No es difícil imaginar los pasos de Thomas Hobbes de Malmesbury resonando por las calles de Londres que rodean a la catedral de San Pablo. El invierno ha llegado; pero el paso ligero del filósofo se debe tanto al frío como a su espíritu agitado: necesita ver por fin su libro publicado íntegramente, y despreocuparse así de la copia pirata de un texto anterior, que lleva un tiempo circulando. De hecho, la redacción de este voluminoso manuscrito que lleva en sus brazos la ha completado en apenas un año (1651), a marchas forzadas (Newey, 2008: 33).
De camino hacia su destino ha podido pasar por la imprenta de William e Isaac Jaggard en Barbican, cuyos libros contempla después en la librería de Lownes en Breadstreet Hill (Plomer, 1997: 481). El letrero con la característica estrella cuelga encima del escaparate, donde han colocado el enorme tomo de History of four-footed beasts, de Topsell, posiblemente como adelanto de la nueva edición que está a punto de publicarse, varias décadas después de la primera. A su lado, del mismo autor, se encuentra History of Serpents. Ambos libros se encuentran sobre un atril, abiertos, y pueden verse en sus páginas las ilustraciones de reptiles, dragones o gigantescas serpientes de mar. Se ve también, en un rincón, una edición ya envejecida de las obras de Shakespeare, también en la edición de Jaggard –notoria hoy en día–. Hobbes recuerda las palabras del Rey Lear: «no te interpongas entre el dragón y su ira». Agarra fuerte el manuscrito y prosigue su camino hacia la calle de la catedral. De entre todas las librerías e imprentas que pueblan las calles alrededor de la imponente construcción, la librería de su editor, Crooke, le resulta fácil de encontrar; es aquella bajo el letrero del Dragón Verde (Keene, 2004: 432).
La parte sustancial del libro de Hobbes, Leviatán, tiene que ver con la relación entre gobernantes y gobernados, entre el estado natural y el Estado civil, y esencialmente con la definitiva reinterpretación racional de conceptos como «individuo, poder, soberanía, persona, Estado, o ley» (Zarka, 1997: 28). También podríamos resumirlo, en el vocabulario utilizado por los personajes de George R. R. Martin, como el vínculo entre el Reino –entendido como «los dominios de la corona» (Kingdom)– y el reino como el espacio (Realm) humano y geográfico que dice proteger la Corona. Así, en inglés, los personajes pueden afirmar: «sirvo al reino (Realm), pero no al Reino (Kingdom)». Una fractura en la unidad del monarca y sus dominios.
En el Leviatán también asoma esta fractura, alrededor de aquello que los más agudos lectores de Shakespeare denominan la aparición del «hombre nuevo», y que podríamos resumir con la antigua expresión «in the coin of the realm»; el dinero que vale en estas tierras, o aquello que vale como dinero. Palabras que podría pronunciar Edmundo, hijo bastardo del duque de Gloucester cuya ambición e inteligencia –en la época de Shakespeare– comienzan a ser suficientes para elevarle hacia los cielos de la jerarquía regia, antes reservados a la estirpe de sangre, y no a la del cálculo y la riqueza. También, saltándonos el canon literario, son palabras que no desentonan en personajes como Petyr Baelish, los comerciantes de Qarth o los banqueros de Braavos: hay una nueva moneda en el reino, una moneda (acuñada en papel, entre columnas y balances) cuyo sello ya no tiene la efigie del monarca, y ellos están en el momento y lugar oportunos para comerciar con ella. Es posible incluso (como descubre Tyrion Lannister) que esta nueva moneda valga ya más que la vieja, pues el interés de los préstamos la ha hecho crecer hasta asfixiar las finanzas reales.
La moneda de la corona no vale lo mismo que la moneda del reino. ¿Por qué enfurece «el dragón» Lear? Porque él mismo ha producido esa fractura en la prueba con la que comienza la obra de Shakespeare, al introducir el cálculo más allá del ámbito que le era propio. En la prueba de amor que plantea a sus hijas, ingenuamente propone medir su amor, y pagarlo dividiendo el reino de acuerdo a esta medida. Cordelia provoca su ira no solo al intentar descubrir la hipócrita adulación de sus hermanas, sino al ahondar la fractura entre el amor natural y el amor político entre súbdito y rey, una fractura que elimina el primero y toma la forma del segundo, como mero vínculo contractual: «Amo a vuestra majestad tanto como debo». Un contrato, hay que notar, que es susceptible de cálculo y medida: «Amo a vuestra majestad tanto como debo, ni más ni menos».
El vínculo anterior se ha roto, y tanto la desaparición de Cordelia como el ascenso despiadado de Edmundo representan durante la obra dos modos de reconstruirlo: finalmente, aunque Cordelia retorne para renovar el vínculo de amor auténtico, las estratagemas de Edmundo han llevado al reino al caos y la guerra. En palabras de Hobbes:
[E]s cosa fácil que los hombres se engañen con la atractiva apariencia de la palabra libertad; y que, por falta de juicio para distinguir, crean que es herencia privada y derecho nato lo que, en realidad, es solamente un derecho público. Y cuando ese mismo error es confirmado por la autoridad de hombres que disfrutan de reputación por sus escritos en torno a estos asuntos, no es de extrañar que den lugar a sediciones y a cambios de gobierno. (Hobbes, 2001: 191.)
Mientras, el rey Lear ha descubierto en su travesía la verdad del bufón (dividir el reino equivale a la castración del Rey), la cínica verdad de sus hijas (hay que desterrar todo imperium in imperio: en la casa de la futura reina no puede haber dos monarcas) y la verdad del loco, desnudo y despojado de todo, reducido a un estado de naturaleza que está más allá de la ficción del contrato social. Se trata de Edgardo, legítimo hijo de Gloucester, que yace desterrado y desheredado, en el fango. Edgardo ahora es una nuda vida, nada más que la cosa misma («Lear.— […] Thou art the thing itself»), un recordatorio viviente del frágil fundamento del poder regio, y del invencible poder de la naturaleza.
Edgardo (Eadgard en inglés antiguo: «lanza que protege la prosperidad», aquel que encarna la legitimidad y poder simbólico de la nobleza), respetuoso y confiado de las instituciones, leal a su padre y al rey, ha caído, en su huida hacia lo más profundo de la naturaleza, hasta el mínimo humano; Edmundo (Eadmund, «protector de la prosperidad», o más literalmente «mano» de la prosperidad, aquel que sostiene y manipula la riqueza –prosperidad– del reino), por contra, ha comerciado con los símbolos del poder, ha apostado, especulado y disfrazado los recursos a su disposición en pos de su objetivo. En la obra, por cierto, también ha comerciado con el propio espectador, ofreciéndole a cambio de su complicidad un motivo legítimo para sus maquinaciones: el orden social es injusto, y él pretende enmendarlo. Como en las palabras antes citadas de Hobbes, sus enemigos son aquellos que creen «que es herencia privada y derecho nato lo que, en realidad, es solamente un derecho público».
Pero Edmundo no pretende hacer realmente público ese derecho: lo que Edmundo busca es un atajo, y su línea de salida en la carrera por el poder está trazada por la naturaleza, tabula rasa cuya ley no entiende de linajes y bastardos. Sin embargo, el ascenso de Edmundo no corresponde a la subversión auténtica de la ley de los hombres, sino solamente a la utilización astuta de la moneda común con la que se construye el poder.
El centro de la obra es sin embargo la subversión de Edgardo, su descenso hasta la nuda vida, hasta el tonel del filósofo-perro que ya no desea ni necesita de privilegio alguno («Lear.— Dejadme hablar con este sabio tebano»). Su transformación va contagiándose de personaje en personaje (el rey, despojándose de sus atavíos reales bajo las inclemencias de la naturaleza; o el duque de G...